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  Manuel Castro, de El María del Mar ha entrado en puerto (Fernando Verdejo Vendrell)
 
 
 
 
  MANUEL CASTRO
  (De El María del Mar ha entrado en puerto
 
  Fernando Verdejo Vendrell
 
Manuel Castro no entendía nada. Sus padres en Muros decían, cuando creían que él no les oía, que era subnormal. Especialmente su padre. Su madre decía que era un poco atrasadillo pero buen chico y muy trabajador. Él, igual que sus hermanos, cuidaba las vacas, limpiaba las cuadras y trabajaba en el campo tantas horas como los demás. A decir verdad, cuando él ordeñaba, llenaba el cubo cuatro dedos más que su hermano mayor que era el que más sabía. Cuando acababan de trabajar y los demás se iban a casa, a él le gustaba quedarse en la cuadra y contarles cosas a las vacas. No veía nada malo en ello. La Pinta, la Pastora y la Estrella le escuchaban siempre con mucha atención, mientras que la gente del pueblo nunca le hacía caso y se reía de él. A ellas, les contaba que guardando las venticinco pesetas que le daban todos los domingos, en unos años podría comprarse aquel traje tan bonito que estaba en el escaparate de la tienda "Raúl Mariño Trajes y Composturas". Qué tenía de malo pensar en estas cosas  y contárselas a la Pinta o a la Estrella que le miraban fijamente y parecían comprenderle. Ellas sabían que tenía ya ahorradas setecientas pesetas, que guardaba en una pequeña cajita de madera, escondida debajo del abrevadero.
Todos los domingos por la tarde, se paraba delante del escaparate de Raúl Mariño y se extasiaba mirando "su traje", siempre rodeado de preciosas piezas de tela de todos los colores. Dos días antes de la última Navidad, el encargado de la tienda, que le había visto con la nariz pegada al cristal del escaparate, le hizo entrar y dejó que se probara la chaqueta. Cuando por la noche corrió al establo a contárselo a la Pinta, todavía le parecía sentir el suave peso y la caricia de aquella ropa. Decididamente, un día aquel traje sería suyo para siempre.
Manuel Castro siguió ordeñando a la Pinta, la Estrella y la Pastora durante mucho tiempo, pero dejó de hacerlo el día en que una vez más abrió la cajita de madera que guardaba debajo del abrevadero y en lugar de su dinero encontró una cabeza de pollo. Ya no habló más a las vacas, ya no volvió a pararse frente al escaparate de Raúl Mariño, Manuel Castro no entendía porqué, los demás, que tenían tantas cosas, incluso chaqueta y pantalón de pana que se ponían los domingos, le habían quitado el dinero de su caja, que era lo único que él tenía. Pensaba que quizás al ser atrasadillo como decía su madre, o subnormal como decía su padre, era el motivo por el que nadie le quería y por eso le podían quitar las cosas. A pesar de todo no lo entendía. Trabajaba bien, llenaba el cubo más que nadie cuando ordeñaba, e incluso a veces, el padre Damián le había dejado encender los cirios de la iglesia en los oficios de la fiesta mayor. Cuando el domingo al salir de misa le explicó lo ocurrido al vicario, Mosén Andrade, este le contestó: Anda Castriño, no me molestes ahora. Pásate por la Sacristía por la tarde y te daré unas peladillas. No se daba cuenta el cura, de que lo que él quería era su dinero y no unas peladillas. Tampoco a Mosén Andrade volvió a dirigirle la palabra.
Le vi por primera vez, un tórrido día de verano en el puerto tejano de Corpus Christi. Estábamos acabando de hacer consumo y últimando los trámites de salida, cuando apareció por el muelle. Se paró delante de la escala y oí que preguntaba a nuestro guardián portorriqueño, si era verdad que el barco llevaba un Capitán español. El guardián le contestó que sí, pero que no se le podía molestar. Manuel Castro se sentó en un noray y dijo simplemente... esperaré.
No presté más atención al asunto hasta que a las cinco de la tarde, cuando subí al puente para recibir al práctico, vi que entre varios marineros lo recogían del muelle y lo ponían a la sombra de una grúa. Se había desvanecido por el tremendo calor y las horas pasadas bajo el sol. Le subimos abordo donde al cabo de poco tiempo volvió en sí. Lo primero que dijo fué: Quiero hablar con el Capitán español. Yo soy el Capitán, le dije. Se quedó unos momentos parado con aspecto de extrema fatiga y  empezó a hablar. Capitán, yo soy subnormal pero sé trabajar muy bien. Puedo fregar la cocina, barrer la cubierta, subir café al puente y también hacer de guardián en puerto. Hasta hace unos días, he estado haciendo todo esto en un barco venezolano, el Punta Cabrián y además muy bien. Lo malo es que el Capitán Don Rómulo, dijo que un gallego como yo le traía mala suerte y me hizo desembarcar. Se fueron hace dos días. Me dejaron en el muelle y el contramaestre me gritaba: Nada gallego, nada si quieres venir con nosotros. Tiraron mi maleta al agua y se fueron. Tampoco me dieron los mil Bolívares que el Capitán me guardaba.
Le enrolamos como ayudante de cocina, aunque la verdad es que hacía de todo un poco, e incluso aprendió a llevar el timón con cierta habilidad. No faltaba nunca cuando yo estaba de guardia, fuera la hora que fuera allí estaba él con una taza de café caliente, que preparaba en la cocina a cualquier hora, aunque hubiera estado trabajando hasta muy tarde la noche anterior. Se quedaba en el puente, callado, sin decir palabra, hasta que el sol apuntaba en el horizonte. Solo entonces, cuando se elevaba como un enorme disco rojizo, se acercaba al ala del puente donde yo estaba y me decía: Fíjese, Capitán, las sombras de los puntales se ven en el sol y se mueven. Parecen las casas de Muros, la ría y las barcas de mi pueblo. Algunos días, cuando el sol está muy rojo, veo a la Pastora, a la Pinta y a mi madre que viene del huerto. Capitán, yo soy subnormal pero veo estas cosas y no hago mal a nadie, pero Don Rómulo, el Capitán venezolano, me pegaba si le hablaba de esta manera. Me decía: "maldito gallego", y además, como castigo no me daba dinero. Casi nunca me daba dinero y si se lo pedía me decía que tendría que pagar por estar abordo y que no me ganaba ni lo que comía.
Cuántas veces, en las largas horas de soledad en el puente, había yo dejado correr la imaginación. Cuántas veces, las sombras chinescas de los objetos de cubierta reflejados en el disco del sol, me recordaban imágenes del pasado y construía yo con ellas mil y una historias. Barcos misteriosos sin tripulación, castillos en las montañas, en fin, un mundo particular y prodigioso en el que casi nadie tenía cabida. Pobre Manuel Castro, qué fácil me era comprenderle. A veces me decía: Capitán, yo soy subnormal pero veo estas cosas que los demás no ven. Tengo mucha suerte. Ellos solo ven el sol vacío, sin nada. No pueden explicarle a usted lo de la Pinta o la Pastora. Ellos no ven la ría de Muros ni a sus madres que vienen del huerto. Yo, un día, volveré a mi pueblo y le contaré a mi madre, cómo ella estaba en el sol y cómo yo se lo contaba al Capitán español del barco, que no se reía de mí ni me pegaba, porque él también veía cosas en el sol, aunque no eran la Pinta ni la Pastora. Estoy seguro de que él veía a su madre, porque yo sé que la tenía y la había visto muchas veces en un retrato  encima de la mesa de su camarote.
Me avisaron un lluvioso día de Noviembre, en Boston, cuando regresaba del consignatario e íbamos a salir para Galveston. Manuel Castro estaba en el hospital. Al parecer el cable de una grúa se había roto y le había caído encima un transformador que prácticamente le había aplastado. Cuando llegué, acababa de recobrar el conocimiento. Aunque ya me había advertido el médico de que no creía que durara más de unas horas. Le cogí la mano y, a pesar de que no veía, me reconoció. Capitán, hoy no le subiré el café al puente, además, tampoco me gustaría subir porque no veo nada y no podría ver el sol. En mi maleta, la que usted me regaló en Corpus Christi, hay una cajita de madera con dinero. Mándeselo a mi madre, ya no quiero que sea para Raúl Mariño, ya no me gusta aquel traje. Yo sé que ahora iré a mi pueblo y veré a la Pinta y las barcas de la ría. Capitán, no me deje usted la mano, quiero que lleguemos juntos a casa  y decirle a mi madre: Este es el Capitán español que también ve cosas en el sol, barcos, castillos y a aquella madre del retrato que tiene siempre en la mesa de su camarote. No volvió a hablar. Expiró dulcemente con una sonrisa en los labios.
En un rinconcito del cementerio católico de Boston hay una lápida con una inscripción. 
 
MANUEL CASTRO
TÚ YA HAS LLEGADO AL SOL.
 
Gracias, amigo Fernando, por permitir que tu estimado hermano Mariano me compartiera, vía correo electrónico, el último borrador de tu libro "El María del Mar ha entrado en puerto" del que he extraído esta enternecedora vivencia tuya para compartirla, a mi vez, con cualquier perdido navegante de internet que haya llegado hasta este puerto mío en el que invito a comprar, además d ésta, las otras dos obras tuyas: El capitán Selwyn y Entre el orto y el ocaso.
 
 
 
 
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