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  Mutatis Mutandis (Sila Escribano)
 

 

 

Mutatis Mutandis

Sila Escribano

A Milagros, a quien el llanto nunca le borró la sonrisa

Pasaba a menudo por delante de aquel bar, pero jamás me había atrevido a franquearlo sola. Las huellas de grasa que salpicaban su puerta de madera lustrada, me provocaban una repugnancia desalentadora. "Los conspiradores" era un lugar angosto, abarrotado de sombras, en el que la luz se filtraba con pereza y nunca era bien recibida. Estaba oculto tras un enorme toldo verde, quebrado por la intemperie, sobre el que podía leerse, en letras renegridas y algo desdibujadas, dos palabras en latín -Mutatis Mutandis-. Ese era su verdadero nombre. El otro, no era más que el sobrenombre por el que lo conocían mis compañeros de trabajo, y donde solían reunirse a diario a conspirar contra los jefes. A menudo, insistían en que me sumara al grupo, pero solía esquivar, con mejor o peor fortuna, su machacona insistencia. Un día decidí acompañarlos, temerosa quizá de que pudieran extender más aún el rumor de asocial que iba prendiendo en mí como el mal de San Lázaro.

Recuerdo que para acceder al Mutatis había que descender tres escalones irregulares de piedra, desgastados, sin duda, por el peso de la memoria y la ebriedad de las gentes que lo frecuentaban. Desde aquel momento, y a pesar del desagradable olor a mercado y fritanga que en él se respiraba, me convertí en asidua de ese lugar. La galería de personajes que allí se encontraba, me permitía entregarme a mi actividad favorita: observar sus rostros y jugar a adivinar, bajo aquella costra de alegrías y sufrimientos, las vidas que los habitaban.

Solía pasarme a la hora del café, después de comer, de ese modo evitaba toparme con los compañeros. Tampoco me gustaba comer allí, pues no era infrecuente ver moscas copulando o desovando sobre la carne o los bocadillos, especialmente en verano. Me acomodaba junto a la ventana, en la única mesa que no alcanzaba a cubrir el toldo, y allí, parapetada tras el periódico, comenzaba a escrutar sin descanso a todos aquellos seres desordenados. En la mesa de mi izquierda, escasamente iluminada, se sentaban cuatro personas, siempre las mismas, que jugaban a entretener a la muerte.

- Paoli, ¿acaso abre usted?- dijo una de las voces, dirigiéndose a la persona que tenía enfrente, levantando ligeramente la barbilla.

El aludido dio un respingo en la silla, algo sobresaltado, al oír aquel nombre que pareciera no acomodarse a su persona, a pesar de llevar escrito sobre el fondo negro de su camiseta, en letras doradas, el nombre de Bruno Paoli, a modo de carta de presentación.

Me quedé mirándolo hipnotizada. Era un hombre de una delgadez correosa, con las mejillas horadadas por el frío. Los ojos, de un amarillo que recordaban a los de una rapaz, estaban envueltos por una concavidad misteriosa conquistada a fuerza de muchas noches de insomnio. Su boca, vacía de risa, se desdoblaba perezosa para enunciar las jugadas.

- Ahí tienes, "la caja de muerto", murmuró con un suave acento cubano al tiempo que depositaba la ficha del seis doble, en vuelo torpe y rasante, sobre la mesa.

El silencio de aquel lugar cortaba la respiración. Esos cuatro rostros apenas se hablaban. Tampoco el juego parecía demandar palabras. Se limitaban a lanzarse mensajes mediante señales entrecortadas, como un corazón hablándole a otro.

De todos aquellos mendigos del azar, de rostros ungidos por la desesperación, quien más me interesaba era ese tal Paoli. Él, a diferencia del resto, parecía varado en aquel puerto de cuatro patas y mármol blanco del que emergían diminutos muros blanquinegros, incapaces de poner a resguardo toda la nostalgia que brotaba de sus ojos.

Yo seguía el movimiento de sus manos enormes, acariciando aquellos pequeños rectángulos tallados en hueso y marfil. Manos a las que intentaba aferrarme buscando protección, pues hacía tiempo que había perdido memoria de las de mi padre, quien un buen día desapareció dejándome huérfana y pataleando de dolor.

A veces nuestras miradas se encontraban y me lanzaba pequeños gestos que conseguían abrir abismos de significado que agitaban, aún más, un misterio al que era difícil sustraerse.

Mi vida por aquel entonces era un desierto exento de temblores y aquel rostro lograba avivar mi imaginación. Un rostro de mil paisajes, sobre el que podía lanzarme en busca de otras tantas aventuras. Cada reencuentro era mágico. Un día disimulaba su llanto o su falta de sueño tras unas enormes gafas a modo de antifaz. Otro, enmascaraba los meandros de su cuello con un pañuelo de colores untuosos. A veces su júbilo era tan desbordante que no le cabía en un sombrero cordobés. Había tardes en que me lanzaba sonrisas como lágrimas o lágrimas como sonrisas. O que entretejía su pelo, ora negro ora blanco nieve, con cintas de irrealidad. Y así un día y otro día, hasta hacerme olvidar mi hastío. Sin intercambiar palabras torpes que se interpusieran entre su tristeza y mi desesperación.

Me había acostumbrado a su presencia muda, a su discreto coqueteo, a todas sus poéticas. Pero un buen día, la mesa de mármol blanco apareció vacía como una playa barrida por la espuma.

No me di por vencida y seguí yendo tercamente al Mutatis con la esperanza de volverlo a encontrar disfrazado de invierno, de domador o de mago. Nada, nunca nada. Sólo el blanco vacío de la mesa y dos o tres habituales, prendidos al humo de sus cigarros, bebiendo sin sed.

No pude predecir su futuro, como dijo el filósofo, a pesar de haber sabido descifrar la infinita riqueza de su cara.

Me reproché una y mil veces esa prudencia mía, rayana en la cobardía, que me impidió aproximarme a él y hablarle. Quizá si lo hubiera hecho, nuestras vidas habrían tomado derivas distintas.

Seguí visitando el Mutatis, y al preguntar por él, alguno se aventuró a darme una versión romántica de él. De cómo un buen día se hizo presente, sembró su silencio y desapareció en el vuelo incierto de una mariposa.

Yo sigo tomando mi café, macerado en añoranza e indiferente a la caída de la tarde. Buceo en el periódico, adormecida por el crujido gris de la hoja de papel. De pronto, en la sección de internacional, descubro la foto de Bruno Paoli y el siguiente titular:

ASESINATO DEL ESCRITOR... (y un nombre que no se acomodaba a su persona). Muere, acribillado a balazos, a la salida de un hotel. Toda la isla ha sido sacudida por una profunda conmoción ante el asesinato, a sangre fría, del escritor, quien acababa de regresar a Italia tras largos años de ausencia...

Norte, 20 Noviembre 2011

 

 

 

 
 
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