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  Gigoló (Yolanda Cañamares)
 

 

 

Gigoló

Yolanda Cañamares

Joaquín era un pintor mediocre. O mejor dicho, eso era lo que pensaba todo el mundo, excepto él y Doña Milagros, la primera mujer que le pagó por sus favores.

Porque lo que no podía negarse era que Joaquín era un auténtico semental. Desde la más tierna adolescencia, el tamaño de su aparato y la espectacularidad de sus erecciones habían sido el pasmo de los lugareños y aún más de las lugareñas. Como el mozo era además guapote y bien plantado, sandunguero en los requiebros y poseedor de un ramalazo artístico, se convirtió en un perfecto zángano.

Eso explica que a los veinte años aún fuera incapaz de pegar golpe sin que su sensibilidad sufriera enormemente. Pero su madre, que se deslomaba fregando suelos y le alimentaba a él y a otros siete vástagos que le dejó su marido antes de fallecer de un cólico miserere, poco entendía de arte y zarandajas por el estilo. En su mente corta de luces, no cabía el pensamiento de que ella estuviera echando el bofe mientras que su hijo primogénito se tocaba sus bien dotadas partes. Así es que, un buen día planteó un ultimátum a su Joaquín: o bien le traía un jornal, o bien vivía de gorra en otra parte.

Y como en los pueblos pequeños las noticias de esa índole no corren, sino vuelan, el asunto no tardó en ser "vox populi". Y doña Milagros, que en sus tiempos había sido la entretenida de un cacique y que ahora gozaba de buenas rentas por los servicios prestados añadidos a una madurez algo cachonda, vio el cielo abierto. A los pocos días, Joaquín aposentaba sus reales en la casa de aquella lagartona, que mimó con esmero al poseedor del más descomunal cimborrio con el que mujer alguna hubiera soñado.

En casa de doña Milagros, Joaquín dio rienda suelta a sus dotes pictóricas. La bien servida cincuentona, omnubilada por los contínuos revolcones, alababa sus trabajos sobre el lienzo, sin saber que, halagando su destreza, estaba cavando su propia tumba. En efecto: Joaquín llegó a creérselo y decidió probar fortuna en una gran ciudad, lejos de su inculto y limitado entorno.

Cuando llegó a Barcelona, ciudad artística por excelencia, pensó que todo sería coser y cantar. Con las pesetillas que le había birlado al putón de doña Milagros, alquiló un estudio en el Paralelo y empezó a visitar Galerías. Empezó por las más prestigiosas; continuó por las periféricas y terminó intentándolo en las de tres al cuarto. Aún así, no obtuvo más que unas compasivas palmaditas en la espalda, que intentaban compensar la burlona expresión de los avezados mercaderes del arte.

Con todo, Joaquín tenía que pagar el alquiler y las sardinas para su bocadillo. Y, no sólo no tenía ingresos sino que no tenía ni idea de como conseguirlos.

Por fin le vino la inspiración: ahogando los pocos escrúpulos que de natural tenía, insertó un anuncio en La Vanguardia, sección Relax, ofreciendo sus servicios a damas solitarias.

A partir de aquel momento, los asuntos pecuniarios de Joaquín fueron viento en popa. Parecía mentira la cantidad de mujeres insatisfechas que buscaban sus servicios, y como su nombre corría de boca en boca de las malmaridadas barcelonesas. El éxito que cosechaba entre aquellos pendones se tradujo en una saneada cuenta bancaria. A los buenos trajes les siguieron un refinamiento de sus modales, que junto con sus habilidades artísticas le crearon una gran reputación.

Fue muy feliz hasta que en su camino se cruzó Aurora. Era esta una mujer hermosa, inteligente y bien educada. Requirió sus servicios bajo condición de que no hubiera preguntas. Joaquín aceptó con la cínica seguridad de que él estaba de vuelta de cualquier requerimiento.

Su primer encuentro fue en una cafetería de la Bonanova, a las doce del mediodía de un domingo. Ella le impresionó por su elegante belleza y su inquietante sex-appeal. Pensó que, por una vez, el trabajo iba a ser un verdadero placer. Para su desconcierto, no se iban a ir directamente al catre. Ante unos Martinis, ella le explicó que debía acompañarla a una comida en casa de sus padres. Con meticulosa frialdad le instruyó en cuál debía ser su papel: su actitud hacia ella sería la de un amigo cariñoso y cordial, obviamente interesado en ganarse su afecto y el de los padres de ella. Respecto al resto de su personalidad o status podía decir lo que le diera la gana, siempre que pareciera una persona respetable.

A Joaquín le extrañó la pantomima, pero de acuerdo con lo convenido, no hizo preguntas y representó su rol con la naturalidad que le daba su caradura. Terminada la comida los dos salieron juntos, y una vez en la calle, ella tomó un taxi después de pagarle generosamente y despedirse hasta un próximo encuentro.

Mientras volvía a su casa, Joaquín no pudo evitar reflexionar acerca de lo sucedido. Todo el asunto tenía la pajolera normalidad de una comida familiar... Pero no podía evitar cierta excitación al recordar cómo la delicada lengüecita de Aurora lamía con atenta fruición el helado de fresa servido como postre. Entonces, tuvo que entregarse concienzudamente al vicio de Onán antes de proseguir en su rutina.

Los almuerzos en casa de los padres de Aurora se sucedieron con asiduidad, y cuando finalizaban, ella se prodigaba en elogios acerca del buen hacer de Joaquín. Pero, a parte de eso, ella tomaba el consabido taxi y desaparecía sin el menor asomo de interés hacia su aguerrida virilidad. Esto le dolía intensamente, porque a medida que pasaba el tiempo, aquella misteriosa clienta le obsesionaba más y más.

Por eso, el día en que Aurora le invitó a tomar una copa, las esperanzas de Joaquín revivieron. Posiblemente a ella le apetecería joder y él pensaba que, de una forma magnánima, no se lo cobraría. Sin embargo, aquel no fue el caso. Aurora quería pedirle un favor, eso sí, pero no de índole sexual. Con su sofisticado desparpajo, le tendió un número de teléfono. Era el de su despacho. Le pedía que la llamara de vez en cuando: no hacía falta que tuviera nada que decirle; si quería podía recitar los resultados de la Liga porque ella diría lo que le pareciera conveniente, dependiendo de las circunstancias... Por supuesto, le pagaría en la medida de sus llamadas.

A Joaquín le molestó tanto su desapego, que olvidando su compromiso profesional, le preguntó a qué jugaba. Mejor hubiera estado calladito... El rostro de Aurora se contrajo como si le hubieran pegado una bofetada, y después de un glacial silencio repuso que si no le interesaba ganarse su dinero, era muy libre irse a tomar vientos. La dureza de aquella réplica amilanó a Joaquín, que estaba ya perdido por los huesos de aquella enigmática zorra.

A las comidas con los papás y las llamadas telefónicas, siguieron los cócteles de negocios, las bodas de los amigos y los bautizos de los sobrinos... Todo ello sin que mediara un roce o una muestra de afecto más allá de lo que permiten las buenas formas. Joaquín seguía trabajando en otros menesteres, pero con una desgana que le había puesto en varias ocasiones al borde del gatillazo. Una y mil veces consideró la posibilidad de dejar de ver a Aurora, pero no podía. De una forma conmovedoramente ingenua, confiaba que ella llegaría a apreciarle y que se rendiría a su amor.

Pero ese día no llegaba nunca. Más aún, Aurora parecía despreciarle cada vez con mayor intensidad, al percatarse de su enamoramiento.

Un día, después de despedirse tras una cena con el socio de Aurora y su mujer, Joaquín no pudo resistir la tentación de espiarla. Ella tomó un taxi, y a los pocos segundos, él tomó otro y dio al conductor instrucciones de seguir al otro vehículo. Joaquín sabía que no hacía bien, pero una morbosa necesidad le impulsaba.

Aurora se apeó en las Ramblas esquina Sant Pau, y Joaquín hizo lo propio un poco más adelante. No la perdió de vista mientras se adentraba en el corazón del siniestro Rabal. Era entrada la madrugada, y la fauna nocturna ponía los pelos de punta. Pero la mujer avanzaba impávida y presurosa, hasta dar con un antro de mala muerte, en el que entró decidida.

Joaquín permaneció unos minutos en la puerta, aterrado ante la posibilidad de que se organizara una escena. Pero al final, su orgullo herido pudo con el miedo.

El interior del local era oscuro y neblinoso; pero no lo suficiente como para no localizar la figura familiar de Aurora...

Y eso que era difícil reconocerla perdida como estaba en un voraz abrazo, boca a boca con una pelirroja corpulenta, cuya mano se afanaba bajo la estrecha falda de Aurora.

Joaquín no necesitó quedarse allí por más tiempo. Recogiendo los pedazos de su ego, le volvió la espalda a aquella película que le parecía más indecente que su atrotinada vida.

 

 

 
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