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  La Carta (Ernesto de Gregorio)
 

 

 

La Carta

Ernesto de Gregorio

Avasallado por los medios de comunicación modernos, la carta parece que está en desuso. Da la sensación como de que, la fórmula epistolar de comunicarse algo, de decirse cosas, de transmitirse afectos, es algo pasado, trasnochado. Sin embargo, cuando me he planteado la necesidad de contarte mis sentimientos, de expresarte mis ideas, de mostrarme tal y como soy, no me sentía capaz de utilizar los medios al uso: teléfono, un artículo en algún periódico. No, ninguno me iba a dar la fuerza y la confianza para lo que yo tanto tiempo llevo esperando hablar contigo. Quiero un medio sólo para los dos, por el que yo pueda sentirme libre y tú seas el único receptor. No deseo otros elementos, para que tú y yo podamos comunicarnos armónicamente. Después de dar vueltas y vueltas, me he decidido por un método tan tradicional como el hombre: la carta, el mensaje directo y simple. Un papel y a escribir dejando que la mente ordene los latidos del corazón. No es preciso reglas estrictas literarias, sólo las básicas, porque, en ocasiones, hay que romper con tanta ortodoxia ante la catarata afectiva que se precipita sobre el folio.

Amigo mío, te confieso que la nebulosa que envuelve mi mente es tan tupida que, difícil, muy difícil resulta penetrar en la maraña y comenzar a hilvanar el argumento de esta epístola. Quizá, la falta de hábito en escribir cartas, hace complicado expresar lo que uno quiere. Hemos perdido tantos hábitos que hacer algo que en otro tiempo era normal, ahora nos cuesta un esfuerzo ímprobo. Nos hemos limitado a escribir cuatro estupideces en vacaciones a los amigos cuando les remitimos algunas postales.

En más de una ocasión he tenido la tentación de preguntarte como asimilabas la evolución de tu estado, como encajabas el cambio de tu entorno pero, a pesar de toda nuestra amplia y profunda amistad, el valor o la cobardía han impedido abrir el diálogo. Esperaba que tú fueras quien comenzase a dar rienda suelta a tus sentimientos, a lo mejor, cuando leas estas cuartillas, tú te sonrías, porque en algún momento hayas podido pensar lo mismo que yo.

Cuanta palabrería, ¿no crees?. Pero uno no sabe cómo actuar. De buena gana el último día que fui a verte habría cogido tu mano y te hubiera dicho: habla, habla, desahógate, di lo que quieras, llora, grita, cuéntame todo lo que se te ocurra, no por cotilleo -tú bien lo sabes-, es por ti, por dar rienda suelta a tantos meses de medios silencios y pensamientos cruzados.

No sé, querido amigo. No sé como plasmar este torrente de ideas y cosas que quiero decirte y que tú deberías saber. No sé cómo, en alguna ocasión, he presumido de cierta cualidad literaria, cuando ahora me siento torpe, indeciso y dueño de la sensación de que no estoy muy claro en esta misiva. ¿Te acuerdas cuántas veces hemos charlado largo y tendido ante unas cañas de cerveza

-sabes mi fidelidad a la cerveza de barril- sobre la falta de preparación de nuestros actores de teatro y cine por no saber decir el verso de los clásicos?. Discusiones de horas y horas. Con el tiempo me diste la razón sobre que nuestros actores deberían dominar a los clásicos, como sucede con los grandes actores anglosajones. Tengo la convicción que a mí, en estos momentos, me sucede lo mismo: si dominara más a los clásicos, quizá, ahora mi carta sería más clara, directa y concisa. Seguro que al leer este párrafo te habrás sonreído; no me vas a creer, pero la duda me invade como nunca.

Mientras intento maljuntar estas frases, suena en el equipo de música la Tercera Sinfonía de mi admirado Brahms. ¿Recuerdas? Hace un año por estas fechas escuchábamos esta delicia musical en nuestra amada Granada, en el Palacio Carlos V. Recuerdo que al finalizar el tercer movimiento, me susurraste al oído que me habías escuchado tararear ese genial movimiento.

Granada..., tres, cuatro, dudo las veces que hemos pateado la ciudad del ensueño, de un algo especial que nunca hemos sabido expresar. Granada es una de esas cosas que nos han unido, que nos han facilitado nuestra comunicación, un punto de singular coincidencia para el paseo, la charla y la profundización en la amistad. El Albaicín, con su placita de San Nicolás; el paseo del Darro, el Generalife. ¡Oh Dios! qué ruta para volver a recordar en cualquier momento, ¿verdad?. Granada, con tu amado Lorca. Granada, con nuestros imborrables sentimientos.

Conocedor de todo lo que te atañe, de lo irreversible de tu estado, que tú mejor que nadie sabe, no pretendo nada con estas páginas, sólo reiterarte que estoy aquí, contigo, a tu lado, como siempre...

Querido amigo, retomo esta misiva que pretendía hacerte llegar después de meses de su interrupción. No podía continuar, la emoción llegó a atenazarme y paralizó mis ideas y movimientos. Ya ves, el fin que tú y yo intuíamos llegó y, ahora, me pongo a reanudar la carta que no sé si algún día debí comenzar. Pasaron los días, las semanas, los meses y, en definitiva, todo es historia. Hace dos meses que tu cuerpo dejó de vivir. Dos meses que no puedo aquilatar por la intensidad de este tiempo de ausencias, recuerdos de lucha por la superación de angustias y miedo. Todo ya es pasado; sólo me queda el recurso de contarte todo esto en el papel, como cuando iniciaba la carta hace cuatro o cinco meses. Ya ves, yo toda la vida presumiendo de memoria y no recuerdo el comienzo de estos renglones.

Me asaltan dudas de cosas que pensaba tenía superadas. Cuando tantas veces hemos hablado ante unas cervezas sobre la eternidad, lo divino y lo humano y ambos coincidíamos en que no había nada después de la muerte, confieso que se me agolpan las preguntas y algunos interrogantes. No sé si hay o deja de haber algo más allá de la muerte, no tengo idea de si me puedes escuchar y ver. No sé si la eternidad existe o no, si hay otra vida como aseguran. No sé nada, no sé qué pensar y cómo decirte todo esto, ya que en su momento la carta quedó en el aire. Tantas cosas quedan incompletas que, cuando uno quiere retomar la estela se ha diluido. Tantas cosas deberíamos hacer que no tiene importancia cuando alguna se queda arrinconada. No sé.

Donde quiera que estés, como estés y si es que estás, nada es igual. Los seres que a lo largo de nuestra vida nos van dejando, nos marcan poco a poco. En una ocasión me comentaste algo al respecto, cuando había perdido a otro gran amigo. Ante mi dolor e impotencia afirmaste: "Mira, a cierta edad todos nuestros seres queridos son ya mayores y raro es el año que no nos deja alguno de ellos. Cuando somos pequeños, ellos son jóvenes y es difícil que ocurra eso, a no ser en un accidente". Y te quedaste tan pancho.

Llevabas razón. Casualidades de la vida, lo cierto es que uno no se repone de una herida cuando otra cornada atraviesa lo más íntimo del hombre, o quizá la herida es seca, no brota la sangre brutalmente porque la puntada venía presintiéndose, rozaba ténuemente la superficie, levantaba pizcas de miedo y angustia que hacía tragarse la saliva para no acelerar la apertura del abismo. Pero, sí, la cornada estaba cobijada para el momento decisivo y, quizá, no ha llegado a brotar ni una minúscula gota de sangre, ni de hiel, ni de lágrima furtiva, ni nada de eso. La resecación del pánico ante la soledad de otro amigo que te deja es más salvaje, el dolor más denso, el cierre más traumático, la nada más vacía.

Y desde ahora ¿con quién hablaré de Shakespeare, del Generalife, de nuestros clásicos...? ¿A quién a partir de hoy? ¿A quién enseñaré Venecia?. Sí, a ti, porque donde quiera que te encuentres o como estés haremos la visita a Venecia como teníamos proyectado.

Me seguirás y nos alejaremos de las rutas turísticas, callejearemos por el laberinto veneciano, te cogeré de un brazo para que no te despistes por el lío de calles, plazoletas y canalillos y verás otra Venecia, más apasionante. Comprenderás entonces por qué mi pasión por ese ensueño de realidad y fantasía. A Venecia hay que amarla como a una amante para disfrutar de ella hasta la extenuación. Igual que a una amante. Hay que recorrerla de arriba a bajo, como acaricias a la amante, hasta el último poro de su cuerpo. Y verás qué orgía de sensaciones.

Verás, iremos a la Piazza de San Giovanni y San Paolo pero, antes de entrar, en la esquina de la calleja que cruza el canalillo, nos tomaremos un vino de Treviso con los lugareños. En la Piazza, nos sentaremos en una terraza frente a la única estatua ecuestre de la ciudad. Es una obra formidable del maestro de Miguel Angel, Verrochio, "El Condyottiero", y, allí, nos deleitaremos con un "café fredo". Verás la otra Venecia en la taberna de Ca d'oro y tantas otras. Un vaporetto nos trasladará a la Isla de San Giorgio Maggiore, para contemplar desde el campanario de su iglesia la Venecia flotante en su océano lacustre; al atardecer, cuando el sol comienza a declinar y los últimos rayos se hunden en las aguas dorando su contorno. ¡Verás qué Venecia tan alejada de lo tópico! Comprenderás por qué esta alucinadora ciudad es mi pasión irrepetible, es mi amante incansable con su decadencia y agonía eterna. Pero no importa, a las amantes se las perdona casi todo y, a Venecia, también. ¿Y qué me dices de pasear sin rumbo y al cruzar un canal, acodarse en la barandilla del puente y escuchar el runrun del agua besando los muros, o la estela que deja a su paso una góndola o un vaporetto hasta que, poco a poco, vuelve a remansarse la vía acuática. Es todo un concierto de rumores, colores y aromas. Verás como no te exagero un ápice. ¡Qué pasión, qué locura y qué dolor no haber ido antes a emborracharnos de Venecia!

Nunca pasa nada, afirman muchos. Pero nada sigue igual. Nada sigue igual porque las circunstancias decrepitan al hombre en su fugaz paso por la eternidad del tiempo. Y hay momentos en que no puedes respirar, no sabes poner cara a la realidad que te abruma y te sientes tan ajado en el devenir de las cosas que no eres capaz de empuñar la espada de la voluntad y superar la adversidad. Pero no hay más remedio que seguir, porque nunca pasa nada, aunque uno esté muerto de asco, de rabia e impotencia por el amigo que no encuentra al llegar a su casa, o no escucha al marcar el teléfono. Nunca pasa nada, mientras uno vomita injusticia por el amigo ausente. Y dicen que nunca pasa nada. Quizá se han equivocado o yo he entendido mal, y es que casi nunca pasa nada, porque si se rompe el hilo de la amistad, si yo tiendo mi mano y no encuentro la tuya, algo pasa. Si llamo a una puerta en busca de cobijo a mi angustia y no se abre, algo pasa. ¡Que no me digan que todo sigue igual! No sé, pero creo que algo ha cambiado y que no me repitan que nunca pasa nada.

No sé cómo y cuando, sólo sé que un día nos encontraremos en mi amantísima Venecia, en mi Piazza de San Jiovanni y San Paolo, posiblemente más vieja, más decrépita y decadente, pero verás qué distinto es todo. Verás que diferente Venecia de su primera visita a ésta, porque siempre algo pasa, nada es igual, incluso Venecia me sorprenderá a mí mismo. Nada es igual, porque nosotros tampoco somos los mismos. No te preocupes si Venecia se hunde, yo te la mostraré. Esté o no, conocerás ese ensueño de la Gran Serenísima. Como siempre, algo pasa, puede desaparecer como tú, pero como ambos estáis en mí, no sé cuándo ni cómo, pero un día te enseñaré Venecia.

 

 

 

 
 
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