Madrid, julio de 2000
PRIVATE
Querido y viejo amigo don Antonio:
Al cabo de años mil y pico de ave, nos volvemos a ver con la palabra, si es cierto -como creo que lo es- lo que unos atribuyen a un tal Sócrates y otros a un tal Ben Jonson, a saber: Habla para que yo te vea. ¿Y qué mejor palabra que la hablada para comunicarnos? -he pensado-. Por eso, pues, aunque en principio el texto de mi carta lo conciba por escrito valiéndome del dócil ordenata (¡ay qué solas se quedan las máquinas!, lo mismo que los muertos becquerianos), al cabo la leeré, como quien ejecuta una partitura, frente al aparato grabador que enlate mi palabra y la conserve.
La verdad, con la selva de recuerdos que se agolpan ante mí cada vez que me dirijo a un viejo camarada, no sé por dónde empezar, pues la memoria, igual que un laberinto, carece de comienzo y de final. Veintitrés años van exactamente que nos vimos-oímos-contactamos la pasada ocasión; espero en Dios y en mi ánima no pasen otros tantos hasta la venidera. Fue el día de la boda del Cayarga -lo recuerdas, ¿verdad?-, que coincidía con la de su esposa, en cuya ceremonia tú tañiste el órgano, y yo también un poquito intentando dar forma -lo recuerdo- a un pasaje de la obertura rossiniana de Guillermo Tell.
Aunque hace varios meses que obraba en mi intención escribirte esta carta (u otra parecida), la pereza y la falta de tiempo para poderlo hacer holgadamente, han ido retardando mi propósito hasta hoy, 11 de julio, día de San Pío I, patrón de los polluelos y polluelas (incluidas las polluelas en vinagre), papa que viviò y murió en el s. II de nuestra era, cuando imagino que los santos padres y "zumos" pontífices eran un tanto apócrifos (dicho sea ahora que el clérigo Batuel -a quien Pedro Botero dé cobijo- no nos oye y no puede, por tanto, amenazarnos con una "galleta" -¿verdaz?-, que era como aquel clericeronte, hisopótamo, pulpitodáctilo, sotanoléptico y parroquidermo llamaba a las obleas u hostias no consagradas).
Suena en estos momentos por mi equipo (porque asì lo he dispuesto, por supuesto) uno de los cuatro cuartetos del danés Karl Nielsen, un músico para mí desconocido en los heroicos tiempos en que estudiábamos Historia de la música bajo la férula de nuestro dilecto (para ti acaso ma non troppo después de la judiada "sextetil") don Rafael Rodrigüez Albert, cuyo patrón, caso de ser creyente el buen señor, sería a buen seguro el cordobés Cristo de los Faroles. Pues bien, este músico danés me resulta agradable, y a fe que tengo muchas de sus obras, algunas deliciosas, otras curiosas y otras sencillamente simpáticas, como una ópera cómica titulada Maskarade. Con todo, ahí está, por encima de lo humano y rayando el umbral de lo divino, el gran Juansebastián Arroyo, del que pudiera decirse en latín macarronicoevangélico: Et Filius Dei Musica factus est, et Johannes Sebastianus nominatur.
Llevamos un verano muy liviano, hasta la fecha al menos, en Madrid. Hubo unos días tórridos en junio, que hacían el trabajo insoportable; pero por lo demás, miel sobre hojuelas, y toquemos madera. ¿Recuerdas, Don Antonio, la sahúna del maldito "dormitorio ocho", aquel infrahumano falansterio donde pernoctábamos, el mismo que en invierno se volvía en gélida cámara frigorífica, en la que pese a tal un servidor hacía la hombrada espartana -no sabía por qué ni para qué- de dormir con una sola sábana? O tempora, o mores, Lolaflores! ¿Recuerdas aquel conato de incendio a cuenta del dichoso frasco de benzol que, vertido en un lavabo y atizándole candela, armó la de Dios es Cristo, que no había manera de apagarlo, y menos arrojándole agua encima? ¡Señor, señor, qué tiempos! Menos mal que el colegio era un desastre y aunque hicieras una buena pifia, con un poco de suerte, nadie se enteraba. La verdad, bastante poco tarados hemos salido después de compartir nuestra existencia con toda aquella fauna de Batueles, Chales, Alfredosdíazdonates, Fernandillos, Aguados, Rincones, Carrasquillos, Marianosdelaspartes (verendas o pudendas) y otros cuantos especímenes de menor relieve.
Y a propósito de tu dilecto amigo el clérigo Batuel, recuerdo que el cabrón, allá por junio del 59, puso la cortapicha -como tantas otras veces- a que se transmitiera por nuestra doméstica emisora Radio Afán, una obrita del recién llorado dramaturgo, tu tocayo el señor Buero Vallejo: Las palabras en la arena. María lo recordará, pues ella hacía el rol de la Fenicia, mientras que este seguro servidor hacía el del sacerdote Joazar, de parca intervención; Adela Marimón, el de la adúltera Noemí, y Alejandro Baquer, el del marido, cornudo y asesino de la infiel; todos bajo la dirección de Emilio Gª Perillán. Recuerdo de memoria el comienzo de la obrita: Coge sólo seis o siete, los más granados; ¿me oyes, Fenicia? Pues nada, después de tener la pieza grabada, siendo Julio Corral el control de sonido, fue el clérigo Batuel y, ¡zás!, de un plumazo -¿verdaz?-, el invento a hacer gárgaras (o dicho en finolis, a tomar por colutorios). ¿Era por lo "inmoral" del breve drama, o porque su autor, el señor Cuero Pellejo, era comunista? En este último caso, es suponer al clérigo Batuel unos conocimientos que tal vez estuviese muy lejos de tener.
Y así, burla-burlando, hemos llegado ya al quinceno día de este benigno julio, día de San Enrique el Cojo, emperador, segundo de su nombre, de Alemania, que falleció en los umbrales de este segundo milenio que ya periclita. Son curiosos los alias de esa gente; a su homónimo predecesor, por ejemplo, le llamaban Enrique el Pajarero, que por cierto es un personaje que aparece en la ópera Tanhäuser... ¡Cuántos ríos de tinta habrán corrido a propósito de la cojera en relación con las hazañas fundacionales! Pero ésa es otra historia que no es para traída en esta carta. Lo cierto es que, en la vida cotidiana, los cojos, como tú y yo sabemos, tienen en general, no mala pata sino muy mala órdiga; o acaso se levanten con mal pie. ¿Recuerdas a aquel auxiliar que atendía por Álvaro, a quien más de una vez habrás remedado? ¡Qué mala leche, Dios, qué mala leche! Cojos hemos tenido en nuestro entorno, tales como el Tanagua de mi curso, o como aquel Marcelino el del kiosco de la esquina de la Habana con Mateo Inurria, que vendía tabaco, chucherías y hasta preservativos si me apuras, mercancía esta última que no tuvimos ocasión de comprobar por falta de materia en que aplicarla; nosotros, tan morigerados, que apenas si podíamos pecar contra el dichoso sexo mandamiento. Recuerdo que una vez en que el Miguelillo nos leía El lenguaje de los sueños, de Stekel, comentabas tú a la vista de la vida escabrosa de muchos soñantes: Comparados con ésos, nosotros llevamos una vida de ángeles.
¿Por qué recordaré estas chorradicas, que parecen futesas? Mejor no meneallo, don Antonio; porque eso es nuestra vida justamente: un cúmulo de diarias nimiedades que cobran su sentido gracias al recuerdo. Decía Óscar Wilde que quien vive el pasado no merece tener porvenir. Bueno, ¿y qué? Con todos los respetos hacia el ilustre escritor irlandosodomita, creo que los viejos amigos seguimos unidos por los vínculos contraídos en el pasado, que es lo que nos converge. No te voy a contar, por consiguiente, qué es lo que he hecho recientemente ni lo que pienso hacer en el futuro, puesto que eso tal vez te suene ajeno. Evitaré ponerme en plan filósofo barato; pero creo que a nuestros años, que a Dios gracias sobrepasan el listón del medio siglo, el momento presente es como el refrendo del pasado. La intensidad vital es tanto mayor cuanto más somos capaces de sumergirnos en nuestro anteayer sin que éste nos resulte nada extraño.
Acabo de escuchar una de las innumerables joyas de nuestro buen amigo Sebastián: la sonata para dos flautas y bajo continuo, BWV 1039, una de esas piezas por escuchar las cuales merece la pena vivir, a pesar de los pesares. Me decía una vez un amigo todo ufano: Acabo de comprarme un álbum con lo mejor de Bach; a lo que yo le contesté que eso era posible solamente si el álbum contenía un centenar de discos como mínimo, pues lo mejor de Bach en puridad es su obra completa. Menos mal que, en sus fusilamientos musicales, el churrasquerocriollo Caldo de los Ríos, con toda esa canalla matarife de los Ruiz Bobos y otros que tal bailan, le dejaron en paz a nuestro amigo.
Este viernes que viene me cojo las vacances chamartíneas. El domingo partimos, Deo volente, a la imperial Tarraco para darnos un voltio por sus alrededores artísticos. Recordaré mi época tortosí, pues mi primer destino de instituto, con plaza en propiedad, fue el de Tortosa, donde, por diversas circunstancias, no lo pasé muy bien; menos mal que el destierro duró un curso, pues al siguiente, gracias a la puntuación que me daba el título de doctor, y aunque justo rozando el poste, pude venirme a Madrid, bien que al penoso barrio de San Blas, donde permanecí once largos cursos, pero Madrid al cabo. Dado que la memoria, con el tiempo, tiende a seleccionar, de cada vivencia, los aspectos más gratificantes, así también las cosas de Tortosa que afluyen de ordinario a mi memoria, son a saber: el vinillo tintorro y peleón que había en cierta bodeguilla, los pasteles de manzana de la pastelería Pallarés, los chuletones de buey a la parrilla que me jalaba los sábados que me quedaba por allá, y en lo espiritual, el piazo catedral, con su claustro gótico, que no se la salta un gitano ni con pértiga, y los chavales y noias, que eran en general la mar de majos, y con los que yo me llevaba estupendamente a pesar del ambiente cuartelario y un tanto sórdido que el personal adulto se empeñaba en imponer en aquel centro. Decíame yo: ¡Ay que ver, estas pobres criaturas, tan encantadoras, los esfuerzos que hacen para llegar a ser tan gilipollas como sus profesores!...
Pues mutatis mutandis (o putatis putandis, como quieras), si puedo recordar sin traumatismos (sin nostalgias también, por de contado) la etapa juvenil chamartiniana de nuestro asilamiento y aislamiento entre los muros de la cegarrumbre, es ciertamente gracias a la música, puesto que como bálsamo suaviza los ásperos efectos que, sin duda, de otro modo traería su recuerdo. No deja de ofrecer su colorido el que quien más, quien menos de cuantos practicábamos su estudio -unos de forma seria (como tú), otros por expansión complementaria (como menda lerenda) y algunos por recurso al no servir quizá para otra cosa (como pudieran ser... mejor me callo)- estuviéramos un tanto pirandelos y majarabiques. Y por asociación, ¡mira tú al Basilín -alias Basilio-la-hostia-, cómo se lo ha montado el muy pillastre! Ese sí que se fue con la música a otra parte, dejando acaso el chelo por la Chelo.
Ya estamos a domingo, festividad de la Virgen del Carmen. ¡Jó, cómo pasa el tiempo, mamma mia! ¡Hay que ver la familia onomástica que han montado las Cármenes dichosas de siglo y medio a esta parte, con su constelación de Menchus, Mámenes, Carminas, Carmencitas, Maricármenes, Maicas, Carmelas y demás parientes, con la famosa Carmen merimea y la aún más famosa ópera bizetiana, sin olvidar la popular canción -rúmbala, rúmbala, rumba lá- que entonaba la alegre soldadesca de la última contienda interhispánica, y que la hemos cantado tantas veces como himno de protesta estudiantil. Recuerdo a este tenor una novela del ilustre señor Jardiel Poncela, titulada La tourné de Dios, al final de la cual vemos a una familia condolida por la muerte inminente de un pequeño. La madre suplica desconsolada: ¡Ay, sálvamelo, Virgen del Carmen. El marido la increpa: Pero, mujer, ¿cómo invocas a la Virgen del Carmen cuando está el mismo Dios entre nosotros? A lo que el Todopoderoso, con su infinita modestia, le ataja al hombre: Déjala, que ya sé que entre vosotros la Virgen del Carmen es más popular que yo. No sé si el pasaje es así exactamente, pero tampoco es cosa de comprobarlo, pues tendría que empezar por buscar el librico, ¿y a qué perder el tiempo con macanas? En cualquier caso, siempre cabe aducir aquello de: Se non è vero, almen è ben trovato.
En lo que concierne a mi quehacer en la enseñanza estatal, he pedido una licencia por estudios, valedera para el curso próximo en el caso de que me la concedan, para cambiar de tercio y descansar un año de las fatigas del aula. No es que tenga problemas personales con los chavales, pero es lo cierto que enseñar hoy en día es punto menos que imposible debido a que los "desinteresados" se niegan a aprender como Dios manda. Si es de hallar un culpable principal a todo este embolado del carajo, sería esa canalla político-pedagurria que ha parido el engendro de la LORSEN para imbecilizar a los rapaces a base de obligarlos a permanecer enjaulados en el aula (o enaulados en la jaula, como quieras) hasta sus 16 primaveras, lo que convierte al profesorado en un empleado de guardería para mozallones, sin los recursos adminiculares (látigo, fusta, etc.) de que al menos dispone un carcelero. Y lo malo de todo es que el cuerpo corrupto de los tícheres se está apercibiendo de ello ahora que el agua ya le llega al cuello y después de haber tragado complacido todas esas soflamas que la dichosa ley espurreaba para engaño de tontos, como hay tantos. Pero ahora, a buenas horas mangas verdes; o como dijo aquél, tarde piache. Como el curilla Arteaga nos decía cuando estaba cabreado molto assai, pudiera yo decirles a los chicos: ya estoy yo de ustedes hasta los mismísimos... no digo más que soy un... Tamayote... La verdad es que, con todo, no guardo mal recuerdo del curilla yeyé -¡cheeeee!-, pues sobre estar como una regadera y tener sus puntillas de cleptómano, era simpaticote y buena gente. Al pobre hombre le debieron de meter con calzador allá en el seminario chalesiano, cuando probablemente maldita la vocación que sentiría. Creo que el diablo de la irreverencia le tentaba por dentro a todas horas, puesto que el buen curilla venía a ser un blasfemo encubierto, verbi desgratia cuando, al llevar un auxiliar a su presencia a un alumno que había blasfemado en alta voz, saltaba el Juanjo Arteaga alborozado: ¡No, si aquí unos dicen mecagoenlahostia, otros mecagoendiós, y viva la madre superiora! Cierto Sábado de Gloria entró en el comedor sin ton ni son para decir: Chs, señores, tengan en cuenta que estamos en Semanasanta, que ha muerto Nuestro Señor Jesucristo, que no es ningún cura gordo; así es que, por favor, no vayan cantando por ahí "Ya se murió el burro", chs, y tal.
Bueno, por esta vez, no te entretengo más. Como puedes ver, apenas te he contado nada de mí ni de mi gente; para otra vez será... No sé qué va a pasar en este Centro a partir del curso próximo, pues ya no va a impartirse el cuchillerato. Se nos han ido los Zimancas, los Sorianos, los Sires (por citar a mozos que tú conoces) y algunos otros más con quienes uno podía hablar. A este paso, sólo van a quedarnos los que otrora hubiesen formado las huestes del sufrido don Facundo. Que Dios nos pille confesados... Y para terminar, te ofrezco una pijadica que escribí hace tiempo, una especie de sketch o breve escena costumbrista, que a nadie dice nada salvo a los que conocimos aquel ambientillo.
LO QUE NO HAY DE BUENA VOZ SE SUPLE CON BUENAS VOCES
El pequeño Artiguillas y otras hierbas -gafitas con montura de metal sobre carita de guapín lampiño, pantaloncín ceñido por detrás, suéter arremangado hasta los codos cantándole la fina sobaquina- era un inolvidable cuidador, por los heroicos años quincuagésimos, de un colegio de rancia cegarrumbre, sito en lo que formaba a la sazón un rústico confín chamartinesco (Chamartín de la Rosa, el municipio hogaño anexionado a los Madriles). Condenado a mirar siempre hacia arriba desde su irremediable bajitud tasable en cinco pies y poco pico, iba sacando pecho a troche y moche, blasonando de macho el buen muchacho (aunque él, en su lugar, pronunciaría "mayo", "muyayo", "cayo", o "mamarrayo", cual si fuese de estirpe canariota, cuando era de Aragón la más famosa). El Artiguillas no era mal "muyayo", con todo y sus frecuentes berrinchinas, que no eran sino fuego de virutas que al pronto se extinguía sin secuelas. (Leyendo yo el Don Juan de Marañón unos años después, comprendería el perfil psicológico del "mayo" por su similitud y paralelo con el del Conde de Villamediana, señor que funcionaba a pluma y pelo. Espero en Dios y en mi ánima, no obstante, no tenga el Artiguillas, por su mal, el trágico final de Juan de Tassis.)
En el colegio aquel, Andrés Tesoro era un pintoresquísimo "anormal" (como se les llamaba por entonces a los que hoy, con hipócrita eufemismo, los denominarían especiales los expertos taxónomos del ramo), pupilo del paciente don Facundo (déle Dios galardón, ¡santo varón!, por su labor de maestro paternal). Eran tiempos cuando los "anormales" tenían su color y su carácter, y formaban un clan en toda regla, con su líder y su lugarteniente, con sus rancias costumbres y su código. Era Tesoro el capo de su clan y aventajaba a todos por sus dotes: imitaba a Juanito Valderrama con alarde de quiebros y matices; armonizaba a tres y a cuatro voces las canciones de moda armonizables para entonarlas él y sus colegas; leía en Braille a ritmo respetable, tenía una memoria sorprendente y sabía de historia y religión cosas que no cualquiera conocía. Acostumbraba obrar por la capilla cuando tan sólo Dios podía oírle, llevándose consigo a sus congéneres, y allí rezaban todos de consuno por las causas más chuscas y chocantes: porque no falte el pan en Chafarinas, por los infieles de África y América, porque tenga salud el Santo Padre, porque den chocolate los domingos, porque gane el Atlétic de Bilbao, porque en Santa Lucía haya bebidas, porque tal o cual madre no blasfeme... El muchacho oscilaba en sus pasiones, con un ritmo binario y pendular, entre la compulsión masturbatoria y el "perdóname-padre" más patético, de hinojos sobre el duro embaldosado y con golpes de pecho articulantes del contrito decir de su plegaria.
La Pasión del Señor de aquellos años dejaba a la cieguidia colegial franca de obligaciones escolares, moviéndose a sus anchas y avalanchas por las vastas calígines del ocio, quitando los oficios de capilla -largos, pesados, lánguidos, mortíferos...- con que el cura Batuel -¡que Dios confunda!- flagelaba a su grey martirizada.
Fruto de sus lecturas perniciosas, Tesoro dio en el naipe de investirse de la fiera figura del caudillo más aguerrido que parió Cartago para castigo de la altiva Roma. --Soy Aníbal -clamaba Andrés Tesoro henchido de arrogante convicción-, y si hay un vil romano que se atreva a ser conmigo en singular batalla, sepa que acá le aguardo y desafío.
Enfrascado en tan terne soliloquio, no le pasó por alto, sin embargo, que andaba por su vera el Artiguillas: --¡Hombre, señor Artigas -increpóle-; usted tampoco es más que un vil romano! --¡Anda, bobo, ¿qué dices de romano?
--¡Toma, pues lo que digo, la verdad!: que usted no es más que un mísero romano, y que conmigo se ande con cuidado, porque yo soy Aníbal, que se entere.
--¡Pero, muyayo, mira que eres tonto! --¿Tonto? ¡Ya! Lo que pasa es que se pica porque yo soy Aníbal nada menos, mientras que usted no es más que un vil romano. Recuerde las palizas que les dimos: Trebia, Tesino...
--Mira, Tesoro, mayo; no te doy un sopapo, que te conste, porque me inspiras lástima, ¿te enteras? ¡Pero, ojo, no me tientes, no me tientes!
--Pues mire, en cambio a mi me dan más lástima los míseros romanos como usted. Trebia, Tesino... --¡Pero quieres callarte, so anormal, y dejar de soltar esas chorradas! --¡Cómo puede llamar usted chorradas a tantas zurras como les metimos! Pues recuérdelo bien, señor Artigas: Trebia, Tesino, Trasimeno y Cannas.
--Sí, pero ¿tú no sabes, so ignorante, que luego Roma derrotó a Cartago y la dejó destruida para siempre? Delenda est Carthago, no lo olvides.
--Pues yo le digo a usted que soy Aníbal, y a mí no me venció ningún romano. Si no, dígame, a ver quién fue ese guapo?
Con el juicio incompleto, y el cabreo macabeo pegado a los talones, se fue el pequeño Artigas en un vuelo a la clase de cuarto con reválida del plan-rapataplán-cincuenta-y-tres (plan concebido en plena dictadura del bárbaro franquismo con el fin de que sólo unos pocos estudiaran aquel cuchillerato elemental que confería el título de Don, a diferencia de estos nuevos planes que han democratizado la ignorancia en pro del bienestar social y tal).
--Santos -dícele el "mayo" al archivero-; anda, ¿quieres dejarme el libro en tinta de Historia un momentico, por favor?
Con nervioso y crispado movimiento, el pequeño Artiguillas pasa páginas, hojea, ojea, lee, balbucea, escudriña, ¡ya está!, ¡por fin!, ¡eureka!, y vuelve in continenti en pos de Aníbal. --¿Qué pasa, Tesorico, qué me dices? Seguirás siendo Aníbal, ¿no es así?
--¡Hombre, cómo lo sabe el vil romano! Trebia, Tesino, Trasimeno y Cannas. El pequeño Artiguillas "hinya el peyo" y, la mano en el hombro del rival, dice en tono triunfal y sonrisueño con aire de quien canta las diez últimas: --Oye, cartaginés, pero al final, ¿quién venció en la batalla de Zama, eh?
Quedóse desalado el pobre Aníbal; y como un viejo Bilbo que perdiera el codiciado anillo de los hobbits, exclamó desolado: "¡Maldición!" Y el pequeño Artiguillas remataba con sonrisa de púgil vencedor:
--¿Sabes lo que te digo, Tesorico? Que si tú eres Aníbal, fíjate, yo soy Publio Escipión el Africano. ¡Toma!, ¿qué te parece?
--¡Maldición! Llegado el nuevo día, hacia las nueve, día de Viernes Santo, y encontrándose reunida la cieguidia colegial de pie en el comedor (o refectorio), próxima a manducar con avidez la frugal colación del desayuno, no sin antes soltar la bendición a cargo de un alumno que al efecto designaba un cuidador en cada caso, el pequeño Artiguillas sacó "peyo" y al cabo se arrancó con vozarrín de sargento en octava sobreaguda (puesto que lo que no hay de buena voz se suple a poder ser con buenas voces):
--¡Aníbal, anda, reza!
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Bueno, mi viejo amigo don Antonio; para otro día más. Ahora que el "Don" se ha apeado casi por completo de todo tratamiento, habrá que emplearlo con valor afectivo... Pues a lo dicho. Saludos en casa, y tú recibe un fuerte abrazo de tu viejo amigo y amigo casi viejo pero bien:
FERMÍN.