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  El Ciego y la Trompeta (Iván Madden)
 

 

 

El Ciego y la Trompeta

Iván Madden

Todavía el ritmo de los samples marcaba las secuencias en mi pecho, y los dedos me dolían de tanto tocar el viento. Los gritos y los aplausos de la gente eran placebos para mí. Sí, habíamos gustado otra noche más. Matt, Mo Bee y Gordon estaban conformes con la banda. Todos me creían el mejor, y lo era, pero me faltaba algo. Metí la trompeta en el estuche, tiré el disfraz brillante en el camerino y enfilé por el pasillo hacia la salida que daba al callejón.

Al abrir el portón, una ráfaga de aire me quemó la cara y me acomodó a su antojo el pelo en mechones. Miré para uno y otro lado de la calle; no había nadie. Arriba un cielo barroso enmantaba la ciudad. Caminé hasta la esquina y giré hacia la entrada del subte que se avistaba a pocos metros. Mientras bajaba por las escaleras sentía el sudor impregnado en el pantalón y en la camisa. Me pregunté si el ciego aun estaría en el túnel. Avancé unos pasos y después sólo tuve que seguir el sonido hiriente que traía la brisa. La anestesia de los aplausos ya no tenía efecto. La trompeta del ciego sonaba como ninguna otra. Estábamos solos él, la música y yo. El silencio de fondo hacía de armonía y de testigo.

En cuanto empecé a acercarme dejó de tocar y colocó el instrumento sobre un paño aterciopelado para apoyarlo en la banqueta de madera que tenía a su lado. Aunque estaba encorvado y de lejos parecía más bajo, era por lo menos de mi estatura; Me arrimé para hablarle pero antes de que pudiera emitir palabra agarró el bronce y me dijo:

-¿Venís por esto?

-Sí -contesté sorprendido-. Quisiera comprársela, le pagaría con mi trompeta o con la suma que usted diga.

El ciego hizo una pausa que pareció interminable.

-No sé si la quiero vender, en realidad no se trata de dinero.

-Yo haría cualquier cosa por conseguirla -le dije casi sin pensarlo.

-¿Cualquier cosa? -replicó el ciego.

Ambos quedamos callados en el corredor desolado. El ciego se agachó, quedando en cuclillas, y empezó a bajar la cabeza. Tenía la nuca gruesa y el pelo al ras. Introdujo la trompeta en el estuche, se puso de pie y enfocó los anteojos espejados en mis ojos, como si pudiera verme. Después, extendiendo los brazos, me dio el estuche con el instrumento adentro y yo le entregué el mío. Saqué toda la plata que tenía encima y se la quise dar; pero la rechazó y se le hizo una mueca de satisfacción. El ciego se fue para un lado del pasillo. Yo arranqué para el otro aferrando el estuche bajo mi brazo. Apenas había dado unos pasos cuando miré para atrás; él ya no estaba. El silencio era absoluto, ideal para probar la trompeta. Abrí el estuche y tomé el bronce. Los sonidos empezaron a fluir desde mi tórax haciéndose música en el aire. Sentí la comunión con el instrumento, que se había hecho parte de mí, pero comencé a notar que el pasillo se oscurecía. Miré para ambos extremos y no pude ver las salidas. El corredor parecía no tener fin, y la negrura creciente me obligó a recostarme contra la pared. Pero la trompeta estaba ahí, conmigo, y nada iba a impedir que su encanto, desde mis manos, saliera a la luz. Cerré los ojos y deslicé mis dedos por todas las escalas posibles consiguiendo melodías que jamás habían sido interpretadas. Cuando volví a abrir los ojos ya no pude ver nada. A tientas avancé hasta toparme con la banqueta de madera y con los anteojos espejados que el ciego había dejado. La banqueta era cómoda y los anteojos estaban hechos a mi medida. Pero eso no importaba. Pegué otra vez los labios al instrumento y dejé que desde mi plenitud los sonidos fluyeran hacia la luminosidad.

 

 

 
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