Como cada sábado, hacia las tres de la tarde, Louis esperaba, impaciente, la visita de Jean.
Louis y Jean eran muy buenos amigos, y a ambos chicos les gustaba pasar las tardes de los sábados leyendo y hablando de las aventuras de sus héroes literarios.
Pero aquella tarde, alrededor de las tres y media, Louis oyó que alguien lo llamaba desde la calle:
-¡Louis!... ¡Eh, Louis!
Louis abrió los postigos de la ventana de su habitación y, asomando la cabeza, preguntó:
-¿Qué hay, Jacques?
Jacques, sorprendido, y mirándoselo con cara de incrédulo, exclamó, admirado:
-¡Toma! Me has conocido por la voz, ¿verdad, Louis?
Algo enfadado por tener que responder a aquel tipo de preguntas tan absurdas, Louis, cargándose de paciencia, contestó:
-Sí, hombre, sí; ¡por supuesto que te he conocido por la voz! ¿O crees tú que los ciegos conocemos a la gente por el número de zapato que calza?... ¡Va, dime!, ¿qué quieres?
Aunque no había acabado de entender demasiado bien qué había querido decir Louis con aquellas palabras, Jacques pensó que lo mejor que podía hacer era ir al grano y, algo envarado por el hecho de hablar con alguien que lo miraba pero no lo veía, dijo a Louis:
-Pues... Es que me he encontrado con Jean y me ha pedido que viniera a decirte que hoy no lo esperes, que no podrá venir porque ha de ir a ayudar a su padre en el huerto.
Mientras oía aquellas palabras, Louis sentía que se le helaba el alma como si le hubieran echado encima un cubo de agua fría.
Había estado toda la semana esperando con ilusión que llegara el sábado por la tarde, y ahora, ¡pse!: en un abrir y cerrar de ojos, todos sus planes se iban al garete.
"¡Ya es mala suerte, ya!", pensó, disgustado, Louis, a la vez que, sin poder disimular su decepción, dijo a Jacques:
-Gracias...
-¡De nada, hombre! -le contestó éste.
De sopetón, a Louis se le ocurrió proponer:
-Escucha una cosa, Jacques: ¿Por qué no subes a mi casa y hablamos un ratito?
Jacques se quedó petrificado, y le costó lo suyo poder contestar:
-¿Quién? ¿Yo?... ¡Uy, no, no! ¡No puedo! ¡De verdad que no puedo! Y no creas que te lo digo por decir, ¿eh?... Me sabe mal, pero es que tengo mucho trabajo... ¡Adiós, Louis! ¡Ya nos veremos! ¡Ay, perdona! Quería decir que ya nos... Bueno, ¡adiós, Louis!
Dicho esto, Jacques salió a toda prisa.
Cerrando los postigos de la ventana, Louis no pudo dejar de pensar:
"¡Pobre Jacques! Se cree que me tengo que enfadar porque me ha dicho que ya nos veremos. Como si a los ciegos se nos tuviera que decir: "Hasta que nos volvamos a oír"."
Un poco enfadado, algo decepcionado, pero a pesar de todo sonriente por aquella ocurrencia, Louis, solo en su habitación, no paraba de pensar:
"¡Qué sábado tan malo! Ya, para empezar, he llegado tarde a clase; he recitado mal la lección y ahora, para acabar de arreglarlo, ¡Jean no puede venir! ¡Me tendré que esperar toda una semana! ¡Y una semana son siete días! ¡Y siete días tardan SIETE días en pasar!... ¡Para tener un día tan malo como el que he tenido hoy, no merecía la pena ni levantarse de la cama!"
Louis, desanimado, se acercó a la estantería; cogió al azar un libro, se acercó a la mesa, se sentó en la silla y abrió el libro.
Maquinalmente, Louis iba pasando muy despacito las hojas de aquel libro, acariciando suavemente una a una las páginas, como si, con aquel gesto, quisiera mostrar la impotencia y la frustración que sentía por no poder llegar a las palabras impresas, palabras impresas a las cuales tan solo tenía acceso los sábados por la tarde cuando Jean se las leía. Y aunque hoy era sábado, y aunque era la tarde del sábado, y aunque...
Preocupado como estaba, Louis ni se dio cuenta que, desde hacía rato y rato, iba resiguiendo con su dedo un bultito que había en una de las páginas del libro.
De repente, se asustó cuando oyó una vocecita que gritaba:
-¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Basta, basta, por favor! ¡Que me haces cosquillas!
-¿Quién es? ¿Quién hay? -preguntó sobrecogido, Louis.
-¡Soy yo!: ¡el puntito! -contestó la vocecita. -¿El puntito? ¿Qué puntito? -quiso saber Louis.
-¿Qué puntito ha de ser?, ¡toma éste! ¡El puntito que tienes bajo el dedo! -contestó, encolerizada, la vocecita.
Louis, admirado, levantó el dedo de encima del bultito del libro a la vez que preguntaba:
-¿Y cómo es que puedes hablar si tan solo eres un bultito?
Indignadísimo, el bultito le replicó:
-¡Eh, eh, chico! Un poco de respeto, ¿eh? Haz el favor de no llamarme "bultito ", ¿de acuerdo? ¿O quizá a ti te gustaría que yo te llamara "dedazo"?
Como Louis no atinaba a contestar, el bultito (¡ay, perdón!, quería decir el puntito) continuó diciendo:
-Y, en lo referente a tu pregunta, he de decirte que si los puntitos como yo normalmente no hablamos es porque nos vemos obligados a ser discretos.
-¿Y por qué? -quiso saber Louis.
El puntito bajó la voz y, en un tono entre misterioso y confidencial, respondió a Louis.
-Porque la gente, en cuanto nos ve, nos aplasta.
-¿Qué significa que la gente os aplasta? -preguntó, intrigado, Louis.
-Quiero decir que nos chafa. Se ve que no les caemos demasiado bien porque, según dicen, un puntito hace feo -acabó de explicar el puntito.
Louis, volviendo a reseguir con el dedo aquel extraño personaje, le dijo:
-¡Pues a mí no me pareces en absoluto feo! Todo lo contrario, eres todo redondito y...
Louis no pudo acabar de explicarse porque el puntito volvía a partirse de risa:
-¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Para, para, por favor! ¡Que me haces cosquillas!
Justamente en aquel instante, Louis oyó que otras vocecitas, que también salían del libro, preguntaban:
-¿Qué te pasa, Punto Cuatro? ¿Estás en peligro?
-¡No, no! -contestó, rehaciéndose, el puntito-. No estoy en peligro, no. ¡Es este "dedazo", que me hace cosquillas!
-¡Ah! -exclamó Louis-: Es decir, que yo a ti no te puedo llamar "bultito" y, en cambio, tú a mí sí que me puedes llamar "dedazo", ¿verdad?
Con mayor picardía, el puntito le replicó:
-¡Hombre!, ¿y cómo quieres que te llame si aún no te has presentado?
Louis sonrió..., y se presentó:
-¡Hola! Me llamo Louis. Nací en Coupvray y, cuando tenía tres años, en el pequeño taller de mi padre, que era zapatero...
Pero el puntito no permitió que continuara:
-¡Eh, eh, chico! ¡Presentarse no significa que debas explicarnos tu vida!
Louis admitió que el puntito tenía razón y, como anhelaba conocer más cosas sobre ellos, les preguntó:
-¿Y vosotros quiénes sois?
El puntito le respondió:
-Mis amigos y yo somos seis puntos que vivimos en este libro. Como somos muy iguales nos llamamos Punto Uno, Punto Dos, Punto Tres, Punto Cuatro (que soy yo), Punto Cinco y Punto Seis.
Louis los fue acariciando uno a uno y, mientras lo hacía, comprobó que ninguno de ellos podía contener la risa: ¡los seis tenían cosquillas!
No hace falta asegurar que, desde aquel día, los seis puntos y Louis se hicieron muy pero que muy amigos. Juntos se divertían muchísimo: cantaban, se explicaban rondallas, jugaban...
Lo que más les divertía era jugar al escondite: los seis puntos usaban para esconderse las páginas del libro y Louis los tenía que encontrar y saber cuál de los seis era el que había atrapado.
Al principio, como los seis puntos eran tan iguales, a Louis le costaba distinguirlos. Pero a medida que iban pasando los días, los reconocía en cuanto los tenía bajo su dedo:
-¡Ya te tengo! ¡Ya te tengo! ¡Ya te he atrapado! ¡Tú eres el punto... Cinco!
-¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Sí, sí! ¡Pero basta, por favor, basta! ¡Qué me haces cosquillas!
Un día, el padre de Louis entró en la habitación del chico en busca de unos papeles que había perdido y que no encontraba por ningún sitio.
Cuando el hombre entró en la habitación y se encontró con su hijo que hablaba y reía "solo", sorprendido, exclamó:
-¡Caramba, Louis! ¿Se puede saber con quién hablas?
Muy azorado, Louis tan solo pudo articular:
-¿Quién?... ¿Yo?...
El padre de Louis, mirando hasta los más recónditos rincones de la habitación, le contestó:
-¡Sí, sí; tú! ¡Yo no veo a nadie más aquí! ¡Dime! ¿Cómo es que hablabas y reías solo? ¿Es que quizá te has vuelto loco?
Louis estuvo a punto de contar a su padre quiénes eran los seis puntos, pero reaccionó a tiempo y no lo hizo porque recordó las palabras que le había dicho el Punto Cuatro el día que se conocieron: "Hemos de ser discretos porque la gente, cuando nos ve, nos aplasta. Dicen que afeamos".
Por esta razón Louis optó por inventarse una mentira:
-Es que..., recordaba un chiste que me han contado esta mañana, y como me ha hecho tanta gracia...
La historia no nos explica si el padre de
Louis se lo creyó o no, pero lo cierto es que, a partir de aquel día, Louis y los seis puntos decidieron extremar las precauciones, no fuera caso que la gente pensara que el chico, como hablaba "solo", se había vuelto loco y lo encerraran en un manicomio (pensad que eso pasó alrededor del año 1820, y que en aquella época no tenían demasiadas dudas a la hora de mandar a alguien al manicomio).
No había transcurrido aún un mes de este acontecimiento cuando, una tarde, Louis entró en su habitación con la intención de jugar y hablar un ratito, como hacía todos los días, con los seis puntos.
Asegurándose de que no había moros en la costa, el chico corrió a abrir el libro y llamó en voz baja a sus amigos:
-¡Eh, puntos! ¡Ya podéis salir!
A medida que los seis puntos fueron apareciendo, se colocaron en dos hileras de tres.
-¡Toma! -se extrañó Louis-, ¿qué hacéis alineados así?
Como fue el Punto Cuatro el primero que hizo amistad con Louis, siempre era él quien hacía de portavoz de los seis puntos y, en esta ocasión, adoptando un tono de gran seriedad, comenzó a decir:
-Escucha, Louis: tenemos que hablar contigo.
Un poco sorprendido por el tono con que el Punto Cuatro había dicho aquellas palabras, Louis preguntó, extrañado:
-¿Qué os pasa?
-¡No nos pasa nada! -le contestó, solemne, el Punto Cuatro-. Sin embargo, creemos que ya ha llegado el momento de buscar una solución.
Louis, que no tenía ni la más remota idea de adónde quería ir a parar el Punto Cuatro, volvió a preguntar, impaciente:
-¿Y qué tenemos que hacer?
El Punto Cuatro, abandonando el tono de solemnidad con el que había hablado hasta aquel momento, comenzó a explicar:
-Mira, Louis: no podemos continuar viviendo siempre con el ay en el cuerpo... Que si atención que oigo pasos, que si me ha parecido oír una voz, que si procuremos no reír tan fuerte, que si...
-Sí, tienes razón; todo esto es bastante desagradable -admitió el chico.
-Pues por eso mismo, Louis; para evitar estas desagradables situaciones, hemos tenido una ocurrencia: ¡hablar contigo sin que tengamos que decir ni palabra!
-¿Hablar sin decirnos palabra?... ¡No lo entiendo! -soltó, con toda sinceridad, Louis.
-Sí, hombre, sí; es mucho más sencillo de lo que tú crees -dijo, pacientemente, el Punto Cuatro-. Tú, Louis, nos conoces a los seis a la perfección, ¿verdad?
Louis asintió con la cabeza.
-Pues bien -continuó explicándose el Punto Cuatro-, a partir de ahora, nosotros nos colocaremos bajo tu dedo de maneras diferentes. Así, cuando te encuentres con el Punto Uno solo querrá decir que es la letra a; si los que te encuentras son los Puntos Uno y, debajo, el Dos, será la letra b...
Louis, no pudiendo contenerse, exclamó, admirado:
-¡Ah!, ¡ya lo entiendo! ¡Será una especie de alfabeto!
-¡Cómo que una "especie" de alfabeto? -le replicó, con aires de ofendido, el Punto Cuatro-: ¡será un alfabeto con todos sus requisitos!
A continuación, los puntos fueron colocándose en las diferentes posiciones y fueron formando aquel nuevo alfabeto.
Una vez terminado todo el alfabeto, los puntos, como eran un poco sabihondos, formaron la siguiente frase para comprobar que Louis lo había entendido:
(¿Cómo te llamas?)
-Louis. Me llamo Louis Braille -respondió, muy satisfecho, el chico.
Aunque la historia no nos cuenta cuánto tiempo el joven Louis Braille mantuvo en secreto su amistad con los seis puntos, parece más que probable que a quien se lo confió antes fue a su gran amigo: a Jean.
Y seguramente lo hizo un sábado; un sábado por la tarde, alrededor de las tres y media, cuando Jean le leía en voz alta uno de aquellos libros de aventuras que tanto les gustaba a los dos:
-"... ¡No hagáis caso, señor!" -leía en voz alta Jean-. "Han sido los traidores quienes..."
-Perdóname un momento -dijo, interrumpiendo la lectura, Louis-: si te cuento un secreto, ¿me prometes que no se lo dirás a nadie?
Jean, sorprendido, levantó los ojos del libro que estaba leyendo para mirar a Louis y contestarle, con toda naturalidad:
-Sí... ¡Claro está!
-Pero no es un secreto cualquiera, ¿eh? -insistió Louis.
Jean, adoptando un gesto ceremonioso, levantó la mano derecha y, divertido, dijo, solemne:
-Prometo por mi honor, por mi gato Massífurus y por mi rana Catalina que de ésta mi boca no saldrá ni una sola palabra del gran secreto que mi amigo Louis Braille me confiará.
Louis se levantó y se encaminó hacia la puerta para tener la certeza de que estaba bien cerrada. A continuación, se acercó a la estantería, cogió el libro donde vivían los seis puntos y, con todo el cuidado y la parsimonia que merecía un momento como aquel, colocó el libro sobre la mesa.
Jean, sin poder disimular su impaciencia ante tanto misterio, exclamó:
-¡Venga, Louis! ¡Empieza de una vez por todas!
Louis ya no se demoró más y, acariciando las cubiertas del libro, empezó a explicarse:
-Mira, Jean: aquí dentro viven unos amigos míos. Son seis puntos...
-¿Qué dices que son? -lo interrumpió, sorprendido, Jean.
-Seis puntos -volvió a decir Louis, con toda la naturalidad del mundo.
Jean, que no entendía nada de nada, preguntó, perplejo:
-Pero, Louis... ¿Cómo es posible que seis puntos vivan dentro de un libro?
Louis pensó que lo mejor que podía hacer era dejar a un lado las explicaciones e ir directamente al grano. Por consiguiente, abriendo el libro, llamó en voz baja:
-¡Eh! ¡Puntos!... ¡No hay moros en la costa!
Los seis puntos no se hicieron esperar:
-¡Hola, Louis!
-¿Qué tal, Louis?
-¡Eh, Louis! -¿Cómo va eso, Louis? -¿A qué jugaremos hoy, Louis? Louis los fue tocando y saludando de uno en uno: -¡Hola, Punto tres!... ¿Cómo va esa garganta, Punto Seis?... ¡Hola, Punto Cinco!... ¿Has dormido mejor, hoy, Punto Dos?... ¿Qué hay, Punto Uno?... ¿Y el Punto Cuatro?... ¿Dónde se ha metido el Punto Cuatro?
-¡Aún duerme! Voy a buscarlo -contestó el Punto Dos.
¿Podéis llegar a imaginaros la cara que puso Jean ante aquella escena?... ¿Sí?... Pues bien, seguro que os habéis quedado cortos porque, cuando el amigo de Louis intentó articular palabra, se dio cuenta que tenía la boca abierta de par en par y, claro está, lo primero que tuvo que hacer fue cerrarla. Pero una vez lo consiguió, por más y más esfuerzos que hizo, de ninguna de las maneras pudo volver a abrirla. Además, al pobre Jean le asaltó un picor tan frenético por todo el cuerpo, que no sabía por donde empezar a rascarse: si por la planta del pie o por la punta del cabello más elevado de la mollera.
Louis, que no había reparado en el estado de ánimo de su amigo, comenzó a explicarle:
-Estos son los amigos de los cuales te hablaba, Jean: ¡los Seis Puntos! Ahora el Punto Dos ha ido a buscar al Punto Cuatro -y, susurrando, le confió, divertido-: es un poco dormilón, el Punto Cuatro... Y un poco cascarrabias.
-¿Quién es un dormilón, eh?... ¿Quién es un cascarrabias? -oyeron que refunfuñaba el Punto Cuatro, el cual precisamente en aquel instante salía de entre las páginas del libro frotándose los ojos y haciendo auténticos esfuerzos para intentar disimular un bostezo.
-¡Ahora sí que ya están todos, Jean! -exclamó, feliz, Louis.
Jean, haciendo un gran esfuerzo, consiguió decir con un hilo de voz:
-¡L... L... Louis... Tienes... un libro que habla!
El Punto Cuatro, aunque vio que Jean
estaba turbado, no pudo dejar de decirle:
-¡Ah! ¡Para que después digan que soy yo quien duerme! ¡Un libro que habla!... ¡Qué ocurrencias!
-No, no es el libro quien habla -intervino Louis-: las voces que oyes son las de los puntos que viven dentro. ¡Míralos, acércate, que te los presentaré!
Jean se acercó a las páginas de aquel libro y cuando vio allí a los seis puntos, asustadísimo, preguntó a su amigo:
-Louis... ¿Estos bultitos tienen vida?
Y, claro está, vuelta a empezar:
-¡Qué manía con los bultitos! -se quejó, encolerizado, el Punto Cuatro- ¿No te acaba de explicar Louis que somos puntos?
-Sssí... -pudo contestar Jean.
-Pues, puñeta, ¿quieres explicarnos por qué razón nos insultas llamándonos bultitos? -le replicó, enfurecido, el Punto Cuatro.
Louis tuvo que volver a intervenir:
-¡Por favor, Punto Cuatro, no te enfades con Jean! Él no te lo ha dicho con mala fe.
Cambiando rápidamente de tono, el Punto Cuatro preguntó al chico:
-¡Ah! ¿Tú eres Jean?
-Sí, para servirles -contestó éste.
-Louis nos ha hablado mucho de ti -le hizo saber el Punto Dos.
-¡Mucho, y bien! -añadió el Punto Tres.
-¿Y ya te ha contado su magnífica idea? -le preguntó el Punto Cinco.
-¿Idea?... No... ¿Qué idea? -quiso saber Jean.
-¡Mira que sois impacientes, eh! -rió, divertido, Louis.
Jean, cada vez más desconcertado ante aquella situación tan extraña, ya no pudo más y, alzando la voz, pidió:
-¿Alguno de vosotros quiere hacer el favor de explicarme de una vez qué es lo que está pasando aquí?
Louis calmó de inmediato a su amigo y se disculpó:
-¡Perdona Jean! Ahora mismo te lo explicaré todo desde el principio.
Una vez Louis hubo explicado detalladamente a su amigo Jean cómo había conocido a los puntos y cómo se las habían ingeniado para hacer aquel nuevo alfabeto que se podía leer con los dedos, Jean exclamó, admirado:
-¡Lo que me estás contando es fantástico, Louis!
Louis, satisfecho, añadió:
-Pues lo que te explicaré ahora, aún es más fantástico: ¡he pensado que si yo puedo leer con los dedos este alfabeto, los demás ciegos también podrán hacerlo!
-¿Y cómo? -le preguntó Jean.
Louis se levantó, fue hacia la mesa, sacó una hoja de papel un poco más gruesa de lo normal y un punzón.
-Mira, Jean -siguió explicando Louis-: con este punzón puedo hacer en el papel puntos del tamaño de mis amigos...
Entusiasmado, el Punto Cuatro dijo:
-Sólo del tamaño, ¿eh?, porque de la calidad...
Todos se rieron de la fanfarronada del Punto Cuatro y Louis confirmó diciendo:
-Pues bien: si combinando los puntos
se pueden formar todas las letras del alfabeto, solamente será necesario que la gente lo aprenda y los ciegos podrán leer con los dedos los mismos libros que los videntes...
Tal y como os podéis imaginar, Jean quiso aprender de inmediato aquel nuevo alfabeto, y tan solo necesitó una semana para conseguir memorizarlo... ¡Y eso que lo estudiaba a ratitos!
A partir de entonces, cada sábado, hacia las tres de la tarde, Jean llevaba a su amigo páginas y páginas que había copiado de los libros que tanto les gustaban, páginas escritas en aquel sistema que se podía leer con los dedos.
Un día, muy probablemente un sábado por la tarde, pasadas las tres, Louis oyó que alguien lo llamaba desde la calle:
-¡Louis! ¡Eh, Louis!
Louis abrió los postigos de la ventana de su habitación y, asomando la cabeza, preguntó:
-¿Qué hay, Jacques?
-¿Verdad que no te importa que suba un momento? -pidió Jacques.
Aunque Louis quedó sorprendido, reaccionó de inmediato:
-Claro está que no me importa, hombre, todo lo contrario: ¡Sube, sube, por favor!
Una vez arriba, Jacques saludó:
-¡Hola, Louis!
-¡Hola, Jacques! Pasa, pasa... Tú dirás...
Un poco avergonzado, Jacques dijo:
-He venido a darte una cosa.
Intrigado, Louis le preguntó:
-¿Una cosa?... ¿Qué es?
A media voz y colorado como un tomate, Jacques contestó:
-El otro día, Jean me explicó este sistema que has inventado para poder leer con los dedos... Le pedí que me lo enseñara... Me lo aprendí y..., ¡ten!
Jacques dio a Louis una hoja de papel, a la vez que le decía:
-Te he copiado este poema...
Louis se emocionó:
-¡Jacques, no sabes cómo te lo agradezco!
Una vocecita, procedente de la estantería donde estaban los libros, exclamó:
-¡Muy bien, chico!
Asustado, mirando por todas partes, Jacques preguntó:
-¿Qué ha sido eso?
Sin poder contener la risa, Louis contestó:
-No..., nada, Jacques... Vaya, yo no he oído nada...
¿Os lo imagináis, verdad?: era el Punto Cuatro.
Epílogo
Lo que acabáis de leer en este libro es totalmente imaginario. Louis Braille, el protagonista, fue un francés, ciego, que ideó el sistema de lectura táctil que lleva su nombre y que, después de muchos contratiempos, fue adoptado oficialmente en todo el mundo.
Este libro es un pequeño homenaje a quien hizo posible que los ciegos tuvieran acceso a la lectura por sí mismos.