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  Las Hermanas Coloradas, Fragmento (Francisco García Pavón)
 

 

 

Las Hermanas Coloradas (Fragmento)

Francisco García Pavón

Salió. Anduvo mucho rato mirando escaparates, echando ráfagas de ojos a ciertas maduronas que salían de las peluquerías con los cuellos tiesos. Ya en la calle de Prim, donde está la Organización Nacional de Ciegos, se tropezaba con invidentes por todos lados que pedían que les ayudasen a cruzar la calle, que les tomasen un taxi, y ofrecían sus tiras «iguales», con voces sostenidas, monótonas. Voces no alteradas por reflejos de imágenes ni luces. Voces mecánicas para ser escuchadas por ellos mismos, como una cayada más que les comunicaba con el exterior. Los ciegos vocean desde lo absoluto, llamando a otras tinieblas. Las suyas son voces «solas», que no esperan respuesta de gestos o de ojos. Voces rápidas, insistentes, que contienen algo más que el mero texto de su pregón. Avisos articulados de su presencia, de su estar. Testimonios para ellos mismos de que están fuera, de que están a la vista de otros, de que hacen bulto y no están solos en la tiniebla.

La monorrimia de las voces de los ciegos que venden es como la luz de un faro marino. Las voces de los videntes sufren interrupciones y desganas, son arrítmicas, a cada nada interrumpidas por la imagen, el estupor, el sueño, la pincelada cómica, el saludo. Son voces con ojos. Los ciegos, por no ver ni verse, emiten unas voces sin colores, sin tonos, ni semitonos; sin agudos ni calderones. Voces abstractas de un disco rayado, en la cámara negra.

Plinio sentía una escalofriante ternura por aquellos ciegos. Admiraba su conformidad, que desde la luz parece imposible. Y pensaba en las extrañas reservas que la naturaleza tiene para reemplazar la parte del mundo que nos llega por los ojos. Cuando los veía reír, contarse sus cosas dándose manotadas, salir abrazados y eufóricos de la taberna El Saúco, intentaba adivinar cuál era el repertorio de sus sensaciones, de sus imágenes inventadas, de sus percepciones por el camino de los otros sentidos. No sentía lástima de los ciegos, sí cariño, sí ávida curiosidad; deseo de llegar a su mundo, suyísimo, creado por antenas impensables.

Ya en la calle del Barquillo todavía le dio pereza volver al trabajo, al piso de las hermanas coloradas. ¿Qué iba a hacer en él? No se le ocurría ninguna operación.

Le daba hastío continuar llamando a los números que traía el cuadernillo, del que hasta ahora tan poco sacó en limpio. Entró en la cafetería Riofrío para alargar la mañana con otro cortao.

Se sentó en una mesa que había vacía junto al ventanal, pidió el café y quedó mirando la melancólica calle de los ciegos. «El mundo —rumiaba con los párpados blandos y el gesto leve— es un turbio mapa de calles de ciegos, una red infinita de cegueras, de obras y voces de ciegos. Cada uno somos ciegos a nuestro modo y manera. Tenemos ojos y sensibilidades para unas cosas y somos piedra total para otras. Tenemos luces milagrosas para canalesy venas de agua que otros no ven e ignoramos las arterias y canales que son maestros para tantos... Cada cual somos vaso de alguien que de verdad ignoramos en gran parte. Semejes de unos vecinos que nos metieron en los entrehilos de la carne al darnos el ser. Morada de un sujeto con muchas partes de su rostro, oscuras. Con muchos movimientos de sus manos, ignorados... Somos espectadores deficientes de nosotros mismos, semiciegos de nuestra total hechura.»

Un ciego joven y una moza ciega se pararon junto al ventanal donde Plinio tomaba café. Hablaban los dos a la vez. No podía oírlos. Se habían encontrado sin verse, se habían encontrado oliéndose, se habían reconocido por el sonar del bastón y se pararon justo donde debían, a la distancia que era menester y uno frente a otro, empezaron a hablar a la vez. Ahora, sin dejar sus báculos blancos, suavemente, muy suavemente, se acariciaban las manos con las puntas de los dedos, con la superficie apenas de las yemas de los dedos, sin dejar de hablar los cuatro labios, los cuatro ojos alzados, como si esperasen del cielo el reflejo de la figura que cada cual tenía ante sí. Era tierno verlos detrás del cristal, hablando a la vez, como dos pájaros pían, con los tactos rozados y los ojos arriba. Hablaban menudo, medio riéndose, con las caras muy juntas, seguros de su gracia y de su sol, ausentes de ser un espectáculo sin réplica posible... Hubo un momento en que la mano de él empezó a palpar el brazo de ella suavemente, temblorosa, a ras de tejido. Ella se la tomó con una levedad imposible, la subió hasta sus labios y no se sabía si le daba besos muy delgados o es que no dejaba de hablar, ahora a la mano, a las orejillas de los poros de la mano... O si meneaba los labios para besarle y hablarle junta, estremecidamente a la vez. Plinio se abstrajo un momento de emoción y cayó en la cuenta por primera vez que el cieguecillo y la cieguecilla, sobre todo él, eran feos. Muy jóvenes y feos. Delgados. Él, con un cuello muy largo y la nariz geométrica; ella, rosada de tez y pelirroja. Pero por su divina ceguera estaban más allá de estos obstáculos, de esos inconvenientes de normales, de videntes. Si eran ciegos de nacimiento, ¿cómo se imaginaban la belleza? ¿Cómo se «veían» el uno al otro? ¿Qué clase de hermosura creaba, dibujaba, metía por los poros del corazón el mero tacto y la palabra mera? Allí estaban ungidos como los amantes puramente visuales, atados por sus hilos sin luz, ella besándole, hablándole en la mano, con el filo de la boca apenas; él, en un extraño trance de sonrisa, sin dejar de mover los labios, como en rezo, que se le iba por la cara arriba hasta aquel imaginero de dulzuras que él se sabía, que el cielo se sabía... Les faltaba el don de ver lo bello... que puede imaginarse por los delgados hilos del corazón, de su ternura, de sus poros en flor. Pero también les falta —y es suerte— ocasión de ver lo feo, tanta fealdad como hay en el mundo, tanto horror, tortura y formas heladas, como hay en los seres que ven y hablan mirando. Viejo tema, ahora concentrado en la calle de Prim.

A Plinio le dio el patatús del deber. Era un esclavo del deber, de sus deberes. Aunque no tuviese nada que hacer, siempre estaba pensando en lo que debía hacer. Madrid, el espectáculo desilusionador, vital, nostalgiador, modorro y excitante de Madrid, a veces, demasiadas veces, le mandaba al cielo el santo de su preocupación profesional, de su pudor de Jefe de la G.M.T. Pero no podía dejarse vencer por tanto desvío, por tantas blanduras y divagaciones de situación... Debía averiguar qué pasó con las hermanas Peláez, había que hallarlas vivas o muertas, como con toda razón pedía don Lotario. Y en un rasgo de energía, pagó el café y se echó a la calle. No pudo resistir la tentación de aproximarse a la pareja de ciegos enamorados y escuchar lo que hablaban. De cerca, sin el cristal por medio, le parecieron menos importantes, más estrechos y bajos, más color de cosa. No entendió nada. Hablaban con una especie de siseo, de palabras jabón, ovaladas, como una carcamusa de besos y suspiros. De pronto callaron y tensaron sus caras. Debían haber advertido su sombra, su respiro, el sol que les quitaba. La caricia quedó suspendida y los ojos con los párpados caídos. Todo el cuerpo de ellos escuchaba, esperaba la marcha de una sensación extraña y molesta. Plinio cruzó a la esquina de enfrente. Desde allí vio que en seguida se calentó el gesto de la pareja y volvían a moverse sus labios, a alzarse los ojos, a besar los dedos a los dedos. Con las manos en la espalda marchó hacia la casa de las hermanas Peláez.

 

 

 

 
 
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