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  El Soñador de Puntos (Alberto Gil)
 

 

 

El Soñador de Puntos

Alberto Gil

 

Si al narrador de esta historia le hubiera sido dada la cualidad de jugar con el tiempo, se habría trasladado a la noche del 30 de septiembre de 1819 y habría acompañado en sus desvelos a un joven muchacho de 10 años. Debía de estar nervioso aquel chico. A la mañana siguiente, la diligencia le conduciría a la capital. Tendría que aprenderlo todo, sus calles, sus voces y sonidos, sus lugares ignotos...

Y, sin embargo, estaba ilusionado. Iba a estudiar para ser alguien el día de mañana. En el pueblo, ni su maestro ni el cura párroco eran capaces de enseñarle ya nada más, tal era la inteligencia del rapaz.

Sus padres lo habían preparado todo. El padre iría con él a la ciudad para asegurarse de que su retoño era dejado en buenas manos, conforme fue lo que le dijeron. A la madre, la separación le estaba costando gran zozobra, por mucho que le dijeran que era lo mejor para el niño.

Louis, que así se llamaba nuestro protagonista, se acostó al fin, tras dejar todo preparado. Saldrían temprano y no quería perder el poco tiempo de que dispondría en las prisas del equipaje, no quería pensar, no. Se haría fuerte y abrazaría a su querida madre y a sus hermanos, se impregnaría de los olores y sonidos del pueblo para grabarlos en la memoria. Estaba seguro de que en la gran ciudad las cosas serían muy distintas.

El narrador de esta historia se cuela en aquella casa-taller del artesano del cuero y en silencio observa cómo va cambiando la expresión de Louis. De inquieta pasa a relajada y luego a sorprendida. ¿Qué estará soñando?

Ajá, el narrador de esta historia se cuela también en los sueños del chico y lo que ve es...

¿Una premonición?

Es raro el sueño de aquel muchacho. Se halla en un aula grande, lóbrega. Está impartiendo una clase o discutiendo con alguien mayor que él. Se ha empeñado en coger una tablilla y ha comenzado a practicar unas curiosas incisiones en ella. Son como puntos en relieve. Deja el punzón con que los ha hecho y les pasa las yemas de sus dedos. Sonríe.

Y sí, faltaría más, el narrador de esta historia, se asoma a esa tablilla que aparece en los sueños del chico. ¡Son puntos sin sentido! ¿Puntos sin sentido? Y, no obstante, el muchacho vuelve a pasar por ellos las yemas de sus dedos y al hacerlo pronuncia palabras extrañas que hablan de su pueblo, el río, los árboles, el trabajo de su padre con el cuero...

Louis, el soñador de puntos, años después comprenderá que lo que aquella noche de 1819 soñó fueron su sistema de puntos, un sistema que aún más tarde se convertiría en universal llave de acceso al conocimiento.

Y que pese a su temprana muerte, muchos como él, le recordaban y continuaban, como hiciera él durante su sueño, pasando las yemas de los dedos por los puntos que él diseñara. Y que haciéndolo se producía la magia de transformar la oscuridad incomprensible en luz germinadora de historias, fábulas, cuentos, aventuras y mucho mucho más.

Y yo, narrador de esta historia, te digo que yo también, hoy, 206 años después de que aquel soñador naciera, paso las yemas de mis dedos por unos puntos como los que soñara aquel muchacho que estaba a punto de marchar a estudiar, dejando su pueblo para enfrentarse al laberinto parisino que tantas veces, después, sería retratado por los grandes escritores de aquel siglo XIX de revoluciones y fervor romántico.

Pero no, yo no sueño puntos. Los toco y recuerdo. Recuerdo a aquel muchacho. Lo que debió sentir la noche de su partida siendo ciego, dejar su pueblo de Coupvray y enfrentarse a París y al nuevo colegio. Años vendrían de amistades y enemistades, triunfos y derrotas, incomprensiones, envidias, afectos y lealtades.

Años y años, tiempo sin tiempo. Todo eso, sí, pero algo es cierto, por encima de esta quimérica historia, que los puntos que él soñó siguen siendo toda una realidad, tan importante e iluminadora como la que él soñara en su humilde casa de aquel pueblecito francés.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 
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