Jueves, 23
Nuestro maestro se ha puesto muy enfermo y para sustituirle ha venido el de cuarto, que ha sido profesor en el Instituto de los Ciegos; es el más viejo de todos; tiene el pelo tan blanco, que parece lleve en la cabeza una peluca de algodón, y habla como si entonase una canción melancólica; pero enseña bien, y sabe mucho. En cuanto entró en clase, al ver un chico con un ojo vendado, se acercó al banco y le preguntó qué tenía.
-Mucha atención con los ojos, chiquito -le dijo.
Derossi le preguntó:
-¿Es cierto, señor maestro, que ha sido usted profesor de los ciegos?
-Sí, durante varios años -respondió.
Y Derossi insinuó a media voz:
-¿Por qué no nos dice algo de ellos?
El maestro se sentó en su mesa.
Coretti dijo en voz alta:
-El Instituto de los Ciegos está en la calle Niza.
-Vosotros decís ciegos -comenzó el maestro-, como diríais enfermos, pobres o qué sé yo. Pero ¿comprendéis bien el alcance de esa palabra? Reflexionad un poco. ¡Ciegos! ¡No ver nunca nada! ¡No distinguir el día de la noche; no ver el cielo, ni el sol, ni a los propios padres; nada de todo lo que nos rodea y se toca; estar sumergidos en perpetua oscuridad y como sepultados en las entrañas de la tierra! Cerrad los ojos un momento y pensad que podríais permanecer siempre así; inmediatamente os sobrecogerán la angustia y el terror, os parecerá imposible vivir de ese modo, os vendrán ganas de gritar, y al final o enloqueceríais o moriríais. Y, sin embargo... cuando se entra por primera vez en el Instituto de los Ciegos, durante el recreo, y se oye a esas pobres criaturas tocar el violín o la flauta por todas partes, hablar fuerte y reír, subiendo y bajando las escaleras con pasos rápidos y moviéndose con soltura por los corredores y dormitorios, nadie diría que son tan desventurados. Hay que observarlos con detención.
Hay jóvenes de dieciséis o dieciocho años robustos y alegres, que sobrellevan la ceguera con calma y hasta con cierta jovialidad; pero se comprende por la expresión severa y alterada de los semblantes que deben haber sufrido tremendamente antes de resignarse a tamaña desgracia; otros, de rostro pálido y dulce, en los que se advierte una gran resignación, pero están tristes y se adivina que a solas tienen ratos de gran depresión. ¡Ay, hijos míos! Pensad que algunos de esos chicos han perdido la vista en pocos días; otros, tras unos años de verdadero martirio y muchas operaciones quirúrgicas; no pocos nacieron así, en una noche que jamás ha tenido amanecer para ellos, habiendo entrado en el mundo como en una inmensa tumba, sin saber cómo está formado el rostro humano. Imaginaos cuánto deben haber sufrido y sufrirán cuando piensen, confusamente, en la tremenda diferencia que hay entre ellos y quienes los ven. Seguramente se preguntarán a sí mismos: "¿Por qué esta diferencia sin ninguna culpa por nuestra parte?" Yo, que he estado varios años entre ellos, cuando recuerdo aquella clase, todos aquellos ojos sellados para siempre, aquellas pupilas sin mirada y sin vida, y luego me fijo en vosotros... me parece imposible que no os consideréis todos dichosos. ¡Pensad que hay unos treinta mil ciegos en nuestra nación! ¡Treinta mil personas que no ven la luz...! ¡Un ejército que tardaría más de cuatro horas en desfilar bajo nuestros balcones o ventanas!
El maestro calló y en la clase no se oía ni respirar. Derossi preguntó si es cierto que los ciegos tienen el tacto más fino que nosotros. El maestro dijo:
-Es verdad. Al carecer de la visión se afinan en ellos los demás sentidos porque, debiendo suplir entre todos el de la vista, están más y mejor ejercitados que los que ven. Por la mañana, en los dormitorios, el uno le pregunta al otro: "¿Hace sol?", y el que antes se viste va corriendo al patio para agitar las manos en el aire y comprobar si el sol se las calienta; en caso afirmativo se apresura a dar la buena noticia: "¡Hace sol!" Por la voz de una persona se forma idea de la estatura; nosotros juzgamos el carácter de las personas por los ojos, ellos por la voz; recuerdan la entonación y el acento a través de los años. Se dan cuenta si en una habitación hay más de una persona aunque hable solamente uno y permanezcan inmóviles. Por el tacto advierten si una cuchara está más o menos limpia... Las niñas distinguen la lana teñida de la que tiene su color natural. Al pasar en fila de a dos por las calles, reconocen casi todas las tiendas por el olor, aun aquellas en las que nosotros no percibimos ninguno. Juegan a la peonza y, al oír el zumbido que produce girando, van derecho a cogerla, sin titubear. Juegan a, los arcos, a los bolos, saltan a la comba, hacen casitas con pedruscos, cogen violetas y otras flores como si las viese, fabrican esteras y canastillos, entrelazando espartos, hilos y junquillos de diversos colores con extraordinaria destreza: ¡tanto tienen ejercitado el tacto! Para ellos es el tacto lo que para nosotros la vista; uno de sus mayores placeres consiste en tocar y oprimir para adivinar la forma de las cosas, palpándolas. Cuando los llevan al Museo Industrial, donde los dejan tocar cuanto quieren, resulta emotivo ver con qué gusto se apoderan de los cuerpos geométricos, de los modelitos de casas, de los diferentes instrumentos, y la alegría con que palpan, frotan y revuelven entre las manos todas las cosas para ver cómo están hechas. ¡Porque ellos dicen ver!
Garoffi interrumpió al maestro para preguntarle si es cierto que los chicos ciegos aprenden las Matemáticas mejor que los otros.
El maestro respondió:
-Así es. Aprenden a resolver problemas y a leer. Tienen libros a propósito con caracteres en relieve; pasan los dedos por encima, reconocen las letras y dicen las palabras; leen de corrido. Y hay que ver lo que se ruborizan los pobrecitos cuando cometen alguna falta. También escriben, aunque sin tinta. Lo hacen sobre un papel grueso y duro con un punzoncito de metal que marca muchos puntitos hundidos y agrupados según un alfabeto especial; dichos puntitos aparecen en relieve por el revés del papel, de forma que, al volver la hoja, pasando los dedos por encima de ellos, puede leerse lo escrito, así como la escritura de otros. De esta forma hacen redacciones y se intercambian cartas. De igual manera escriben los números y hacen las operaciones. Calculan mentalmente con pasmosa facilidad, dado que no les distrae la vista, como nos ocurre a los videntes. ¡Si vierais lo que les gusta oír leer, lo atentos que están, cómo lo recuerdan todo, cómo discuten entre sí, aun los más pequeños, de cosas de historia y de lenguaje, sentados cuatro o cinco en el mismo banco, sin volverse el uno hacia el otro, y conversando el primero con el tercero y el segundo con el cuarto, en voz alta y todos a un mismo tiempo, sin perder una sola palabra, por la rapidez y agudeza que tienen en el oído!
Dan más importancia que vosotros a los exámenes, os lo aseguro, y sienten mayor cariño a sus maestros. Al maestro lo reconocen en el andar y mediante el olfato; saben si está de buen o mal humor, si se encuentra bien o mal de salud, tan sólo por el timbre de su voz. Les gusta que el maestro los toque cuando los anima o los alaba, y le palpan las manos y los brazos para expresarle su gratitud. Acostumbran a quererse mucho entre sí; son buenos compañeros. En las horas de recreo, casi siempre se reúnen los mismos. En la escuela de las chicas, por ejemplo, forman tantos grupos como instrumentos tocan. Así hay grupos de violinistas, de pianistas, de flautistas... y nunca se separan. Cuando le toman cariño a alguien, es difícil que se cansen de profesárselo. Encuentran mucho consuelo en la amistad. Se juzgan con rectitud entre sí. Tienen un concepto muy claro y profundo del bien y del mal. Nadie exalta como ellos una acción generosa o un hecho grande que oigan leer o referir.
Votini preguntó si tocaban bien.
-Sienten hondamente la música -respondió el maestro-. Su gozo y su vida parecen estar en ella. Hay cieguitos, recién entrados en el Instituto, capaces de estar tres horas inmóviles oyendo tocar. Aprenden fácilmente a tocar y lo hacen con verdadera pasión. Cuando el maestro de música dice a alguno que carece de aptitudes para la música, sufre mucho, pero entonces empieza a estudiar como un desesperado. ¡Ah, si oyerais la música allí dentro, si vieseis a los cieguitos cuando tocan con la frente alta, la sonrisa en los labios, el semblante encendido, temblando de emoción, como extasiados al escuchar las armonías que se esparcen por la infinita oscuridad que los rodea! ¡Cómo comprenderíais entonces el divino consuelo de la música!
Se llenan de júbilo y rebosan de dicha cuando un maestro les dice: "Tú llegarás a ser un artista." Para ellos, el primero en la música, el que sobresale en tocar el piano o el violín, es como un rey: lo admiran y lo veneran. Si se origina un altercado entre dos de ellos, si dos amigos se disgustan, acuden a él para dirimir la cuestión o para reconciliarlos. El es quien se encarga de enseñar a tocar a los más pequeños, y lo consideran poco menos que como a un padre. Antes de acostarse, todos van a darle las buenas noches. Continuamente están hablando de música. Ya acostados, después de un día fatigoso de estudio y de trabajo, aun medio dormidos, se les oye charlar en voz baja de piezas musicales, de maestros, orquestas e instrumentos. Para ellos es un castigo privarles de la lectura o de la lección de música, y sufren tanto, que casi nunca se tiene el valor de recurrir a medida tan extremada.
La música es para ellos lo que la luz para nosotros.
Derossi preguntó si sería posible ir a verlos.
-Sí, se puede -respondió el maestro-; pero no conviene que vosotros vayáis por ahora; iréis más tarde, cuando estéis en condiciones de comprender toda la magnitud de la desventura que padecen y sentir la compasión que merecen. Es un espectáculo muy triste, hijos míos. A veces se ven allí chicos sentados frente a una ventana abierta de par en par, respirando con fruición el aire fresco, pero con la cara inmóvil, pareciendo que miran la extensa planicie verde y las azuladas montañas que vosotros podéis contemplar...; pero pensar que ellos no ven ni podrán ver jamás tanta belleza, deprime el corazón, como si se hubiesen quedado ciegos en aquel instante. Los ciegos de nacimiento, que por no haber visto nunca el mundo no conservan ninguna imagen de cosa alguna, inspiran menos compasión. Pero hay niños que se han quedado ciegos unos meses antes, se acuerdan de todo, se dan perfectamente cuenta de lo que han pedido, y éstos sufren más al notar que cada día se les van borrando un poco más las imágenes más queridas, como si fuera desapareciendo de su memoria el recuerdo de las personas amadas. Uno de esos muchachos me decía cierto día con inexpresable tristeza: "¡Desearía recobrar la vista, aunque sólo fuese un momento para volver a ver la cara de mi madre, que ya no la recuerdo!"
Y cuando van a visitarlos las madres, les pasan las manos por la cara, les tocan despacito desde la frente a la barbilla, luego los oídos, para darse cuenta de cómo son; casi no se convencen de que no podrán verlas, y las llaman muchas veces por su nombre como para rogarles que se dejen ver siquiera una vez.
¡Cuántos salen de allí llorando, aun los más duros de corazón! Al salir, nos parece que somos una excepción, que disfrutamos de un privilegio casi inmerecido al ver a la gente, las casas, el cielo... Estoy seguro que ninguno de vosotros, al salir de allí, dejaría de estar dispuesto a privarse de algo de la propia vista para dar aunque sólo fuese un ligero resplandor a todos aquellos infelices niños para quienes el sol carece de luz y no pueden ver o no han visto jamás las facciones de su madre.