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  A Jesús Montoro; Recuerdo de un Maestro (F. Javier Bernal García)
 

 

 

A JESÚS MONTORO

Recuerdo de un Maestro

F. Javier Bernal García

"Carámbano, apéndice, astrónomo". ¡Cómo olvidar las esdrújulas!, ¡imposible no recordarlas! Un fuerte apretón en el hombro, una rodilla de paternal complicidad golpeando con suavidad en la cadera, y esa voz de trueno bonachón, insumergible para la memoria, marcando cada tilde con las que el dictado iba tropezando.

Diez u once años no más, pero en la tabla casi rasa de nuestro cerebro, ya comprendíamos que ésta era otra forma de inocular conocimientos básicos, las herramientas más simples con las que construirnos el futuro.

No habían pasado demasiados días desde que empezara aquel curso, a finales de los años sesenta, cuando una mañana, antes de correr al recreo, nos retó a aguantar tres golpes debajo de una mesa. Aceptamos burlones aquella apuesta tan sencilla de ganar en apariencia, y aquel hombre de acero por fuera, por dentro de algodón azucarado, golpeó dos veces sobre cada una de las mesas bajo las que nos protegíamos, haciendo resonar todo el pasillo contiguo al aula, a la vez que bramaba entre risotadas de alguien que está enseñando a ser precavidos a unos pequeñuelos: "el lunes volveré para dar el tercer golpe".

Enseñar jugando, era el arte de aquel maestro que probablemente nunca tuvo la necesidad de rebuscar entre las técnicas pedagógicas para alcanzar los objetivos, que harían las delicias de cualquier profesional del método.

Un día de primavera se marchó a tomar café y nos dejó atados de dos en dos por las muñecas, con un par de cuerdas entrelazadas a modo de rompecabezas de los que hoy se comercializan en cualquier tienda del género. Le importaba todo lo que había alrededor de las matemáticas, la geografía o las ciencias sociales. Pero lo que quizás siempre recordarán todos cuantos pasaron por su magisterio integral, son los últimos días después de los exámenes. Sentado en su mesa, los niños apiñados a su alrededor, escuchando con atención inusual las novelas leídas con la velocidad del probablemente mejor braillista de toda la historia. El Señor de Bembibre, y otros muchos títulos que el paso del tiempo ha ido borrando, eran el placer para el espíritu mientras que esperábamos el retorno a casa para las vacaciones estivales.

Se marchó demasiado joven aún, pero con el mérito inusual de haber gastado dos vidas en el fragmento temporal de una sola. La enseñanza académica no era suficiente para alguien con una vitalidad prometeica, así que necesitó impartir clases de música: guitarra, bandurria, acordeón, dirigir la rondalla de la Once en Alicante, o acompañar con el piano a unas monjitas que cantaban canciones, cuyas partituras siempre creí arrebatadas del paraíso. Pero no, esto tampoco era suficiente para aquel hombre inasequible al cansancio, así que en las horas o minutos robados al descanso, tenía que llenar la biblioteca de libros transcritos a mano: novelas, poesía, música, etcétera, soy incapaz de calcular cuántos volúmenes pertenecen a ese tesón sobrehumano. Pero esto tampoco debió saciar la voracidad ciclópea de ese maestro que parecía haber sido condenado por el destino a trabajar forzadamente, aunque él siempre lo hiciese con la satisfacción de un hedonista. Tuvo que escribir la magna historia de los ciegos del mundo, desde que hubo algún vestigio de ellos hasta nuestros días. Una labor de investigación, recopilación y belleza en la escritura, con las que llenó cinco voluminosos tomos después de 20 años d increíble esfuerzo, sólo comparable a la construcción de una catedral gótica.

No sé adónde van las buenas gentes como Jesús Montoro, pero si van al lugar que él nos enseñaba, tal y como los tiempos exigían, estoy completamente seguro de que estará sentado en el Cielo en una mesa de honor, junto a Luís Braille y Antonio Vicente, como tres grandes benefactores del mundo de los ciegos, pero también estoy convencido de que Montoro no estará cruzado de brazos, en actitud contemplativa, sino transcribiendo al braille el libro de la verdad, de la honradez y del tesón, es decir, el libro, sin él saberlo, de lo que fue su propia vida.

 

 

 

 

 
 
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