Creo en Angelitos
Antonio Martín Figueroa
Hoy me he levantado de muy buen humor. No me duele nada; nada me incomoda; nada me abruma.
He organizado mi jornada de la forma habitual y me dispongo a salir a la calle para cumplir algunos encargos.
Vivo en una ciudad populosa, pero mi zona de desplazamientos me resulta bastante tranquila en cuanto me es bien conocida.
Dejo el ascensor en la planta baja de mi casa y el conserje me avisa de unas obras que han comenzado en uno de los pisos. El suelo está cubierto de cartones para no mancharlo excesivamente.
Sé que a los obreros les ha advertido de mi presencia como invidente, para que tengan cuidado en no dejarse material que pueda obstruir el paso.
En el primer semáforo, alguien me cruza cuando se pone verde, porque no suena.
Camino en dirección al paseo y otra persona me advierte de la presencia de un cubo de basura en medio de la acera.
Otro cruce, éste de mayor anchura. La señal sonora me advierte de que puedo pasar, pero un coche se ha quedado en mitad. Un extranjero me lo evita y me salva de la contingencia.
Voy en dirección al banco y me avisan de una escalera sin dueño, que está en medio de la acera.
Me habría golpeado con ella si el bastón no la hubiera detectado.
Comienzan a caer gotas. El ruido de los coches es cada vez mayor.
La gente se desplaza más aprisa.
Yo golpeteo el pavimento con el bastón, tratando de asegurar la distancia con la pared y detectar posibles obstáculos.
En el cruce anterior a la oficina bancaria, una chica me ayuda cubriéndome con su paraguas.
Cuando entro en el establecimiento, alguien me indica la fila y me deja pasar a la ventanilla.
Luego la mujer que me ha atendido me acompaña hasta la salida.
Debo de comprar algo en la frutería. La dependienta me abre la puerta y me dará el aviso cuando le toque despacharme.
En la carnicería, el dependiente me entrega la compra y me acompaña hasta la calle, porque hay un par de escaleras.
En fin; estamos de vuelta y la lluvia parece respetarme. No obstante, el conserje, que me ha visto llegar, mantiene el portal abierto para que no me moje más.
Ya estoy en casa y el cartero llama a la puerta. Me ha subido unos libros de los habituales. Hasta me lee el título que aparece en ellos.
En la radio está sonando la canción del grupo “ABBA”, que traducida al español, afirma en su estribillo:
Creo en angelitos
que me cuidan siempre de caer
Creo en angelitos,
Que la vida linda me hacen ver….
Hace algunos meses se me ocurrió anotar todas estas ayudas personales que recibo en mis desplazamientos.
No me planteo escribir un ensayo, ni realizar un concienzudo estudio valorando los datos apuntados.
Sospecho yo que no se trata de diferenciar entre unas y otras personas, ni si me llevan del brazo en la forma más adecuada, ni si unas caminan más pendientes del móvil que de evitar nuestro bastón cuando lo tienen de frente.
Se trata de destacar la respuesta desinteresada de tantas personas, conocidos o no, con las que compartimos los espacios urbanos.
Este ejercicio diario puede resultar un bálsamo de optimismo destacando aspectos positivos de la vida.
Yo no tengo resto de visión y, por tanto, sólo dispongo de la voz, añadida a la posible palmadita, la sonrisa, la palabra dicha en uno u otro modo, para reconocer a todos estos ángeles.
Ellos se dirigen a mí porque intuyen que preciso respuesta a una necesidad.
La calle no parece preparada para ser transitada por nosotros los ciegos, con la seguridad apropiada. Y ellos así lo entienden.
A mí me corresponde ser comprensivo con su forma de actuar, tolerante con sus modos y agradecido, siempre agradecido por su inestimable cooperación
Yo creo en la existencia de los ángeles. Es más, creo en su necesidad absoluta para continuar pensando que hay mucha gente buena.
Todos estos favores no me los aporta el azar, son manifestaciones de ese Ángel de la Guarda al que invocaba, y aún rezo de vez en cuando, por las noches antes de dormir:
A mi ángel de la guarda
Si yo no fuese brizna de hojarasca,
Una mota de polvo del camino,
Una retama seca en el erial.
Si no fuera un fugaz chisporroteo
De una extinguida llama, una pavesa,
Un gemido allá en la lejanía…
¿A quién confesaría mi soberbia
De presentar etéreo y esquivo,
Tu alado ser, tan protector y excelso?
¿Adónde marcharía, bajo el peso
De no sentir tu manto acogedor,
Tu abrazo amoroso y fraternal?
Yo creo en ti. Caminas a mi lado;
Sorteas los abrojos, los espinos;
Me salvas de las sendas pantanosas;
Me llevas en tu vuelo, yo extasiado.
Vigía fiel, atento, silencioso,
Cual álamo al borde del sendero,
Como el faro que alegra e ilumina
Mi alma en tempestades y extravío.
Si no fuera yo astilla de un armario,
Hilacha de andrajosas vestiduras,
Un poso del café de madrugada,
Jamás sabría al fin reconocerte
Velándome en el sueño de la noche.
Tu voz, como un susurro, un suspiro
Para mi oído un tanto adormilado,
A veces una queja así inaudible.
Tú siempre, en los momentos más amargos,
Sereno, aliviando mi zozobra.
Y yo tan frágil, deslustrada esquirla,
Guijarro que por la pendiente rueda
Sin freno, sin andanza, sin vereda
Por donde desgranar mis sentimientos.
Me gusta conversar solo, contigo,
Aunque se pierdan todas las palabras
Entre el voraz tumulto de los ecos
De sierras, engranajes, de martillos,
De aplausos lisonjeros y zalemas.
Yo sé que sólo suenas en el suave
Rumor de mis solícitas veladas;
Ahí donde lo audible se transforma
En serenidad armónica. Fluye
Tu voz cual misteriosa melodía
Que, transportando mi alma a lo infinito,
Es de un arroyo el agua cristalina.
Un nuevo amanecer claro y florido.
¿No me oyes, di, cuando te invoco,
Mi voz confusa, trémula implorante,
Lo mismo que de niño te llamaba
Apenas balbuciente? Ángel mío,
Que día y noche guardas y proteges
Mi persona, en sueño o en vigilia,
Quisiera edificarte una vivienda.
Sería tu guardés, tu jardinero.
¿Yo vigilar tu casa? ¿O tú la mía?
Oh ángel de mi guarda, en ti yo creo.
No me abandones, que me perdería.