La verdad es que nadie le presentó. Parecía estar un poco bebido y llegó a nuestra mesa como si nos conociera a todos; con la mayor naturalidad tomó asiento a mi lado y poniéndome la mano familiarmente sobre el brazo me saludó:
"¡Buenas noches, Dios de las estrellas dormidas!"
Esbocé una sonrisa un tanto forzada, molesto por su familiaridad y sorprendido por la extraña salutación.
En su voz, además de la pastosidad del alcohol, había un no se qué de exótico y atractivo que inmediatamente polarizó la atención de los asistentes que, como de mutuo acuerdo, guardaron un silencio expectante. Yo, no sé por qué, me sentí incómodo y hubiera deseado marcharme; pero él, dándome golpecitos en el brazo muy suavemente me dijo:
-No se vaya, por favor, seguramente no tiene prisa, y si me escucha, le contaré una historia muy interesante que oí al jefe de la tribu de los SOKRAN, quien, como usted, tenía las "estrellas dormidas".
Aseguro que no sé por qué lo hice; pero me quedé y pude escuchar la historia que voy a relatar, tal y como la oí, llena de imprecisiones y plagada de extrañas expresiones con las que aquel hombre, verdaderamente distinto de cuantos he tratado hasta el presente, aludía a personas y objetos cuyos nombres nos son familiares y que, sin embargo, a través de sus palabras, adquieren una dimensión nueva y un contenido de evocación insólitos para ideas vestidas con tan primitivos ropajes.
Antes de pasar adelante, me urge declarar: que no entro ni salgo en la verosimilitud de los hechos que voy a relatar, aunque pienso que si las cosas no sucedieron del modo que el lector puede conocer si acaba la lectura de estas páginas, tampoco hubiera perdido gran cosa la Humanidad y sus historias, de ser ciertas las tradiciones de los SOKRAN.
Quiero hacer constar que en esta narración no hay nada inventado por mí, a no ser el atrevimiento de ponerla por escrito, exponiéndome a la burla de los pequeños cultivadores de la ciencia histórica, y lamentando no haber sido el padre de alguna de las sugestivas imágenes creadas por el alma elemental y poética de los SOKRAN.
Por último, declaro que las imprecisiones de lugar y tiempo que en mi relato se descubrirán a primera vista, no me son imputables, ya que, por cuantos medios he tenido a mi alcance, he procurado encontrar a la persona que me refirió la historia, si bien, mi mala suerte no me lo ha permitido.
Parece que se la hubiera tragado la tierra después de aquella noche, sin que, además, nadie la hubiese visto con anterioridad a aquella ocasión.
Así pues, que la imaginación y la cultura del lector suplan con benevolencia cuanto falta a mi narración.
-No se vaya -me dijo-. Seguramente no tiene prisa y puedo contarle una historia que le haga entender el sentido de mi salutación:
"Dios de las estrellas dormidas". Yo la escuché de labios del anciano Jefe de los Sokran que, como usted, tenía las "estrellas dormidas" y, a través de la cual podrá entender algunas de las cosas acontecidas al comienzo de los tiempos. Se la contaré repitiendo sus palabras y, si pudiera, lo haría con su propio tono de voz, entre solemne y ensoñador, dulcemente ensoñador cuando decía:
Zuoka se despierta sobresaltado por la voz del silencio que le rodea. Cada "hermano", mientras se desliza hacia "el país de los antepasados", necesita oír a su alrededor la respiración de los demás "hermanos", como el "dolor chiquito" necesita de la voz de su "buena" para regresar sonriente al "país" del que acaba de venir.
Por eso Zuoka se despierta como si algo gritara a su oído que nadie respira en su derredor. Es un silencio en el que sólo se oyen las gotas de agua que caen de la peña, allá al fondo de la caverna; un silencio que pone el miedo en su pecho.
Desde que se le "durmieron las estrellas", Zuoka ha aprendido a escuchar; pero, por más que se esfuerza, no oye sino el glach-glach del agua al caer, y el roce de algún bicho arrastrándose sobre las peñas, pero nada de la respiración de los "hermanos".
Zuoka sabe que los "fríos" no hacen ruidos ni respiran, y piensa si se habrán quedado "fríos" todos sus "hermanos". Extiende sus brazos en busca de alguno, aunque esté "frío"; más no lo encuentra y, arrastrándose, comienza a recorrer fatigosamente la caverna en todas direcciones; pero, inútilmente.
A medida que avanza en su exploración, Zuoka va sintiendo la garganta apretada y las piernas blandas, como el "sol" en que perdió su maza frente al "cuatropiés" de roja melena y boca fuerte.
De pronto lanza un grito ronco que va rebotando en todos los rincones de la caverna y llega hasta el valle, de barrancada en barrancada, sin hallar respuesta. Repite su llamada de angustia en distintos tonos; pero nada ni nadie parece escucharle y, poco a poco, va viniendo a su recuerdo el "sol" en que la tribu abandonó al "débil" de barba blanca, porque no podía cazar. Tampoco Zuoka puede cazar; pero ¡no es débil como "barbablanca"!
Se dice que no es posible que le hayan abandonado, condenándole a morir de hambre y de soledad, pero Zuoka siente que algo como "el agua de la fatiga", aunque mucho más frío, le baña la frente.
Se siente como animal en la trampa dentro de la caverna y busca ansiosamente la salida, tratando de orientarse por el eco de sus palmadas y el chasquido de sus dedos. Cada palmada es repetida infinitas veces por los mil entrantes de las paredes y, en tal situación, a cada paso se siente más perdido e incapaz para salir de la trampa.
Hasta entonces, su "buena" le ha guiado; pero ahora también ella le ha abandonado, a pesar de ser él su "dolor", porque así lo establecen las costumbres de la tribu. El recuerdo de su "buena" le duele, y va a desahogar su pecho lanzando un grito semejante a los gritos de guerra que tantas veces ha lanzado, pero ahora se le quiebra la garganta hasta hacerse una cosa áspera, semejante al gañido del "cuatropiés" alcanzado por una punta de sílex.
Se detiene tratando de recordar algo que le parece haber oído cuando, al terminar el último "sol", se tendió para ir al "país de los antepasados". Sí, ahora recuerda la voz de la hechicera cantando "la canción del descanso profundo" y los pies de sus "hermanos" que giraban en la danza de la "despedida para siempre". Comprende que, canción y danza eran para él. Con angustia se repite que él no es "débil"; no puede cazar, pero no es "débil". Como para demostrárselo, se ha agarrado a un saliente de la roca y con un esfuerzo sobrehumano, arranca de ella una piedra que conserva en sus manos como amenazando a alguien, hasta que con un súbito impulso, la arroja lejos con violencia feroz, muy lejos, hasta que cae al suelo y la oye rodar pendiente abajo, rebotando en los salientes de las rocas y en los "brazos del campo". Sin proponérselo, ha encontrado la salida de la caverna y allá se encamina tentando con pies y manos.
Cuando la alcanza, se pone en pie para trepar por el pequeño terraplén que oculta a extrañas miradas la entrada a la caverna, y una vez allí, repite varias veces su llamada, parándose a escuchar; todavía espera que al menos, su "buena" le escuche y venga en su ayuda para guiarle hasta donde están sus hermanos de tribu.
¡Todo es inútil! Se han ido y no volverán, es la ley de la tribu, que no puede mantener "hermanos" inútiles. También "barbablanca" gritaba y Zuoka mismo le había oído sin pensar en volver en su ayuda; luego, la voz se había ido debilitando hasta que dejó de oírse.
Muchos "soles" más tarde, según las costumbres de la tribu, los jóvenes y Zuoka entre ellos, volvieron al lugar en busca de los huesos largos y la cabeza de "barbablanca". La tribu cree que con los huesos se une a ella la fuerza del que quedó "frío" y para que esto suceda, fabrican diversos objetos con los huesos largos. Además, es preciso celebrar en torno a su cráneo la ceremonia de la "Alianza". En ella la tribu pone la descarnada cabeza sobre una piedra y danza en su derredor al ritmo en que el hechicero va cantando la historia del que se quedó "frío", sus hazañas de caza y guerra. Luego el hechicero grita junto al oído del "frío" la advertencia de que sólo se le admitirá entre los antepasados como protector, pero que, si no se pone de parte de la tribu, encerrarán su cabeza en una caverna sin salida, y nunca más podrá gozar de la libertad de los campos.
Zuoka se promete que no podrán llevar sus huesos a la tribu cuando vengan los jóvenes, y cambia su grito de llamada por el de guerra que, igualmente, muere sin respuesta.
Un "ulú" frío viene de lejos, trayendo la voz de los "brazos del campo" y apaga el gemido en que se convierte el grito desafiante de Zuoka, que se deja resbalar hacia el interior de la caverna, y ahí, lava la pena de su corazón con el "agua salada" de sus "estrellas dormidas".
Por fin se siente arrastrado y poco a poco se hunde en "el país de los antepasados", en busca de esperanza para su vida de soledad.
El miedo, el despecho de sentirse abandonado a causa de sus "estrellas dormidas" y, sobre todo, la tristeza que le ha producido la huída de la "buena" en la que siempre ha confiado, han encendido el calor de sus entrañas que le ha abrasado duramente varios "soles" y "lunas", sin que él se haya enterado.
Cuando Zuoka vuelve a la vida, tiene "las piernas blandas" y apenas puede tenerse en pie. Piensa con angustia que pronto vendrán los jóvenes de la tribu para llevar entre canciones sus huesos hasta la piedra de la "Alianza". Tiembla al pensar que el hechicero decida encerrar su cabeza en la caverna sin salida y, al mismo tiempo hay una lucecita de esperanza al pensar que los que vengan en busca de sus huesos, tal vez, quieran llevarlo consigo al encontrarlo vivo.
Siente hambre y busca la salida de la gruta palpando cuidadosamente el suelo, antes de cambiar de posición. Desde que se le "durmieron las estrellas", ha aprendido a caminar a gatas como "los cuatropiés". Por eso su caminar es lento, difícil, fatigoso. ¡No importa!
Zuoka tiene hambre y ha decidido que a toda costa esperará sin quedarse "frío" la venida de los jóvenes de la tribu.
Él sabe que, muy cerca de la salida de la cueva, crece un gran "brazo del campo" que da frutos muy grandes y dulces. Hasta él llega el aroma de los frutos maduros, como una llamada de amistad, y ha de ir hasta allí.
Cuando llega a lo alto del repecho, se le plantea el problema de cómo llegar hasta el "brazo del campo" sin perder la orientación para el regreso. Por nada querría perderse ya que en la caverna que, poco antes le parecería su tumba, cree ahora encontrar su seguridad.
Piensa en su "buena" que siempre le guiaba cuando caminaban y le traía los alimentos sin que él tuviera que hacer otra cosa que comerlos, pero ahora él tiene que buscarse la comida y para ello es preciso ir hasta el "brazo del campo". Recuerda que, cuando aún no se le habían dormido las "estrellas", la distancia hasta el "brazo del campo", le parecía muy pequeña; mas ahora ¡qué inmensidad lo separa del lugar en que podrá hallar su alimento! ¿Cómo encontrarlo y, sobre todo, cómo asegurarse del retorno?
Erguido sobre el repecho, casi desnudo como está, su imagen se proyecta contra el cielo y sobre el valle como un Dios de bronce, fulminando con sus brazos levantados la indiferencia de cuanto le rodea y que sus "dormidas estrellas" no pueden alcanzar. Vacila entre el hambre y el miedo a no encontrar la caverna.
Mas, repentinamente, se inclina hacia el suelo y, sin cambiar sus pies de posición, reúne cuantos guijarros halla a su alrededor, y luego los va arrojando en dirección al "brazo del campo", hasta que uno de ellos no cae solo, sino acompañado de otros ruidos más blandos: esto significa que ha acertado a dar en uno de los gruesos "dedos" del "brazo del campo". Entonces va colocando piedras, siempre en línea recta, hacia el lugar en que ha oído caer los frutos y, de este modo, se asegura el regreso.
Cuando tropieza con las frutas caídas, se acuclilla y mientras come ávidamente una de ellas, palpa nerviosamente otras y, así, hasta que se sacia. Luego, vuelve a su morada, siguiendo las señales que fue poniendo, y cuando llega, no sin fatiga, puesto en pie, y de cara al valle, mostrando en su mano uno de los frutos, deja salir de su poderosa garganta un espantoso grito de victoria que es, a la vez, un feroz aviso a quienes pueden estar esperando a que se quede "frío", para que sepan que habrán de aguardar sus huesos durante muchos "soles" y muchas "lunas", puesto que acaba de descubrir que le será posible continuar por mucho tiempo en las praderas.
En adelante, ésta será su vida: procurarse su alimento, rugir su victoria como un gozoso canto de plenitud, y dejarse ir al "país de los antepasados" de donde volverá cada vez más fuerte y más seguro de si mismo.
Así transcurren muchos "soles" y muchas "lunas" y cada vez Zuoka comprueba que le resulta más fácil llegar hasta el "brazo del campo" que le brinda su alimento aunque, con el paso de los "soles" se le hace preciso buscar los frutos a mayor distancia de su gruta, pero no importa: cada vez se siente más seguro al caminar con pasos casi tan silenciosos como cuando iba a la caza de los "cuatropiés", si bien no lo suficientemente ágiles como para sorprender a uno de ellos, darle muerte, y devorar su carne o aprovechar su piel para cubrirse cuando lleguen las "lunas" largas y frías.
Encuentra un "brazo del campo" que da frutos extraordinariamente grandes y sabrosos y decide reunir cuantos le sea posible a fin de no tener que volver al siguiente "sol", ya que el "ulú" trae aromas que anuncian que, muy pronto, los espíritus protectores de la fecundidad llorarán sobre los campos.
Así, pues, recoge cuantos frutos puede, y con los brazos cargados de ellos emprende el camino hacia su morada. Su andar es firme, y cierto su rumbo. Se da cuenta de que ya no necesita más que sus pies para elegir el lugar preciso en qué apoyarse y camina arrogante y despreocupado hacia la caverna, sin advertir el momento en que se haya desviado ligeramente, por lo que, al llegar al repecho, lo hace por un lugar distinto al habitual y, de improviso, cae por el pequeño talud que hay frente a la gruta.
No se hiere; no puede herirse el gran Zuoka; por el contrario, su prudente espíritu saca del percance una gran lección: necesita un "dedo largo" para "palpar" delante de sí.
No se preocupa por la carga que se le ha desparramado, sino que se pone en pie y trata de reconocer el lugar donde se encuentra Una vez seguro de que está frente a su morada, deshace el camino y busca un "brazo del campo del que toma un "dedo grueso y largo" y, así pertrechado, regresa tanteando con él: Zuoka acaba de inventar el "dedo largo" que, en adelante, le permitirá recorrer las praderas sin peligro de despeñarse.
Una vez más, lanza al aire el grito de victoria, largo, potente y gozoso y, al escucharlo los "cuatro pies" del valle y los "alas" de los picachos saben que Zuoka, el abandonado a la soledad y al "frío" que no acaban, ha vencido una vez más a la oscuridad de sus "estrellas dormidas".
Buenas son las frutas, y muy buenos los "brazos del campo" que se las brindan; pero Zuoka recuerda y desea los alimentos de sangre que ha comido hasta que los hermanos le abandonaron, y que no puede conseguir porque los "alas" y los "cuatropiés" son demasiado rápidos para él.
Zuoka pasa mucho tiempo inmóvil tendido a la sombra de los "brazos del campo", y su oído atento se habitúa a seguir en la quietud de los campos las idas y venidas de los "alas" que construyen sus nidos entre las rumorosas frondas u ocultos entre la maleza.
Así es como, una "luna", mientras todo reposa a su alrededor en la silenciosa campiña, Zuoka sale sigilosamente y, apoderándose de los "alas" y de sus polluelos, los devora glotonamente, tras lo cual, lanza su grito de victoria que estremece los ecos dormidos del valle.
No ruge tan solo el placer del estómago, sino el júbilo de haber vencido una vez más a sus "estrellas dormidas". Se sabe capaz de ganar en sigilo a los "alas"; es tan fuerte como el más fuerte de los "cuatro pies" y está seguro de que sus hermanos, que le abandonaron porque no podía cazar, tardarán aún muchos "soles y "lunas" en poder llevar sus huesos hasta la piedra de la "Alianza", y la hechicera, en salmodiar las peticiones y amenazas de su espíritu que no será enterrado en la "caverna sin salida", porque la caza que acaba de realizar le abre el camino para otras mucho más importantes.
En efecto: Zuoka sabe tender trampas a los "cuatropiés" y conoce el camino que siguen desde la montaña, cuando bajan a beber al remanso del valle.
En realidad, la ruta del agua no es una sola; pero, ya cerca del arroyo, se reúnen todas. Allí es donde Zuoka se pone a la espera de que la dirección del "ulú" le sea favorable y, oculto en la espesura, aguarda la llegada de la codiciada presa. Al cabo de poco, Zuoka percibe que un "cuatro pies" desciende haciendo rodar por la ladera los cantos que sus cascos han arrancado a la senda. Baja descuidadamente sin saber que él acecha, y su corazón se alborota. Mas, cuando ya está a su alcance, Zuoka ha de renunciar a la lucha porque el "cuatro pies" resopla demasiado fuerte para que sea una presa fácil y porque, acaso, resultará vencido; pero no importa tanto el riesgo inmediato, como la posibilidad de que "cuatro pies" lance la señal de peligro y con ello haga imposible la captura de otro.
Súbitamente el "ulú" cambia de dirección y Zuoka se da cuenta de que ya no le será fácil olfatear la llegada de los "cuatropiés", mientras que a éstos, el "ulú" que sube desde el valle les anunciará su presencia. Decide pues, regresar a su morada; la luna no alumbra la imagen del dios victorioso, sino la triste figura de un hombre vencido por la incertidumbre del mañana.
Zuoka se da cuenta de que, en la lucha directa, las ventajas estarán siempre del lado de "cuatropiés" por la simple razón de que no tiene las "estrellas dormidas" mientras que las suyas ya hace varias "lluvias" que se le durmieron sin haber vuelto a despertarse; por esto mismo sus hermanos le abandonaron; a causa de que no podía cazar.
Piensa que es preciso que su astucia venza a la fuerza del "cuatropiés" y comienza a madurar sus planes para la "luna" siguiente.
Durante varios "soles" tiende trampas inútilmente; mas, por fin, al llegar una "luna", junto a la trampa, oye Zuoka que algo gruñe y se debate en su interior: ha tenido suerte. Se trata de "cuatropiés-lana" y, de antemano, empieza a regocijarse con el inmediato banquete.
Sin embargo, cuando llega a la caverna y se dispone a dar muerte a su presa, se da cuenta de que es una hembra hinchada y que pronto le dará frutos. Decide entonces que no comerá su carne hasta que no haya dado de si los nuevos "cuatropiés-lana", pero que es necesario evitar que su presa vuelva al campo y, para ello, rasga la piel con que se cubre, haciendo una tira larga y estrecha con la que ata los pies del "lana". Luego la deja sin comer por un par de "soles" y, cuando está hambrienta, le va dando comida para que se acostumbre a su mano. De este modo, Zuoka y "cuatropiés-lana", poco a poco, van haciéndose amigos. Cuando llega el fruto, Zuoka no se molesta en atarlo porque sabe que el pequeño "lana" no huirá mientras tenga que chupar de su "buena".
Así es cómo Zuoka, el padre de la sabiduría del vivir, enseñó a los hombres a domesticar a los "cuatropiés" y, cómo nos enseñó que la paciencia hace más grandes los bienes, mientras que la prisa nos los quita.
Un "sol", cuando Zuoka sale de la gruta en busca del alimento diario, observa que los caminos están cubiertos de "lana fría" que le impide encontrar las señales que utiliza para orientarse, y se ve obligado a regresar.
En adelante, tendrá que compartir el alimento con sus "cuatropiés" y el hambre morderá sus entrañas; mas, habiendo sobrevivido todos ellos a la escasez de comida, cuando los "brazos del campo" vuelvan a ofrecerle sus frutos, Zuoka gozará de ellos, pero habrá aprendido la necesidad de conservar alimentos para que, cuando la "lana fría" le impida alejarse de su morada, él y los "cuatropiés" no vuelvan a sentirse atormentados por la mordedura de sus entrañas.
Sólo una vez más funcionó la trampa preparada por Zuoka a "cuatropiés", pero sin que pudiera cobrar la pieza. Antes al contrario, fue Zuoka quien estuvo a punto de ser cazado y devorado. Además, pese a sus "estrellas dormidas", Zuoka tuvo la impresión de ser vigilado en repetidas ocasiones. Su fracaso como cazador y el miedo a perder los bienes conseguidos a prueba de hambre, le hacen pensar en la necesidad de armarse. Sabe que no le basta con almacenar frutos y hierba para las "lanas frías" y que no le es suficiente conservar la vida de sus "cuatropiés-lana"; ha de evitar a toda costa perder sus propiedades, y el temor a ser despojado de ellas, le incita a procurarse armas con que defenderse: ha entrado en el mundo la palabra MÍO.
Medita y llega a la conclusión de que su "dedo largo" no podrá defenderle. Si emplea armas arrojadizas, sabe por experiencia que, pocas veces, acertará en el blanco; necesita un arma fuerte, capaz de dar muerte a quien le ataque, pero sabe que la lucha habrá de ser necesariamente cuerpo a cuerpo, ya que así sacará el mayor partido posible a sus extraordinarias fuerzas.
Con este pensamiento Zuoka se procura dos piedras de sílex, con una de las cuales fabricará una punta de lanza. Sentado sobre montón de hierba que seca al calor del Sol, Zuoka golpea los dos trozos de sílex sin preocuparse de las chispas que un gran entre sí saltan.
De pronto, algo muy extraño sucede: El "espíritu devorador" se hace presente y en pocos momentos destruye la hierba sobre la que está sentado. A Zuoka le parece que ha sido como cuando la "luz que baja de arriba" se comió el gran "brazo del campo"; el mismo calor, el mismo olor picante. Cuando todo ha concluido, Zuoka se encuentra con que el "espíritu devorador" se ha comido la hierba con que alimentaba a sus "cuatropiés", incluso él mismo ha sido mordido por el "espíritu devorador". Sin embargo, acaba de descubrir algo tan trascendental que, ni siquiera todos los hombres que han vivido desde Zuoka hasta hoy, han podido valorar su importancia. Zuoka, sin embargo, tiene la revelación de que en adelante podrá conjurar al "espíritu devorador" y que su calor y su luz le defenderán de cualquier enemigo.
Zuoka reflexiona y procura reproducir las condiciones que dieron lugar a la aparición del "espíritu devorador" y, en efecto, el hecho se repite exactamente con los mismos signos, si bien, la experiencia le ha enseñado que debe separarse antes de que el "espíritu devorador" le muerda como la otra vez. El éxito de la experiencia repetida, sobrecoge a Zuoka al comprender que puede desatar una fuerza formidable y desconocida, y de su corazón se eleva un cántico que quiere expresar gratitud, temor reverencial y el orgullo de poder manejar a un "espíritu" tan potente, mientras que ninguno de sus hermanos es capaz de hacerlo.
Se siente elegido y ello le asombra, pero recuerda cuando fue mordido por el "espíritu devorador" y, para evitar que vuelva a atacarlo, decide que hasta siempre, ante la entrada de su caverna estará presente y que Zuoka le aplacará ofreciéndole hierbas, maderas olorosas que él arrancará del bosque y, en ocasiones, las mejores piezas de la carne de sus "cuatropiés", de modo que jamás sacrificará ninguno de ellos sin reservar la mejor parte para el "espíritu devorador".
Así fue como Zuoka, el padre de las gentes, consagró su morada y cuanto en ella había, al "espíritu" que, en recompensa, le protegió desde entonces ahuyentando a los "cuatropiés" de boca y garras poderosas.
Zuoka es fuerte, muy fuerte, posee cuatro pies-lana" que le proporcionan carne, leche y abrigo; cuenta con la protección del "espíritu devorador" que aleja de él los peligros y hace aumentar sus bienes, ha aprendido los caminos del valle y de la montaña y sabe cosechar para el tiempo de las aguas y, con todo, no es feliz.
En las largas "lunas" del tiempo frío y en las limpias mañanas del "tiempo de las flores", cuando las brisas le traen el perfume ardiente de la tierra como hembra en celo, Zuoka se siente solo y añora la compañía de una "suave" con su palabra blanda y sus "estrellas" tiernamente dulces, como la fruta madura. En estos momentos Zuoka desgrana del fondo de su corazón melodías que mojan sus "estrellas dormidas" mientras piensa que daría la mitad de sus "cuatropiés" y de sus frutas a cambio de una "suave" que compartiera con él la otra mitad. Lo daría todo, todo menos el pequeño altar en que está presente el "espíritu devorador" que le protege y le acompaña en las "lunas" largas y frías con el susurrar de sus palabras arcañas que Zuoka no entiende, pero que le hace sentirse acompañado y defendido por las grandes y misteriosas fuerzas. A esto no renunciaría porque teme que el "espíritu devorador" se enoje y le abandone para no volver jamás a su hogar, dejándole a merced de los cuatro pies" de boca grande y dura, que destruirían sus propiedades y, tal vez, a él mismo.
Zuoka anhela la compañía y, sin saber por qué, espera que algún "sol", el más hermoso, llegará hasta él una "suave" que gorjeará a su oído dulces palabras; por ello, cuando de lo alto descienden las llamas del sol, sale de la gruta y, en pie, dominando con su presencia y su voz todas las barrancadas que bajan al valle, lanza al "ulú" su canción, promesa de fecundidad, que los montes repiten estremecidos, alborotando a los "alas" posados sobre los "brazos del campo", en los imponentes picachos de las cumbres y, agitando los corazones de las "suaves" de la tribu" que acampa al otro lado del valle, temerosas de acercarse a Zuoka, el poderoso, el que ha vencido al "frío de la carne" y a las bocas crueles de los "cuatropiés".
Por fin se cumple su esperanza. Un "sol", cuando Zuoka acaba de gritar su canción de ardiente y tierna llamada, le llega la voz de su "buena" que, a distancia, le llama; le trae un mensaje de la tribu, y pide su permiso para acercarse.
Zuoka imagina a su "buena" con la luz de sus "estrellas" temerosas y fijas en el altar del "espíritu devorador"; puesto en pie, con el gozo iluminando su rostro, Zuoka se adelanta hacia su "buena" hasta recibirla en sus brazos.
Los ancianos de la tribu han decidido en consejo que, puesto que ha sobrevivido solo mientras la tribu ha sido diezmada por el hambre, las enfermedades y los ataques de los "cuatropiés", es, sin duda, porque Zuoka posee misteriosos poderes, como lo prueba el "espíritu" que durante "soles" y "lunas" guarda la puerta de su caverna.
Así pues, han decidido rogar a Zuoka que tome a la tribu bajo su protección, perdonando su abandono y siendo para ella garantía de bendición y seguridad frente al hambre, al frío y las enfermedades y, en fin, a la adversidad. En desagravio, la tribu, además de aceptar las condiciones que decida imponerles, ruega a Zuoka le permita ofrecer las más hermosas doncellas florecidas entre sus hermanos y esclavos, a fin de que le amen y sirvan.
Zuoka acepta, y parte su "buena" en busca de la ofrenda de la tribu; poco después, regresa acompañada de dos jóvenes "suaves" engalanadas con flores y entonando canciones de bodas. Puesto en pie y sin adelantar un paso cruza ante ellas el "dedo largo" que le acompañó en sus correrías durante tanto tiempo, ofreciendo uno de sus extremos a cada joven. Luego, poniendo sus poderosas manos en el centro del "dedo largo", lo quiebra en dos, dejando un trozo entre las manos de cada joven. Después las invita a acercarse y, apoyado en los juveniles hombros de las "suaves" se encaminan hacia la morada. Ante la entrada de la caverna se detienen y las "suaves" toman ramos de hierbas olorosas y se las ofrecen al "espíritu devorador" junto con los pedazos del "dedo largo", tras lo cual Zuoka y las "suaves" penetran en la gruta. Él va hasta sus "cuatropiés", escoge el más cebado y lo sacrifica ante el altar, ofreciendo al "espíritu" la mitad de su carne. Cuando se ha consumado la ofrenda, Zuoka apoyado en sus esposas y seguido de su "buena" se dirige al fondo de la gruta donde celebran el banquete de bodas, tras el cual deposita en cada una de las doncellas la "lluvia de la fecundidad" que dilatará su linaje hasta el fin de los tiempos.
Luego sale al repecho y lanza su grito de victoria que baja al valle rebrincando gozoso en cada grieta del terreno, anunciando a su pueblo que Zuoka, el fuerte, el abandonado, el vencedor de la soledad y del "frío eterno" se reconcilia con sus hermanos y será en adelante el Dios protector de las "estrellas dormidas" para su tribu.
Dijo estas palabras con un tono de voz que yo no sabría describir. No era el tono fatigoso del anciano que ha hablado por más tiempo del que su edad le permite. Era como, si al narrar la historia de su pueblo se hubiese sentido con el alma desnuda y, púdicamente, tratara de ocultarla... como si dejase de decir algo que debiera quedar oculto a los extranjeros por pertenecer exclusivamente a las gentes de su pueblo.
Yo guardé silencio por algún tiempo, hasta que, temiendo que se hubiera quedado dormido -tal era su inmovilidad- le pregunté:
-¿Vivió mucho tiempo Zuoka, el padre del fuego?
-Mucho -respondió, y luego, con voz que recordaba el ulular del viento entre los seculares árboles que circundaban su gruta-. Los dioses no mueren, tan solo cambian de vestidura.
Fin