Aprendí a leer a edad muy temprana, porque me enseñó mi madre.
Cuando me dejaban a cargo de mi abuelo, siempre le veía rodeado de sus libros, aquellos manuscritos que hoy son verdaderas reliquias.
Me fascinaba observar la expresión extasiada de mi abuelo paterno, mientras leía, con sus gafas de grueso cristal.
Era miope, pero no le impedía leer sin descanso, horas enteras.
En un descuido suyo, me encaramaba a la silla, cogía uno de sus libros y lo hojeaba.
Él, me sentaba en sus rodillas y me leía algún párrafo del libro.
Es difícil, complicado, describir la maravillosa y mágica sensación, lo que suponía para mí, aquel caudal de cultura, todavía lejano a mi mente infantil.
Solo sé que la imagen de mi abuelo, sentado a la mesa, rodeado de libros, era algo que me acompañaba siempre.
Perdí la vista de adulta, con 33 años, y leer en vista, era devorar libros casi sin digerirlos.
Quizás por tener una memoria de elefante, como me decían algunas personas, me resultaba fácil registrar en mi mente lo que leía, recordando con bastante fidelidad lo que había leído.
No leía por leer, ni por obligación, ni por competir, leía por simple y sencillo placer de la lectura, leer, esa palabra llena de magia, de conocimiento, de bálsamo en tantos momentos duros de nuestra existencia, era lo más grato que tenía en los años de mi vida.
En la caja fuerte de mi memoria, duermen los recuerdos de aquellas tardes en las que recorría, pacientemente, las librerías de mi ciudad, siendo cada incursión una experiencia inolvidable, el dependiente, si era un lector nato, ya teníamos tema de conversación, recomendarnos libros, hablar de los que habíamos leído, y los minutos transcurrían sin sentir.
Cuántas tardes de invierno me alcanzó la lluvia, cuántas tardes sintiendo los copos de nieve en el rostro, mientras caminaba en dirección a la biblioteca municipal, en busca de los apuntes para un examen, y papá perdiendo la paciencia, cada vez que me traía libros que le prestaban los amigos y yo los leía con tanta rapidez, que llegaba el fin de semana sin tener ya material para leer.
En una ocasión, cuando estaba en la consulta del oftalmólogo, mi padre le me decía delante del especialista que no leyera tanto, porque me castigaba la vista.
Era una manera de tratar de presionar un poco, para que no me excediera.
El oculista le respondió que pedirme que no leyera tanto, era igual que pedirme que dejara de respirar.
Sencillamente, no podía.
Nunca le di importancia a la cantidad de libros que leía, no me llamaba la atención, sí valoraba los momentos tan gratificantes que la lectura me ofrecía.
Pararse delante del escaparate de una librería antigua, contemplar el abanico multicolor de las portadas de los libros, decidir cuál adquirir, pensar en el escaso presupuesto para comprar libros, echar mano de las librerías de segunda mano, examinar el libro, comprobar si está en buen estado, tener la oportunidad de acudir a la feria del libro más importante de Europa, eran cosas que me llenaban plenamente, nunca fui tan feliz, como en esas ocasiones donde el libro, la lectura, adquiría un papel estelar.
Más tarde, al perder la vista de repente, quedé total y literalmente, rota.
Rota, en el sentido literal de la palabra, y ahora, ¿quée?
¿Cómo leo?
¿De qué manera?
El braille, quedaba lejos todavía, porque iría al centro de rehabilitación de la ONCE, en Sabadell (Barcelona), pero, mientras, ¿qué hacer?
Supe de la existencia del libro hablado, cuando lo tuve entre mis manos por primera vez, me resultó una aventura extraña, pero podría servir, al menos para salir del paso.
Leer con los oídos me resultó una vía de escape, de evasión, pero no me llenaba, no me convencía, me faltaba algo.
No estoy en contra de la lectura auditiva, pero en mi caso particular, por mis circunstancias, no servía.
Lectores que leen deprisa, sin vocalizar, de manera anodina y monocorde, sin apenas inflexiones en la voz, me aburría mortalmente.
Hubiera sido un buen recurso, de no ser porque llegó un momento en el que ya no discriminaba, no entendía, no captaba, era una pérdida de tiempo tratar de leer de esa manera.
Con un oído funcional, puedes comerte el mundo leyendo, con un oído caprichoso como el mío, es una tortura.
Antes de rendirme y tirar la toalla, el braille hizo su aparción.
El hada madrina, con su varita mágica, con una espléndida sonrisa, hizo su aparición.
Aprender a leer en braille supuso la más gratificante de las experiencias.
Tener por fin, después de tanto tiempo un libro entre las manos, aprender a superar los contratiempos, dejar de lamentarse por lo que ya no tiene solución, ponerse manos a la obra, dejar atrás el dolor, la amargura, la impotencia, dejar paso a una nueva manera de leer, era un trabajo arduo, pero necesario.
Recuperar la estabilidad emocional, poder leer de nuevo, dar gracias a la vida porque, a pesar de todo, podía seguir leyendo, podía continuar con ese eterno romance entre la lectura y yo.
Jamás diré qué sistema de lectura es el mejor, cuando veía, leer en tinta era divino, cuando leía con los oídos, era diferente, ahora, con el braille, me resulta difícil expresar con palabras, qué es leer para mí.
Es todo.
Anoche, entrelazando la madrugada con el amanecer, leyendo en el silencio nocturno, con un cielo cuajado de estrellas, una temperatura demasiado calurosa para estas fechas, pero en la terraza de casa eso no es un inconveniente.
Enfrascada en el libro, transcurren las horas, horas llenas de magia, solo me queda dar gracias a la vida, por brindarme a pesar de todo, esta magnífica oportunidad.