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  Memorias de un Braillista Cincuentón (Jesús Alberto Gil Pardo)
 
 
 
 
  Memorias de un Braillista Cincuentón
 
  Jesús Alberto Gil Pardo
 
Seguramente a nadie le interesará que un anónimo ciudadano europeo nacido en una remota aldea de la Soria que tan bien cantara el poeta Antonio Machado, sí, aquél que a sus alumnos les inculcara eso de que las cosas han de hacerse despacito y con buena letra porque el hacerlas bien importa más que el hacerlas, le dé ahora por contar sus andanzas de ciego aventurero, sibarita de puntos y tenaz aprendiz de sensaciones.
 
Puede que no, pero acaso sí. Acaso sí le interese a alguien alejado de aquí y de allá el que comparta cómo superó su agonía de vidente terminal y pasó a ser ciego renacido de primeras veces gracias a unas simples protuberancias en cartulinas de papel. Y que, conociendo su historia, se anime, también él, a adentrarse en los vericuetos de la palabra para conquistarla y, haciéndolo, hacerse Caballero del andante Punzón y simpar paladín de la más hermosa y nunca cantada Pauta del Surco Ancho. Que no es baladí mi afán, mas no cejaré en el empeño por muchos molinos a los que enfrentarme deba para vencerles en la singular batalla de las planas pantallas y la metálica voz de un gigante malandrín con nombre de tiburón. ¡No, no lo haré. No cejaré en dar la batalla!
 
En el año del Señor de 1987, treinta años ha, mientras al Muro de Berlín le quedaban dos de historia aunque pocos pudieran sospecharlo, me afilié a la ONCE. Al hacerlo lo que buscaba era ayuda para seguir estudiando la carrera de Filosofía y Letras. No quería someter más a mi padre, agricultor y ext transportista de vino, aceite y huevos, muchos huevos, a la tortura de leerme en voz alta conceptos tan extraños para él como movimientos demográficos, fósiles, ritos funerarios prehistóricos o preguntas de filósofos con nombres alemanes que a él nada le decían y se le atravesaban como se atraviesa la cizaña entre la mies. Ayuda que sí obtuve y que trajo en el lote el aprendizaje de técnicas de vida diaria y movilidad que me enseñaron a tomar en ristre un bastón blanco y ponerme por yelmo trucos de malabarista como enhebrar agujas, practicar con el tacto, incluido el de los pies y afinar el oído para encontrar una moneda o un papel o una naranja.
 
Pero lo mejor estaba por llegar: unos clavitos, concretamente seis, que se disponían de forma ordenada sobre una tabla de madera compartimentada con agujeritos, en dos columnas y que, según los fuera colocando significaban una cosa u otra. ¡Eran letras! Y de la madera al papel, y de los clavitos a los puntitos, y en medio un chico francés de un pueblo como aquél en que yo estudié. Y de las letras de clavitos a las palabras de puntos y a las páginas y a los libros y a la magia y a la sorpresa.
 
Y aprendí no sólo a leerlos, si no también a escribirlos, primero como si revelara fotos y luego como la más esforzada mecanógrafa. Y de ahí hasta aquí.
 
Leí libros, fui correo de zares, pirata de mares bravíos, descubridor de territorios ignotos con majestuosas cascadas y valles fértiles en la lejana África. Aprendí a tocar, antes sólo sabía acariciar los surcos de la frente de mi abuelo herrero o los pétalos de las amapolas en medio de las olas verdes de las espigas de trigo y cebada en la Solana o la Cantera, espumeantes hechiceras de rubor de coqueta enamorada. No era poca cosa esto de las espigas y los pétalos y los surcos, pero claro…
 
Que sólo yo pudiera saber qué me decía en sus cartas la que llamaba oasis en mi desértico corazón aunque sólo fuera espejismo de ciego o que en mi pueblo se congregaran, en torno a mí, para ver cómo era eso de elegir mi papeleta de votación en las elecciones de turno, hasta tanto que fui noticia de periódico, es mucho.
 
Treinta años de braille que este ciego cincuentón cuenta deshojando puntos como pétalos de azucena, que los de la margarita los dejo para los que no se apiadan de la pobre flor, que digo yo, qué culpa tendrá ella de las dudas del bobalicón enamorado que, en vez de preguntárselo a la interesada, se dedica a arrancarle los pétalos a ver si le quiere o no.
 
En toda memoria que se precie han de desfilar acontecimientos menudos, amén de los mayúsculos. Y en éstas, yo tampoco quiero escatimarlos.
 
Un 5 de diciembre de 2001 pude hacerle a mi sobrina Susana el regalo de leerle un cuento escrito por mí gracias a esos puntitos mágicos. Un 18 de marzo de 2009 leía el epitafio del Maestro en el Panteón de Hombres Ilustres de París. Un 27 de julio de 2009 hacía cola delante de la casa de Anna Frank en Ansterdam mientras leía en braille fragmentos de su Diario. Un 12 de agosto de 2012 repasaba, trémulo, el plano con indicaciones braille y táctiles del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau poco antes de adentrarme en aquel páramo de horror y muerte. Un 26 de mayo de 2014 preparaba las notas en braille que constituirían la base de mi discurso de recogida del Premio Tiflos de Cuento. En fin, un 22 de abril de 2016, pude leer, gracias al braille, el diploma que acreditan mis 25 años de dedicación al trabajo en la ONCE y que acompañaba a la medalla de plata correspondiente.
 
Memoria de memorias hechas de tenacidad y puntos con mucha ilusión y curiosidad. Curiosidad que nunca en mí se sacia y que se prolonga en sencillas combinaciones de pequeños puntos. Pero, qué grandes y qué hermosos.
 
He de acabar aunque no termine de recordar. La etiqueta de aquella botella de vino, el programa de aquel concierto del Liceo, los botecitos de aseo de aquel parador…
 
Querido Louis Braille, si un día nos encontramos, sin dudarlo, te diré lo mismo que al final de cierta película con nombre de ciudad dice el protagonista: “Este es el comienzo de una gran amistad.” Mientras tanto, seguiré acumulando memoria de tu legado.
 
 
 
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