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  Madrid 13 de Diciembre, Cuento para Acunar un Sueño roto (F. Javier Bernal García)
 

 

 

Madrid 13 de Diciembre

Cuento para Acunar a un Sueño Roto

F. Javier Bernal García.

Subieron los últimos escalones de la salida de metro y Jorge le dio una palmada en la espalda a Anselmo despidiéndose como siempre hasta la noche. Anselmo se había convertido en su mejor amigo, fue su hombro en estos tres intransitables meses, el ángel de la guarda que le daba ánimos en los momentos de mayor hundimiento, hasta el punto que en ocasiones le llamaba cariñosamente "Angelmo". Le doblaba la edad, la semana anterior había celebrado su 50 cumpleaños, era un hombre curtido por la vida y las innumerables experiencias.

Mientras circulaban por debajo de Madrid en aquel gélido 13 de diciembre, Anselmo le contó que durante muchos años, más de 70, esta fecha siempre había sido una gran fiesta, Santa Lucía, el día de la patrona, pero aquello desapareció de un tijeretazo, y algo que nació para ser un símbolo de todos ellos, cayó como las columnas del templo de los filisteos empujadas por Sansón. Desde entonces todo este gran santuario levantado por tantos, huérfano ahora de su fundamento, parecía transmutarse aún a mayor velocidad, y es que los símbolos son más sólidos incluso que las estructuras de piedra. Así reflexionaba su buen amigo cuando llegaron a la parada.

Jorge fue recordando la conversación mientras se dirigía a su esquina a unos metros tan solo de la salida del subterráneo. Una vez allí, como cada día, colocó su mercancía en los correspondientes soportes, y éstos prendidos por las distintas partes de su gabardina. De nuevo volvía a convertirse en un hombre anuncio, un escaparate viviente para realizar una jornada inacabable. Es cierto que en su contrato obviamente figuraba un horario de trabajo acorde con la legalidad, sin embargo, sus amigos y el bueno de Anselmo le aconsejaron realizar tantas horas como fuese menester, y es que al parecer había cláusulas no escritas, según le explicaron hasta persuadirle, en virtud de las cuales su continuidad laboral dependía del cumplimiento de unos objetivos de rentabilidad, y ello aunque el sobreesfuerzo no conllevase una mejora relevante en un salario que apenas alcanzaba la consideración de subsistencia. Tampoco aquello le resultó demasiado extraño a Jorge: en sus libros de economía ya había leído en autores filomarxistas y keinesianos, que éste era uno de los numerosos excesos del capitalismo moderno: contratos formalmente impecables y condiciones latentes ciertamente desmedidas. Lo que le sorprendía es que alguna de estas prácticas economicistas pudieran tener cabida también en entidades sustentadas en la finalidad social.

Pero aquella mañana a 5 grados bajo cero según escuchó en la radio, tenía una sonoridad muy diferente a las demás. Entre el ruido de coches, taceteo de las cafeterías, ir y venir de los primeros transeúntes, sobresalía la melancólica música de un violonchelo proveniente de la boca de metro que él habitualmente utilizaba. Conocía muy bien aquella melodía, era una sonata de Brahms para piano y chelo que parecía ponerle el broche de platino a un otoño que se despedía con frío de recio invierno. Muchas veces pasó aquella misma sonata por sus manos, y ahora, de buena gana habría acompañado al piano a aquel violonchelista desconocido, en lugar de estar allí como una estatua egipcia sujetando una pared que de ningún modo amenazaba con caerse. Sí, como una estatua egipcia, o mejor como una columna griega, pero con su "capitel" en plena ebullición.

Aunque su experiencia aún era corta en estos menesteres comerciales, ya había tenido suficiente tiempo de percibir ciertas cosas relevantes: le resultaba ofensivo que cualquier adversidad humana se utilizase como estrategia de mercado. Desde luego no soportaba aquellos comentarios conmiserativos de algunos clientes, que le pedían algo de suerte para compensarle del intenso frío de aquellos días. Él había comprendido en los meses que llevaba en esto, que aquél era un modo de autojustificación para mitigar la conciencia culposa después de un acto de juego, sin embargo, ese tono compasivo de las gentes, unido a esa estética de estatua postulante, a Jorge siempre le parecieron tener puntos tangenciales con la mendicidad circundante. Pero ¿qué enfermedad aquejaba a una sociedad que permitía que sus miembros más desfavorecidos trabajasen encadenados a la intemperie de una acera desnuda?; ¿cómo no era posible que todos ellos dispusieran de un pequeño recinto en el que realizar aquellas mismas tareas en condiciones mínimamente dignas?

Así se interrogaba una y otra vez, mientras desde la salida de metro el violonchelo sangraba soledad por las 4 arterias de sus cuerdas. ¿Por qué estaría tocando en la acera en lugar de hacerlo en un pasillo del interior como era lo habitual? Es posible, se dijo, que se tratase de alguien recién iniciado y estuviese ensayando la mejor ubicación, o que hubiese preferido alejarse de un desconocido y subterráneo microcosmos, el pánico a enfrentarse a un nuevo entramado social. En todo caso, imaginó Jorge, estaría sintiendo algo parecido al durísimo impacto que él mismo experimentó en su primer día de trabajo..., ¡ay!, si tía Úrsula hubiera vivido...

Tía Úrsula se sintió muy contrariada cuando él sacrificó los últimos cursos de piano por los estudios de economía, tampoco éstos los había acabado: el agravamiento de sus retinas, luego ese tiempo de reconciliación con la cruda realidad, y finalmente la rehabilitación y adaptación a una situación completamente nueva. Todo ello hizo que las cosas se demorasen mucho más de lo que hubiese deseado. Pero tía Úrsula, una melómana incorregible, nunca perdió la esperanza de que volviese a la música. En los últimos momentos de su enfermedad le llamó para decirle que le dejaba unos ahorros y que los dedicase a concluir sus estudios, aunque no fuesen los de piano. Pero qué podía hacer él en Madrid con esa pequeña cantidad de dinero.

En las doce semanas que llevaba como "emperador" de aquella acera, no cesó nunca de soñar ni un solo instante. Miles de fantasías, miles de proyectos, miles de presupuestos se entrelazaban como los hilos de una urdimbre, desde los más realistas hasta los más extravagantes, pero el dinero de tía Úrsula no era suficiente para empezar con ninguno de ellos..., salvo..., salvo viajar a un país donde esa exigua cantidad tuviese un valor 10 o 20 veces superior, sin embargo, si le faltaba coraje para lo más cercano, mucho más le faltaba para una aventura como esa. No obstante, cuando más pesaban el cansancio y el hastío al final del día, entonces era esa idea la que le liberaba y le hacía resistir las últimas horas: se recreaba en elegir el país al que iría a vivir, por cuál negocio acabaría decidiéndose, o de qué modo estaría relacionado con la música para homenajear a tía Úrsula.

Como de costumbre, su mente viajaba una y otra vez escapando de la realidad de aquella fría mañana, desolada a pesar de que ya se percibían los primeros indicios de la cercana Navidad. Únicamente el amarillento sonido del violonchelo le algodonaba el alma y le hacía descender de su nube de sueños a la tierra firme, y allí se encontraba él, mimetizado con el mobiliario urbano, rodeado de acuciantes sombras, las sombras que proyectaban sus retinas prácticamente dormidas, las sombras de la alienación moderna y la marginalidad antigua, las sombras del fracaso vital con tan sólo 25 años, las sombras de un futuro insustancial amarrado a una acera de Madrid, sin otra esperanza, sin otro consuelo momentáneo que la música de aquel chelo interpretando a Brahms, una llamarada de luz en medio de aquella polimórfica oscuridad. Al menos aquel músico, pensó envidiándole, estaba ejecutando un espectacular trozo de arte, un impresionante lienzo sonoro, ¿pero y él, qué es lo que él hacía todo ese tiempo en modalidad de espera, todas esas horas contemplativas de irrellenables espacios en blanco?

Así, ensimismado en sus pensamientos, al principio no se percató de que la poca gente que por allí pasaba aquel antártido día, había empezado a acelerar el paso. notó que algo frío y húmedo le caía en la gabardina y entonces se dio cuenta: ¡estaba nevando!

Recogió a toda prisa sus pertenencias y las echó en su mochila. Desplegó el bastón para dirigirse a la entrada del metro, cuando sintió una mano en su brazo que con delicadeza trataba de guiarle hacia las escaleras. El chelo había dejado de sonar y por unos momentos deseó que aquella mano, sin lugar a duda femenina, fuese la que poco antes había derramado melancolía desde el asfalto hasta el cielo de Madrid.

No tardó en resolverse su duda. Una vez estuvieron a cubierto, escuchó Jorge cómo su acompañante apoyaba en el suelo un instrumento musical:

- ¿Entonces tú eres la reencarnación de Brahms? -Preguntó bromeando.

- No. Soy una descendiente desconocida de Brahms y Clara Schumann. -Devolvió la broma una joven en perfecto castellano y almibarado acento francés. Le temblaba la voz y todo el gesto, sin duda que por el frío intenso de aquellas horas..., y quizás también..., quizás el miedo, supuso Jorge, repitiéndose un día más que en el desamparo de la calle, nunca se distingue bien la frontera entre el trabajo y la indigencia.

- Estás tiritando... ¿es el frío del cuerpo o de mucho más adentro?, -Se atrevió a preguntarle.

- Estoy a punto de congelarme y además es la primera vez que... -Se le entrecortó la voz.

Jorge le puso la mano en el hombro y la atrajo hacia sí unos milímetros. Ella se mantuvo hierática, expectante, pero no rechazó aquel gesto de ternura, de calor humano, que probablemente estaba necesitando, según creyó él:

- Estás temblando como un inexperto gorrión recién escapado del nido, sin saber muy bien qué hacer y adónde ir. Te has quedado aquí en la acera, en la mismísima boca del dragón para no ser tragada por él, temes que allá dentro puedes ser mucho más vulnerable. Te has acercado a mí para ayudarme, en la convicción quizás de que encontrarte con alguien más frágil que tú te daría la fuerza que ahora mismo necesitas. Y aquí estamos los dos perdidos en un rincón del mundo, a punto de ser devorados por el monstruo del frío y de la nieve, el monstruo de la soledad, el monstruo de la incertidumbre... ¡Tenemos que huir de toda esta fatalidad!

- Yo ya estoy huyendo. -Respondió ella lacónicamente.

- Sí, y sabes muy bien de lo que vas huyendo, pero posiblemente no sabes hacia dónde te empuja el viento helado de la huída. ¡vámonos lejos de aquí, la música podrá salvarnos!

Jorge estaba atónito al escuchar sus propias palabras que de pronto se habían convertido en extremadamente trascendentales, también por su atrevimiento al hablar así a alguien que acababa de conocer, aunque a él le pareciera que sabía de ella de toda la vida. Trató de descender a la realidad, ambos estaban tiritando, y exclamó decidido:

- ¡Vamos a tomar café!, lo necesitamos, o nos convertiremos en dos muñecos de nieve perdidos en una estación del metro de Madrid. Tengo muchas cosas que contarte.

Ella se quedó inmóvil, no respondió al ofrecimiento. Jorge buscó con delicadeza la punta de su dedo índice y tiró con suavidad, como ella lo había hecho unos segundos antes:

- La música puede salvarnos. La música puede liberarnos de estas absurdas ataduras y de un futuro sombrío e incierto. ¡vamos a hablar de Brahms y del chelo entre dos cafés humeantes!

No había ser humano capaz de volver a enfrentarse a aquella temperatura siberiana, así que la muchacha se dejó llevar y se encaminaron a la cafetería atravesando un alud de nieve que a Jorge le pareció una caricia del invierno.

En el interior, durante más de dos horas, hablaron de música, del melancólico Brahms, de Anselmo, de tía Úrsula, y cómo no, Jorge le contó los pormenores de su repetitivo sueño en el que ella podría ser si lo deseaba la invitada de honor: de los ahorros que valdrían 10 veces más en aquel país anhelado, de una tienda de instrumentos musicales, de reparación y afinación, de clases de música, de pequeños conciertos de chelo y piano... La chica se mostraba, a veces entretenida, otras burlona, escuchando aquel sueño de alguien con quien seguro nunca habría imaginado tropezar ese día:

- Y dime, Peter Pan, ¿en ese país nos crecerán las alitas? -Preguntó sonriendo la joven, tal vez buscando en la ironía ese punto de realismo en todo aquello que debió parecerle una graciosa fantasía juvenil.

- Tú no las necesitas, ya las llevas. Eres el segundo ángel de la guarda con que me he encontrado en tan poco tiempo. -Replicó Jorge en el mismo tono antes de continuar todavía más serio.- No, por supuesto que no. Las alas las necesitamos en este momento para poder llegar hasta allí. Pero es necesario batirlas con fuerza y remontar el vuelo, antes de que se cubran de polvo y barro de la ciudad y se vuelvan demasiado pesadas para volar. Antes de que quedemos atrapados en la abrumadora cotidianidad, en el fango de la inmediatez, como cormoranes sumergidos en una mancha de petróleo, y nuestras alas se conviertan en un par de torpes piernas. Tenenmos que huír de aquí antes de que la realidad nos doblegue y nos someta a su imagen descarnada. Sé que esto te parece una fantasía de niños, una locura adolescente, sin embargo permíteme que te diga, que verdaderamente son muchas las oportunidades que nos presenta la vida para hacer locuras, pero yo te pregunto: ¿cuántas veces nos da una oportunidad de hacer una locura con una probabilidad sobre 10 de que conduzca a la felicidad?

La chica no respondió a aquella pregunta. Se produjo un larguísimo silencio:

- Tengo ya que marcharme, en otra ocasión continuaremos hablando, -dijo ella poniendo fin a una pausa de más de un minuto.

Ya en la puerta de la cafetería Jorge comentó:

- Ni siquiera nos hemos preguntado el nombre, pero aunque te vayas sin decirme el tuyo, te saludaré cada vez que te reconozca entre todos los chelos de Madrid, el modo de interpretar a Brahms siempre me dirá que eres tú.

Ella calló de nuevo durante unos instantes y le respondió como si se tratase de una novela de suspense:

- Tengo que irme. Regresaré algún día para decírtelo. Los nombres tienen una enorme fuerza interior, a veces son símbolos que nos empujan desde el fondo de nuestros pensamientos no conscientes. Si te digo mi nombre en este momento, seguro que no querrás dejarme ir, tratarás de atraparme en ese sueño que endulza tus horas de espera y en el que de pronto me has incluido. Harás sin duda por subirme contigo a ese caballo al galope que recorre tu mente en busca de un futuro más luminoso..., y yo..., yo tampoco sé ahora mismo de cuánta energía dispongo para correr en la dirección contraria...

Jorge se quedó pensando en eso que parecía el enigma de la esfinge. ¿qué símbolo secreto escondería aquel nombre? No hacía demasiado, dos horas o tres antes, había hablado con Anselmo de la fuerza simbólica de aquella fecha: ¡Dios mío!, ¿sería Lucía su nombre? Pero no, mil veces no. No podía ser, el nombre de Lucía significaría un empujón hacia atrás, una cadena atada a los pies, una llamada a perpetuarse en la situación actual. Sería como quedarse en el mismo lugar, a las puertas del paraíso perdido a resistir junto a compañeros como el bueno de Anselmo, o junto a quienes esperan la llegada del ángel exterminador que fulmine con su rayo a los vigilantes del edén, o junto a aquellos otros que recogen las migajas que arrojan desde su interior los elegidos, o simplemente quedarse como la columna griega sosteniendo un edificio de una calle de Madrid, soportando agravios de señores y lacayos del jardín sagrado, en lugar de perseguir un sueño loco al lado de aquella musa del violonchelo.

Escuchó sus pisadas que se alejaban muy despacio, como si a ella también le costase un gran esfuerzo deshacer aquel encuentro mágico y casual. Se sintió dolido por aquella despedida que no era capaz de evitar. Estaba irritado por no saber descifrar el secreto de su nombre, incluso, ofuscado, pensó que aquello sólo había sido una licencia de tía Úrsula para azucararle una mañana casi navideña, enviándole desde el más allá por unos minutos a la diosa de la música. ¡Diosa de la música! Su cerebro se iluminó de repente con ese relámpago de inspiración, entonces lo pudo ver todo con nitidez. Le pareció que la muchacha aún no había alcanzado la escalera, ¡quizás aún había tiempo!, pronunció aquel nombre en voz alta y en ambos idiomas:

- Cecile..., Cecilia..., Cecile...

Ella retrocedió sobre sus pasos, como si hubiera albergado la esperanza de que en el último momento él hubiera resuelto el misterio, -al menos así fantaseó Jorge-. dejó nuevamente el instrumento en el suelo y le tapó la boca con ambas manos, probablemente para que no lo repitiera una y otra vez, como si esa repetición pudiera ser el último impulso que necisitase para volar por encima de las nubes. Él, sin atender a las consecuencias, la levantó en el aire y dio unas vueltas en señal de triunfo por haber descubierto el gran enigma. Entre tanto Cecile le gritaba sin convicción que la dejase poner los pies en el suelo, y ambos soltaron una carcajada al reparar en el doble sentido que en aquel momento cobraba esa expresión: "poner los pies en el suelo".

Sin haberse apagado aún la risa de su boca, como esos días, imaginó Jorge, en los que la lluvia irrumpe antes de ocultarse el sol, Cecile rompió a llorar desconsoladamente. Él no le preguntó por los motivos, no quería saber: cualesquiera que fuesen las razones de aquel llanto, estaba seguro de que podrían dejarlas atrás. Y aunque le habría gustado abrazarla y acurrucarla como a un cervatillo perseguido por una manada de leones, no tuvo el valor. Se limitó a apretarle con fuerza la mano como si quisiera trasmitirle una seguridad que a él tampoco le sobraba, y se puso a caminar:

- Cecile, ¡vayamos hacia la música! Buscaremos un almacén de residuos radiactivos en donde dejar los malos recuerdos y los infortunios, también todos aquellos pensamientos contaminantes que traten de emborronar nuestra ilusión y empequeñecer nuestras alas con reparos y estúpidas consideraciones.

Ella guardó silencio. tampoco preguntó nada. Fue, pensó Jorge, como si de pronto hubiesen dejado de existir los adverbios de modo, de lugar y de tiempo. Aceptó aquella mano que apretaba con firmeza la suya. Por segunda vez en aquel día se dejó llevar y ajustó su paso al de él, musitando con la voz aún quebrada:

- Yo no tengo la suficiente fuerza para...

- Sí, -interrumpió él-,pero tienes la "no" fuerza que yo necesito...

Muy pocos días después, Cecile le iba contando a Jorge cómo era Madrid vista desde el cielo, ¡Madrid!, esa hermosa ciudad a la que regresarían cuando aquel infatigable sueño se hubiese cumplido. Jorge escuchaba extasiado el afrutado acento francés de su acompañante, aquellas palabras musicales flotando en menta y perfume, cayendo luego como copos de nieve y miel caliente hasta el centro mismo de su corazón. Pasó la mano por la ventanilla, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Ante la pregunta de Cecile por el motivo de aquel gesto, le contestó intencionadamente:

- Estoy diciéndole adiós a mi buen amigo Anselmo y a todo su mundo, prometiéndole que volveré para abrazarle cuando estas dos maravillosas locuras se hayan hecho realidad.

- ¡Ah!, ¿pero es que ahora son dos las locuras? -Fingió ella entre maliciosa y divertida.

 

 

 

 

 

 
 
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