El País de los Ciegos
Herbert George Wells
Aproximadamente a trescientas millas del Chimborazo y a cien de las nieves del Cotopaxi, en la región más desierta de los Andes ecuatoriales, ábrese el valle misterioso donde existe el país de los ciegos. Hace cuatro siglos todavía era el valle accesible, aun cuando siempre insondables precipicios y peligrosos ventisqueros lo rodearon casi totalmente. Y tal vez entonces fue cuando algunas familias de indígenas peruanos se refugiaron en él para huir de la tiranía de los colonizadores españoles. Sobrevino después la terrible erupción del Mindovamba que hundió durante diecisiete días a Quito en las tinieblas; y desde los manantiales hervorosos de Yaguaxi hasta Guayaquil, flotaron sobre todos los ríos peces muertos. No hubo parte en la vertiente del Pacífico donde no se registraran desprendimientos formidables, súbitos deshielos que originaran inundaciones; y la antigua cúspide montañosa del Arauca rodó por la vertiente de la cordillera con ruido infinitamente multiplicado de catarata, cegó los caminos, y formó para siempre una barrera infranqueable entre el país de los ciegos y el resto del mundo.
En el momento de producirse este horror geológico, uno de los primeros colonos del valle había partido hacia las lejanas comarcas habitadas, con una delicada misión; y como al regreso no pudiera encontrar el camino ni abrirse ruta alguna, vióse forzado a dar por muertos a su mujer, a su hijo y a cuantos había dejado en la montaña, y a crearse una existencia nueva; pero las dolencias y la ceguera lo envejecieron en pocos años, y al cabo fue a terminar sus días oscuramente en una mina. ¿Por qué causa abandonó el refugio adonde fuera transportado muy niño, envuelto en harapos, sobre el lomo de una llama? La versión que dio de su peregrinación y de la vida de sus compañeros en el retiro inaccesible, constituyó el origen de una leyenda perpetuada hasta nuestros días en toda la cordillera andina.
El valle, según él, gozaba de un clima benigno y contenía cuanto puede necesitar el hombre: agua dulce, jugosos pastos, abundantes repechos de tierra rica en materias azogadas y cubierta de coposos frutales. De un lado, contenían los aludes vastos pinares; y de los otros, altas murallas rocosas, siempre crestadas de nieve, defendían el valle. Los torrentes del deshielo no llegaban a él, precipitándose hacia las llanuras por otros declives; sin embargo, a largos intervalos, enormes masas arborescentes, desprendidas de las cimas, pasaban cerca del vallecito donde nunca nevaba ni llovía, a pesar de lo cual su vegetación estaba siempre regada por canales dispuestos por el sabio capricho de la naturaleza. Todo esto hacía que los rebaños se multiplicaran y que los hombres vivieran en aquel oasis una vida próspera; pero una honda preocupación nublaba su dicha: una plaga extraña no sólo hacía nacer sin vista a todos sus hijos, sino que se la hacía perder a cuantos niños de edad tierna habían traído con ellos en su éxodo. Y fue precisamente en busca de un ensalmo o una droga contra tan terrible enfermedad, por lo que el viajero a quien se debe la leyenda afrontó las fatigas, las zozobras y los riesgos de aventurarse por gargantas y desfiladeros hacia la llanura.
En aquellos tiempos los hombres ignoraban aún la existencia de los microbios y el poder contagioso de la infección, y creían que sus grandes males eran castigo a sus pecados. Según el cándido emisario, aquella aflictiva ceguera provenía de que los primeros fugitivos, privados de la compañía y el consejo de un sacerdote, omitieron al tomar posesión del valle, erigir un altar a la divinidad; y el objeto de su viaje era adquirir uno que, no siendo demasiado caro, satisficiese la exigencia divina; también quería comprar reliquias, medallas y cuantos talismanes pudieran contribuir a mitigar el celestial enojo. En su bolso de viaje llevaba, para pago del santo remedio contra la ceguera, una barra de plata virgen, cuyo origen se negó a explicar; y aunque con la tozudez de un mentiroso torpe aseguró al principio que ni vestigios del precioso metal existían en el remoto vallecito, acosado, declaró al fin, con falsía evidente, que sus compañeros de retiro y él, que para nada necesitaban allá de las cifras de riqueza tan ambicionadas por los demás hombres, habían fundido cuantas monedas les quedaban, para fabricar aquel lingote, a través del cual debían recibir el favor del cielo.
Basta un leve esfuerzo de imaginación para figurarse al pobre enviado de la montaña con los ojos ya casi obscurecidos, calcinados del sol y de los reflejos de la nieve, inquieto y torpe entre los hombres comunes, extraños y ya casi nuevos para él, mientras torpemente, volteando entre las manos su sombrero, contaba la historia a un sacerdote que lo escuchaba con atención en que la sorpresa iba venciendo a la incredulidad. Nos lo figuramos anheloso de emprender otra vez la ascensión hacia su país, lleno el saco de las piadosas panaceas; y después, cuando estaba ya a medio camino, feliz con el resultado de su misión, imaginamos el desencadenamiento de la catástrofe y su horrendo drama al ver cerrados inexorablemente por el cataclismo cuantos caminos lo podían llevar al lugar donde sus compañeros lo aguardaban ansiosamente. Nada volvió a saberse de sus infortunios, a no ser su muerte después de haber rondado en tentativas varias y estériles el edén de donde no había sido expulsado por la espada flamígera del ángel, sino por las nieves infranqueables.
El torrente que antaño bajaba a la llanura en anchurosa vena desciende hoy repartido por entre rocosas hendiduras, y el recuerdo, transmitido de generación en generación, de las palabras torpes y sugeridoras del desterrado, creó la leyenda de que una raza de hombres ciegos existía en un lugar arcano de la montaña; leyenda que se hubiera convertido en mito si una casualidad milagrosa no la hubiese, hace poco, revelado en todo su horror. Mientras tanto, la misteriosa enfermedad siguió el curso terrible de sus estragos afligiendo a los habitantes de la aislada colonia.
La vista de los ancianos se debilitó hasta obligarlos a ayudarse con el tacto para todos sus menesteres; la de los jóvenes fue decreciendo Y tornándose confusa, y los recién nacidos vinieron ya al mundo sin vista. Sin embargo, la vida era fácil en el solitario vallecito: orillado de nieves y desprovisto de espinosos arbustos e insectos venenosos, sólo pastaban en él las apacibles llamas que, traídas por los primeros moradores, se habían multiplicado y circunscrito a vivir en la planicie, cercadas por los enhiestos hielos y asustadas por las insondables torrenteras. La lenta gradación del mal impedía casi a los desventurados darse cuenta de su infortunio; y estos primeros atacados de la plaga sirvieron de guía a los niños ciegos, quienes merced a ellos conocieron hasta los más recónditos repliegues del valle. Y cuando, muertos los ancianos, no quedó ni uno solo que pudiese ver el esplendor del mundo, la vida de la remota colonia no siguió por eso un curso menos plácido y laborioso.
El fuego fue conservado y transmitido de padres a hijos en hornillos de piedra. Aunque al principio los ciegos fueron gentes de tosco entendimiento, apenas pulidos con un tenue barniz de civilización ibérica, conservaron puro el idioma y vivas las tradiciones y el sentido de la inmemorial filosofía peruana. Si bien olvidaron muchas costumbres, crearon otras; y en su aislamiento llegaron por completo a perder la noción del mundo, que pasó a ser un ensueño cada vez más borroso, hasta abolirse en su conciencia. Para toda labor que no exigiese de insustituible modo el sentido de la vista, eran habilísimos; y al cabo surgió entre ellos un hombre emprendedor, inteligente y persuasivo, que impuso las primeras normas de una organización acomodada a la nueva naturaleza; más tarde nació y creció otro, que murió también cual su predecesor, y merced a los continuos esfuerzos de los superiores y a la disciplina de todos, la colmena ciega se multiplicó rigiéndose en las cosas fundamentales por principios justos, de modo que, al comenzar la quincuagésima generación a contar desde el antepasado que, habiendo partido hacia las llanuras con una barra de plata para comprar el socorro de Dios, fue bloqueado por el cataclismo y no pudo volver, el mundo ignoraba por completo la existencia de aquella agrupación humana sin vista perdida entre los hielos.
Y fue entonces cuando desde el mundo exterior, por azar, llegó al país de los ciegos el hombre cuyas aventuras vamos a referir. Núñez era nativo de los alrededores de Quito. Andariego y emprendedor, había leído libros y recorrido todo el país hasta el mar, sacando de viajes y lecturas un caudal de perspicaz osadía. Varios ingleses que iban a intentar la excursión a diversos picos de los Andes lo contrataron para sustituir a uno de sus tres guías suizos que cayó enfermo; y envalentonados por el éxito de algunas ascensiones bastante peligrosas, decidieron acometer la del altísimo Parascotopetl, durante la cual desapareció Núñez.
El relato del accidente se ha escrito lo menos una docena de veces, y en la versión de Pointer, superior sin duda a las otras, tiene un acento dramático y verídico. El narrador dice que, después de una subida casi vertical con riesgo constante de caer en el abismo, llegaron al borde de la última y más honda de las simas que los separaban de la cúspide y edificaron para pasar la noche una especie de cabaña en un saliente de la roca. De pronto, se dieron cuenta de que Núñez no estaba junto a ellos y, llenos de presentimientos pavorosos, lo llamaron a grandes voces, que se alejaban en el vasto silencio sin hallar respuesta... Durante toda la noche renovaron sus inútiles tentativas, unas veces gritando y otras silbando para ser oídos por el ausente; y sólo cuando la luz del alba les permitió descubrir las huellas de la caída, comprendieron que toda esperanza era vana. Núñez había resbalado en el declive de la vertiente patinando durante una extensión enorme y oblicua, en la cual el peso de su cuerpo imprimió un hondo surco y suscitó un alud.
La estela iba a perderse en una sima tras la cual la vista ya no podía distinguir nada; y en el fondo, después de largo y fatigoso escrutar a causa de las reverberaciones, creyeron entrever, indeterminadas por la bruma, las copas de unos árboles emergiendo de una caída angosta: el país de los ciegos. Mas como ignoraban la proximidad y aun casi la existencia de esta comarca legendaria, apenas se fijaron en aquel accidente del paisaje y, decepcionados por el revés, renunciaron el mismo día a la ascensión.
Pointer hubo de regresar a su patria sin acometer nuevas empresas; todavía hoy el Parascotopetl yergue hasta el cielo su cabeza inconquistada, y la choza edificada por los exploradores debió desaparecer bajo las nieves sin que jamás ningún otro hombre volviese a refugiarse en ella. Y, sin embargo, el guía que todos dieran por muerto, sobrevivió al resbalar, se sintió caer envuelto en torbellinos de nieve por un plano inclinado de más de mil pies hasta el borde de un precipicio, desde el cual volvió a rodar por otra pendiente, aturdido y casi insensible; y de caída en caída llegó al cabo a un lugar donde su cuerpo se detuvo, adolorido pero milagrosamente ileso, envuelto en la bola de nieve que lo había acompañado y salvado convirtiéndose en su vehículo. Cuando recobró el conocimiento, tuvo la ilusión de estar enfermo, acostado en su cama; pero pronto su larga experiencia de alpinista le impuso, aunque confusamente, la realidad.
Poco a poco, para reponerse se fue librando de su tutelar envoltura y vio en lo alto rutilar las estrellas. Durante mucho tiempo quedó inmóvil, preguntándose en qué región apartada de la tierra se hallaba; luego continuó sus investigaciones, y palpándose los miembros comprobó que su chaqueta, algunos de cuyos botones habían saltado en la violencia de la caída, habíasele arrollado al cuello envolviéndole casi la cabeza. El bolsillo donde guardaba la navaja estaba vacío y también había perdido el pico y el sombrero, a pesar, de llevarlo atado con un barboquejo. Esta última circunstancia le recordó que en el momento de resbalar estaba sacando pedazos de roca para construir el techo de la cabaña. Sólo entonces dióse exacta cuenta de su caída; y alzando la cabeza miró, bajo el pálido calor de la luna naciente, que amplificaba las distancias, parte del largo camino recorrido. Sus ojos extáticos contemplaron la inmensa y blanca montaña que de instante en instante, según avanzaba la luna hacia el cenit, destacaba en las tinieblas su masa formidable; y la belleza fantástica y misteriosa del paisaje y el recuerdo y la soledad y la desesperanza, le oprimieron tanto el corazón que un acceso convulso de sollozos y de risa se apoderó de él.
Largo rato permaneció así. Después, se dio cuenta de que su cuerpo había llegado hasta el límite de las nieves; y más abajo, al término de un suave declive practicable, percibió espacios obscuros que debían ser herbosas superficies. A pesar de tener dolorido el cuerpo y anquilosadas las articulaciones, hizo el esfuerzo de incorporarse trabajosamente, y dejándose deslizar llegó hasta el lecho vegetal; luego de sacar de su chaleco interior la cantimplora de agua y vaciarla de un trago, se acostó de nuevo y cayó casi enseguida en un sueño profundo.
El canto de los pájaros en la arboleda lo despertó muchas horas después, y trató de orientarse: encontrábase sobre una meseta triangular al pie de un vasto precipicio abierto en la última vertiente que había recorrido en su caída; ante él, una mole rocosa surcada por desfiladeros elevábase a gran altura de este a oeste; los rayos del sol doraban esa mole en toda su extensión. Del lado libre abríase un precipicio igualmente abrupto, pero, fijándose bien, Núñez descubrió entre las junturas de la roca una especie de túnel cubierto de nieve a medio deshelar, por el cual, arriesgándose a todo, emprendió el camino. El descenso fue menos difícil de lo que supuso y pronto se halló en otra segunda meseta, desde la cual, tras una corta ascensión, nada peligrosa, pudo llegar a una rápida pendiente cubierta de arbolado. Desde allí vio que todos los desfiladeros desembocaban en anchas y verdes praderas, en cuyo fondo distinguió claramente un caserío de extraña forma.
Muy poco a poco, pues su avance, dada la fatiga y las anfractuosidades del terreno, era lento, siguió avanzando, mas antes de llegar a la planicie el sol se ocultó, cesaron los cantos de los pájaros y el aire sopló ruidoso y frío por la pétrea garganta. Desde la gélida oscuridad, el valle parecía, a lo lejos, más luminoso con su ondulada fragancia y su grupo de viviendas; unos pasos después, el terreno aceleraba su descenso en empinados declives, y entre las hendiduras de las rocas, Núñez, buen observador, vio una gramínea para él desconocida.
Impulsado por el hambre, arrancó varias hojas y se puso a masticarlas con avidez. Sería ya mediodía cuando, reconfortado algo con el jugo de la planta y con la esperanza, encontróse al fin en el límite del desfiladero y pudo dilatar su vista por la llanura inundada de sol. Y como si casi de pronto todo, los dolores y las fatigas de su carne, suspensos en la zozobra, resurgiesen en el instante de salvación, sintió la necesidad de llenar en un manantial su cantimplora vacía y de acostarse un rato a reposar junto a un árbol, antes de dirigirse hacia las casas. Aquellas casas tenían un aspecto muy extraño, y a medida que Núñez observaba, dábase cuenta de que no eran las casas sólo, sino el valle entero lo que tenía un aire insólito. Todo él estaba dividido en parcelas lozanas, recamadas de flores y regadas con un cuidado que denotaba un método estricto. A media pendiente, rodeando el valle, erguíase un murallón, del que partía un canal, subdividido al llegar al llano en numerosas acequias. Más lejos, rebaños de llamas pastaban pacíficamente y, de tramo en tramo de la muralla, veíanse tejadizos que debían servir de refugio a los animales. Las acequias convergían en el centro del valle, para formar un canal más ancho orillado por barandales de piedra casi tan altos como un hombre; y tanto estos canales como los numerosos caminos de piedras blancas y negras y estrechas aceras muy cuidadas, daban en su entrecruzamiento geométrico un carácter extraordinariamente urbanizado al vallecito.
Las viviendas en nada recordaban las desordenadas aglomeraciones andinas familiares a Núñez: en fila a ambos lados de la calle central, limpia como un espejo, sorprendían por la total ausencia de ventanas y por la falta de armonía entre sus colores. Ya desde más cerca, pudo ver Núñez que estaban enjalbegadas con una especie de cal a veces gris, castaño y hasta de color pizarra y negro. Y ante esta ornamentación fantástica, acudió por primera vez la palabra ciego al pensamiento del extraviado, que se dijo:
-El pobre albañil que revoca aquí las fachadas debe ser más ciego que un topo. Descendió por el último repecho abrupto y se detuvo a cierta distancia de la muralla que circula la ciudadela, cerca del sitio donde las acequias desaguaban el sobrante de su caudal en una cascada trémula y espumosa que iba a perderse en las profundidades. Desde allí distingue en un sitio apartado del valle un grupo de hombres y mujeres que parecían dormir la siesta al amparo de altos haces de heno; a la entrada del pueblecillo algunos niños yacían también acostados sobre el césped; y no lejos del sitio desde donde Núñez los observaba, tres hombres cargados con cubos pendientes de una especie de yugo sujeto a los hombros, seguían un sendero que iba hasta el caserío.
Estos hombres iban vestidos de piel de llama, con botas y cinturones de cuero, y tocados con gorras de tela burda que les cubría la nuca y las orejas. Marchaban uno tras otro, despacio, bostezando, como si hubieran dormido poco; y producía su aspecto una sensación tan tranquilizadora de prosperidad y hombría de bien que, después de un instante de duda, Núñez, irguiéndose para ser mejor visto, reunió sus fuerzas y lanzó un grito que el eco multiplicó en las sinuosidades del valle. Los tres hombres se detuvieron, moviendo en gesto unánime las cabezas, como si quisieran ver en torno, mas sin detener la atención en el lugar en que Núñez gesticulaba anhelosamente. A pesar de la viveza de su mímica, no parecían verlo, pues mirando hacia las montañas le respondieron con tales gritos, que Núñez, sin dejar de llamarlos a su vez y de multiplicar sus ademanes, sintió que por segunda vez la palabra ciego acudía a su mente.
-Esos idiotas no deben ver -pensó. Y cuando, después de nuevas voces y una crisis de irritación, traspuso el canal por un puentecillo que daba a una puerta abierta en la muralla y se acercó a los tres hombres, comprobó que, en efecto, no veían. Entonces tuvo la certidumbre súbita de haber llegado al país legendario de los ciegos. Y junto con esta convicción penetró en su alma una irreflexiva alegría: la alegría del aventurero que se siente al principio de una nueva aventura. Aun cuando no podían verlo aproximarse, los tres hombres tendieron hacia él las cabezas, como si percibieran desde lejos el ruido de los pasos desconocidos, y se juntaron medrosamente.
Núñez contempló sus párpados espesos, cerrados casi, tras los cuales no debía existir ya el globo ocular, y pudo ver la inquietud pintarse en sus rostros.
-¡Un hombre! ... Es un hombre o un espíritu que desciende por el roquedo -dijo uno de ellos en castellano arcaico.
Núñez avanzaba a pasos confiados, como el hombre mozo seguro de sus fuerzas avanza por la vida. Todas las narraciones dispersas relativas al sepultado valle y al país de los ciegos, concentrábanse en su memoria, y como síntesis jovial acudió a sus labios el refrán: "En tierra de ciegos el tuerto es rey". Al llegar junto al grupo saludó con gran cortesía.
-¿De dónde viene, hermano Pedro? -preguntó uno de los ciegos a otro.
-Del lado de allá de las montañas -respondió
Núñez-; de las comarcas distantes donde todos los hombres ven... Vengo de Bogotá, ciudad que tiene miles y miles de habitantes; y he cruzado los altos montes que no os dejan ver el mundo.
-¿Que es eso de ver?. . . -murmuró Pedro-. ¿Qué quiere decir ver?
-Viene de las rocas -dijo el ciego que había interpelado a Pedro.
Estaba Núñez fijándose en la diversidad curiosa de las costuras que unían las pieles, cuando los tres ciegos tendieron hacia él las manos con un simultáneo ademán que, lo hizo retroceder inquieto ante los dedos ávidos.
-Deténgase -ordenó el ciego que no había aun hablado, avanzando hacia él y sujetándolo para palparle lentamente por todas partes, en silencio.
-¡Cuidado! -dijo Núñez al sentir los dedos apoyarse duramente en uno de sus ojos. Sin duda este órgano, con sus párpados movibles, debió parecerles algo anormal, pues lo tocaron de nuevo atentamente, y el llamado Pedro comentó:
-Extraña criatura; fijaos en que tiene el cabello áspero como pelo de llama.
-Conserva aún la rudeza de las rocas de donde sale; pero quién sabe si se afinará después -respondió el segundo ciego, palpando con mano suave y viscosa que se adaptaba a las menores arrugas, la barbilla sin rasurar de Núñez, quien trataba en vano de esquivar los dedos tenaces.
-¡Cuidado! -volvió a decir.
-¡Y habla! Sin duda es un hombre.
-Sí -murmuró Pedro, luego de examinar la tela de la chaqueta; y volviéndose solemnemente a Núñez-: ¡Acabas de entrar en el mundo!
-De salir de él -rectificó el guía-. De este lado de los nevados picos se está fuera de la verdadera tierra y casi a medio camino del sol... Del otro lado es donde está el vasto mundo que va hasta el océano después de doce días de marcha. Los ciegos apenas escuchaban.
-Nuestros padres nos enseñaron que el hombre puede también ser creado por las fuerzas de la naturaleza -continuó el ciego más viejo-, por el calor, la humedad y aun por la podredumbre.
-Llevémoslo a donde están los ancianos -propuso Pedro.
-Gritemos primero -dijo el segundo ciego-, no Vayan los niños a asustarse. ¡Es un acontecimiento tan extraño!
Los tres ciegos comenzaron a gritar y, enseguida Pedro le cogió de la mano y abrió la marcha hacia el pueblecillo; Núñez, rechazando el ademán tutelar, indicó.
-No hace falta que me lleven: veo perfectamente.
-¿Qué ves? ...
-Sí, veo todo cuanto me rodea -repuso, chocando sin querer al moverse con uno de los cubos que llevaban a hombros.
-Sus sentidos son todavía rudimentarios -dijo entonces el ciego más joven en tono de disculpa-. Fijaos como tropieza y dice palabras faltas de sentido. Vuélvalo a coger de la mano, Pedro.
-Como queráis -respondió Núñez sonriente, dejándose llevar convencido ya de que carecían hasta de la menor noción del supremo sentido de la vista. Y no deseando perder nada de la aventura, se dijo: "¡Bah!, cuando llegue la hora ya les explicaré".
Oyó voces y vio que la gente se agolpaba en la calle principal. A medida que se acercaba, el pueblecillo le parecía más importante y las fachadas de las casas se precisaban en toda su arbitrariedad decorativa. El primer contacto con los habitantes del país de los ciegos puso sus nervios y su paciencia a prueba. Una multitud de hombres y mujeres lo rodeó, palpándole con manos suaves y curiosas, oliéndolo, escuchando y repitiendo cada una de sus frases. Observó con placer que, a pesar de sus ojos muertos, la mayor parte de las mujeres tenían rostros agraciados. Los niños y las muchachas, amedrentados quizás, no osaban acercarse; y aun cuando él procuraba dulcificar su voz, no podía igualar las inflexiones cantarinas de los ciegos. Bien pronto el roce de tantas manos se le hizo intolerable. Sus tres guías permanecían junto a él como propietarios conscientes de la responsabilidad de exhibir un ser raro, y repetían cada vez que un nuevo ciego se aproximaba.
-Es un hombre salvaje que viene de las rocas.
-De Bogotá -dijo Núñez-; del otro lado de las montañas.
-Un hombre salvaje que dice palabras vacías - explicó Pedro-. ¿No lo oyen? "¡Bogotá!..." Su inteligencia no está aún formada y sólo posee rudimentos del lenguaje.
Un niño travieso lo pellizcó en una mano y dijo burlón:
-¡Bogotá! ¡Bogotá!
-Sí, Bogotá. Una ciudad inmensa en comparación a vuestra aldea... Vengo del vasto mundo de los hombres que tienen ojos y ven.
-Se llama Bogotá -repetían algunos en el grupo.
-Ha tropezado dos veces mientras veníamos.
-Llevémosle a que lo escuchen los ancianos. Y súbitamente lo empujaron hacia una puerta que daba entrada a una estancia totalmente oscura, en cuyo fondo brillaba débilmente un hornillo. La multitud agolpóse detrás de él, obstruyendo por completo la puerta; y antes que pudiera detenerse, Núñez tropezó con las piernas de un hombre que debía estar sentado, y sus brazos, al adelantarse en el movimiento instintivo de proteger el cuerpo en la caída, fueron a golpear un rostro en la sombra. Una interjección de cólera siguió al choque, y durante un momento trató de desasirse de las numerosas manos que lo aprisionaban. El combate era desigual y, comprendiéndolo, el viajero permaneció quieto y explicó:
-Es que me he caído; como no se ve nada.
Sus palabras se desvanecieron en el silencio como si todos los seres invisibles en torno suyo se esforzaran en comprenderle. La voz de su conocido Pedro fue la primera en elevarse.
-Está aún tan tierno que tropieza al andar y mezcla a cuanto dice sílabas sin sentido. Y otras voces dijeron también cosas que no entendió completamente. Al fin, en un intervalo del diálogo, preguntó:
-¿Puedo levantarme? os prometo no haceros mal. Después de una corta deliberación le consintieron levantarse. La voz de uno de los viejos inició un interrogatorio, y en poco tiempo Núñez expuso a los ancianos del país de los ciegos, sentados en la sombra, las maravillas del inmenso mundo: el cielo, las montañas, las flores... Mas ellos no quisieron aceptar ninguna de sus verdades, rechazándolas con obstinada incredulidad, que empezó a exasperar al guía. Ni siquiera comprendieron el sentido de gran número de sus palabras: separados por catorce generaciones del universo visible, cuantos vocablos tenían relación con el sentido abolido en ellos, habían desaparecido de su léxico; y los recuerdos de la vida externa habíanse atenuado hasta convertirse primero en consejas infantiles y desaparecer al fin. El interés de aquellas gentes concluía en el cinturón de montañas que aprisionaba el valle; y los dos ciegos geniales nacidos en los primeros siglos de su aislamiento, comprendiendo que los vestigios de creencias y tradiciones heredadas de los primitivos colonos sembraban la duda y la incertidumbre en los espíritus, las reemplazaron con explicaciones que aunque ilusorias eran, sin embargo, más exactas para sus posibilidades de relacionarse con el mundo. Toda la parte de su poder imaginativo habíase atrofiado con la pérdida de los ojos y, en cambio, nuevos dones adaptados a su oído y a su tacto habían surgido en ellos.
Lentamente, comprendió Núñez que era necio esperar que su origen y la superioridad indudable de ver, le granjearan respeto y estimación. Al ver rechazar sus tentativas de demostrar que veía, como si fueran balbuceos torpes de un ser recién nacido, se resignó; y mitad triste, mitad irónico, dispúsose a escuchar la lección de los ciegos sin rebatirla. El más anciano explanó una teoría de la vida, de la filosofía y de la religión, según la cual el mundo, es decir el valle, sepulto en el anillo de las montañas, no fue en su génesis sino un hueco vacío entre las rocas, que comenzó a poblarse tras lenta gestación, primero de seres desprovistos de vida sensorial y luego de llamas y otras diversas criaturas poco inteligentes; hasta que más tarde los hombres y después los ángeles -cuyos cantos y alado paso percibían sin poder alcanzarlos jamás- aparecieron. Este último detalle intrigó vivamente a Núñez, y tardó mucho en comprender que el anciano se refería a los pájaros.
El sabio ciego le enseñó también que el tiempo se dividía en dos grandes porciones: el calor y el frío - equivalentes, según él coligió, al día y a la noche-; y que se debía reposar durante el calor y trabajar durante el frío, de tal modo que, de no haber él surgido inopinadamente, toda la población dormiría en aquel momento, mientras el sol flameaba esplendoroso en la altura. Finalmente, demostró que Núñez había sido creado para adquirir la sabiduría y observar sus reglas, por lo cual, a pesar de su incoherencia ideológica y su andar inseguro, debía no desmayar y tratar de instruirse cuanto antes... Al oír estas palabras, subió de la multitud, que había permanecido silenciosa, un murmullo de simpatía.
Entonces el viejo declaró que ya estaba muy entrado el calor, y que convenía a todos retirarse a dormir; luego, preguntó a Núñez si sabía dormir. Éste le respondió que sí estaba iniciado en tan reparador misterio, pero que antes necesitaba comer algo. Trajéronle leche de llama en un cuenco y pan muy salado, y lo condujeron a un lugar fuera del caserío en donde pudiera comer y dormir solo, hasta que el frío, cayendo con la noche de las montañas, despertara a todos los habitantes del país de los ciegos para empezar la invertida de trabajo. Pero Núñez no pudo dormir: sentado en el mismo sitio donde lo dejaron, se puso, mientras reposaban sus miembros tronchados de fatiga, a meditar en las imprevistas circunstancias de su llegada; y tan pronto una sonrisa burlona entreabría sus labios como una arruga de contrariedad fruncía su ceño.
-¿De modo que inteligencia informe y sentidos sin afinar? -se decía-. ¡No saben que han insultado al rey y al dominador que el cielo les manda! ... Va a ser preciso recabar con un triunfo indiscutible la soberanía... Reflexionemos, reflexionemos...
Y cuando se puso el sol y empezó a removerse la vida en la aldea, reflexionaba aún.
Núñez era sensible a la belleza de las cosas, y el reflejo de la luz en las pendientes nevadas y en los audaces picos de hielo que rodeaban el valle atraía su mirar como un espectáculo jamás contemplado.
Sus ojos iban, ya a las inaccesibles cumbres, ya al pueblecito y a las florestas circundantes, rápidamente desvanecidas en la penumbra crepuscular. Y de pronto, al totalizarse las sombras, una emoción férvida penetró en su ser y desde el fondo de su corazón dio gracias al creador, por haberle conservado el don de la vista. Una voz empezó a llamarle desde el limite del pueblecillo:
-¡Eh, eh, Bogotá!.. . ¡Acérquese!
Al oírla, Núñez se levantó con burlona sonrisa. De una vez iba a enseñar a los ciegos la utilidad que los ojos reportan al hombre. Le bastaba esconderse para que no dieran con él.
-¿Por qué no se mueve, Bogotá? -insistió la voz.
Riendo en silencio, Núñez anduvo cuatro o cinco pasos de puntillas, y enseguida la voz le advirtió en tono acre:
-¡Bogotá, está prohibido andar sobre la hierba!
Ni siquiera él mismo había oído sus propios pasos; así que se detuvo de repente, asustado; y como el ciego que, lo interpelaba llegaba ya por el camino adonde también él había vuelto, le dijo:
-Aquí estoy.
-¿Por qué no vino cuando le llamé? -reconvino el ciego-. ¿Va a ser necesario llevarlo siempre como a un niño? ¿Es que no puede oír el camino cuando anda?
Núñez repuso echándose a reír.
-Puedo verlo.
-Ver, ver... Eso no significa nada. Déjese de tonterías y siga el ruido de mis pasos.
Núñez obedeció contrariado, diciéndose: "Ya llegará mi hora."
-Poco a poco se corregirá usted -dijo el ciego con benevolencia-. Tiene aún mucho que aprender en el mundo.
-¿Es que nunca ha oído decir -le preguntó Núñez- que en tierra de ciegos el tuerto es el rey?
-¿Qué es eso de ciego? -preguntó el otro encogiéndose de hombros, con tal tono de tremenda ignorancia, que a Núñez le dio frío.
Cuatro días transcurrieron así, y todavía al alborear el quinto el titulado rey de los ciegos permanecía torpe e inútil entre sus súbditos. Ya se había convencido de que no era tarea fácil imponer su dominio; y mientras urdía un golpe de Estado para adueñarse del poder, iba sensiblemente habituándose a recibir y cumplir las órdenes de todos y adaptándose a sus costumbres. Como para él trabajar durante la noche y dormir de día era un sistema harto incómodo, decidió que en cuanto estuviese en el trono ese cambio constituiría su primer acto de gobierno.
Los "súbditos dominadores" vivían una existencia laboriosa y sencilla, desarrollando cuantos elementos de dicha y virtud están al alcance del hombre. Trabajaban, pero sin dar al trabajo carácter opresivo; poseían vestiduras y alimentos bastantes para satisfacer sus necesidades, dividían el tiempo en jornadas alternativas de labor y reposo, distraían los ocios con la conversación y el canto, no ignoraban los tiernos deleites del amor, y atendían al desenvolvimiento mental y físico de sus hijos.
Era maravilloso ver la confianza, la precisión con que todos seguían las normas establecidas; cada cosa se adaptaba en el valle a la idiosincrasia de aquella variedad humana que siendo secular era para Núñez tan nueva: los caminos que surcaban la planicie iban en continuo zig-zag y se diferenciaban por hendiduras de diversas formas abiertas en las aceras que los orillaban; los obstáculos e irregularidades de senderos y prados habían sido suprimidos desde hacía mucho tiempo, y los sentidos, agudizados con el uso impuesto por la carencia de la vista, permitíales a una docena de pasos no sólo oír, sino hasta colegir los gestos. Las inflexiones de la voz habían reemplazado a las expresiones de la fisonomía, y la sensibilidad infinita del tacto acrecentaba sus facultades. Manejaban la azada, la pala y demás instrumentos de labranza con soltura de expertos jardineros; y su olfato, prodigiosamente sutil, discernía las diferencias de olores relativos a personas y a cosas como puede distinguirlos un buen alano.
Pastoreaban con mucha pericia los rebaños de llamas que bajaban de las rocas durante la noche en busca de pastos y abrigo. Cuando Núñez decidió reivindicar su puesto de ser superior fue cuando se dio cabal cuenta del eficaz orden que presidía hasta las menores acciones de los ciegos. Antes de realizar tentativa alguna de violencia trató de persuadirlos renovando muchas veces sus fallidos intentos de hacerles comprender el sentido maravilloso y profundo de la palabra vista; y, les decía:
-Hay una cosa en mí que ustedes no pueden comprender.
Pero no le prestaban oído. En varias ocasiones algunos parecieron interesarse por sus protestas, mas solo con efímera atención, cual si se tratara de un sueño pintoresco. Sentados, con la cabeza inclinada y vueltos hacia él para oírle mejor, atendían; y él entonces se esforzaba en rasgar las inteligencias tenebrosas con un rayo de luz. Durante una de estas tentativas reparó en una muchacha cuyos párpados, menos rojos, espesos y cóncavos que los de los otros, daban la ilusión de que hubiese bajo ellos ojos capaces aún de despertar del eterno letargo; y a ella le dedicaba sus mejores descripciones y argumentos, con la esperanza de convencerla antes. Hablábale de las infinitas bellezas sólo perceptibles merced a la vista, del espectáculo de las montañas, de los esplendores del cielo, de las fiestas fastuosas de colores que el sol realiza al nacer y al ponerse. Y los ciegos lo escuchaban con incredulidad divertida, que iba poco a poco trocándose en desaprobación. Enseguida cualesquiera de ellos, apoyado por todos, le explicaba que en realidad no existían esas cosas llamadas por él montañas, y que los bordes del enorme embudo de rocas donde iban las llamas a correr, marcaban el límite del mundo, pues desde allí se elevaba una especie de tapadera inmensa, techo del orbe, de donde caían el rocío y la lluvia.
Cuando Núñez sostenía exaltado que el universo era infinito, y que ellos no tenían sino una mezquina idea de él, los ciegos ponían caras tristes o irritadas, diciéndole que procurase apartar de sí esas ideas perversas. El cielo, las nubes y los astros descritos por Núñez, parecíanles incomprensible y espantoso vacío: toda su cosmología estribaba en la pequeñez de un mundo cerrado y pulido, según percibíalo su tacto.
Núñez se dio cuenta de que continuar las discusiones lo exponía a chocar con ellos, y renunció a explicarles la utilidad abstracta y estética de la vista, limitándose de vez en cuando a insistir acerca de las ventajas prácticas. Una mañana vio a Pedro venir hacia el poblado por el sendero número XVII, y antes de que estuviera lo bastante cerca para que el oído y el olfato de los demás pudieran percibirlo, profetizó:
-Dentro de algunos minutos Pedro estará aquí.
Uno de los viejos le reconvino asegurando que nada tenía que hacer Pedro a aquella hora en el término de la vereda número XVII, y en efecto, como si Pedro quisiera desconcertar su vista y dar la razón al anciano, torció por una de las sendas laterales y, alejándose por la vereda número X, dirigióse al muro de la ciudadela.
Fatigados de esperar la realización del vaticinio, los ciegos se burlaron de Núñez, quien para justificarse trató de interrogar a Pedro después, públicamente. Pero éste lo desmintió enfurruñado, y desde ese día le fue hostil. Tras muchas súplicas obtuvo de los ciegos el ser sometido a otra prueba: partió en compañía de uno de ellos a situarse sobre una eminencia del prado no lejos de la muralla, desde donde prometió descubrir lo que ocurriera en el caserío. Sin trabajo alguno pudo detallar cuántas evoluciones realizaron a la intemperie; mas como los hechos de trascendencia para ellos ocurrían en el obscuro interior de sus casas, obstináronse en que Núñez describiera gestos y hechos para él invisibles, y hubo de callar decepcionado, despechado, colérico...
Sólo después de esta abortada tentativa y de recibir los sarcasmos de todos, tomó Núñez el partido de la violencia y decidió armarse de una estaca y derribar en un dos por tres a los más discutidores, para convencerles de la ventaja de tener ojos. Pero en el momento de coger el palo descubrió en el fondo de su ser un sentimiento nuevo de hidalga ternura: le era imposible maltratar a un ciego a mansalva. Tuvo entonces un instante de duda, y con espanto advirtió que todos los ciegos estaban prevenidos, como si hubiesen visto su ademán: con las cabezas inclinadas y los puños crispados parecían esperarle, y uno de ellos le ordenó brevemente:
-¡Deje ese leño!
Núñez sintió un horror indecible debilitarle hasta la medula, y casi fascinado estuvo a punto de obedecer; mas, reaccionando de súbito, empujó violentamente al ciego más cercano y salió corriendo enloquecido hasta trasponer la muralla... Corrió, corrió a través de las afelpadas praderas, y al fin lo detuvo la fatiga y se desplomó al borde de un camino presa de esa excitación que se apodera de los hombres al principio de todo combate. Con lucidez instantánea comprendió que para no ser en lo futuro un esclavo, le era forzoso pelear, demostrar su fuerza; mas aumentando su perplejidad ocurríasele que ni siquiera era posible reír con gentes cuya base mental era tan diferente a la suya... En la lejanía aparecieron varios ciegos armados de garrotes, y bien pronto dejaron atrás las últimas casas, desplegándose en una fila envolvente por todos los senderos que llevaban a donde estaba el fugitivo. Avanzaban despacio, interpelándose con frecuencia y haciendo a cada rato simultáneas paradas para olfatear, como si rastreasen una pista. Al ver sus gestos, Núñez no pudo contener la risa; pero poco a poco la carcajada fue trocándose en preocupación. Uno de los ciegos descubrió su rastro en la hierba, agachándose para olerla mejor, marchó hacia él. Núñez observó durante cinco minutos el lento despliegue de aquel cordón humano que iba a poco a poco sitiándole, y su vago deseo de intentar la prueba decisiva convirtióse en frenesí perentorio.
Se puso de pie y fue a pasos felinos hasta el muro; después anduvo cauteloso el camino y halló a todos los ciegos inmóviles, en acecho. Entonces, se detuvo, y durante un largo minuto de ansiedad, apretó con fuerza el leño homicida. ¿Iba a acometer? La sangre golpeaba rítmicamente sus sienes parecía acomodarse al tono de estas palabras que acudían de nuevo a su imaginación: "En tierra de ciegos, el tuerto es el rey... Lanzó una mirada detrás de sí, convenciéndose de que era imposible rehuir el acoso y un surco vertical ahondó su frente. ¿Iba a acometer? Una nueva fila de ciegos más lejana y vasta cubría a la primera saliendo del caserío.¡No había remedio! ... Y recogiendo el cuerpo para tomar impulso, replegada la cabeza y crispadas las manos, se aprestó al ataque. Una voz detuvo su ímpetu: .
-Bogotá -llamó uno de los ciegos-. ¿Qué hace usted? ... Entréguese.
Núñez oprimió con más fuerza su arma y avanzó algunos pasos. Inmediatamente todos los ciegos convergieron hacia él.
-¡Al que me toque -juró- lo desnuco! ... ¡Loco sin piedad!
Sin embargo, pasado un instante, juzgó útil parlamentar y dijo:
-Oíd... ¡Es necesario que me dejéis hacer lo que me venga en gana! ... ¿Sabéis? Quiero proceder a mi antojo y pasearme por donde quiera sin que nadie se meta conmigo.
Al oír su voz, los ciegos, sin responderle, avanzaron con los brazos tendidos, a pasos rápidos, como si se tratara de un juego a la vez terrible y paradójico en el que los faltos de vista cazaran al dotado de ella.
-¡Cogedle! -mandó uno.
Núñez se encontró cercado del todo y gritó con voz que en vano quería mostrar imperio:
-¿Pero no comprendéis que vosotros sois ciegos y, yo veo y puedo trituraros? ... ¡Dejadme en paz!
-Bogotá, suelta ese leño y no andes sobre el césped -le respondió uno de los viejos, imperturbable.
Esta orden a la que el tono familiar añadía algo burlesco, desencadenó en Núñez la ira:
-¡Voy a descrismaros! -dijo, sollozando de emoción-. ¡No me obliguéis a romperos el alma!
No sabiendo en qué sentido huir, echó a correr al acaso, sin lograr sobreponerse a la repugnancia de golpear a los ciegos. Decidido no obstante, a escapar, bajó la cabeza y en carrera brusca dirigióse hacia el espacio más ancho entre dos de sus perseguidores; pero instantáneamente la fila de ciegos estrechóse para cerrarle el paso; y viendo que iba a ser cogido, alzó el arma y dejándola caer sobre uno, que recibiendo el golpe en los brazos dio de bruces en tierra, siguió su carrera... ¡Había escapado! Pero había escapado sólo a la primera fila de enemigos: otra hilera de ciegos armados de cayadas y aperos de labranza desplegábase ya con metódica rapidez para cortarle la retirada, y por si esto fuera poco sintió que uno de los más ágiles y fornidos le iba al alcance. Entonces, perdió todo escrúpulo, y de un colérico mandoble derribó al nuevo antagonista, y huyó otra vez, exasperado, loco, sin rumbo, esforzándose en ver a la vez todos los peligros, hasta que en una de esas vueltas tropezó y cayó sobre la hierba. Los ciegos oyeron su caída.
Una de las puertas del muro ofreciósele a lo lejos como entrada de un cielo de salvación y, levantándose, enderezó hacia ella su carrera. Escaló un puente, gateó por las escarpadas rocas espantando a una llama que se alejó a saltos fantásticos, y al fin, sin aliento, pero libre, se dejó caer en tierra. Así terminó su tentativa de golpe de Estado. Durante dos días y dos noches estuvo sin aliento y sin abrigo fuera del murado recinto; y en la inquieta soledad meditó mucho sobre las sorpresas de su aventura. Durante el curso de estos soliloquios repetíase con frecuencia y cada vez en un tono de burla más amargo, el proverbio ilusorio cuyo recuerdo le hiciera sonreír el primer día orgullosamente: "En tierra de ciegos, el tuerto es el rey". Reflexionaba sobre todo en la dificultad de hallar medios para combatir y someter a sus opresores, y poco a poco iba viendo que no disponía de ninguno practicable, pues carecía de armas y estaba en la imposibilidad de fabricárselas por sí mismo. Además, los escrúpulos morales volvían poco a poco, cual pájaros asustados, al nido de su mente: ¡No, no podía resolverse a asesinar a seres marcados por el infortunio! La plaga de la civilización le había contaminado...A no ser por esto -pensaba- y por la falta de armas, acaso el problema no fuera irresoluble: bastaba asesinar a tres o cuatro para dictar condiciones a los otros, bajo la amenaza de una carnicería sistemática e impune; pero como también de matar se fatiga el hombre, y al cabo sería vencido por el sueño ... Exploró el bosque de abetos en busca de algún fruto y de abrigo contra las heladas nocturnas; trató, sin lograrlo, de atrapar una llama para matarla contra algún saliente de roca y comerla, pero dijérase que también las llamas desconfiaban de él, pues parecían espiarlo desde lejos con sus ojos femeniles, prontas a huir lanzando estornudos, en cuanto intentaba acercarse.
Al fin, tomó el partido de regresar al valle para discutir los términos de su capitulación. Bordeó el canal con muchas precauciones, y a sus llamadas dos ciegos acudieron a una de las puertas del muro.
-¡Estaba loco! -les dijo Núñez humildemente-. Como hace tan poco que he llegado...
Los ciegos declararon que aquel tono de mansedumbre era el mejor para reanudar las amistades, y Núñez aseguró que la cordura había vuelto a su espíritu y que estaba arrepentido de las anteriores violencias. Una súbita crisis de lágrimas, que lo debilitó aun más, redujo los últimos recelos de los dos emisarios, quienes le preguntaron si volvía ya curado de aquella pretensión monomaniaca de ver.
-Sí -dijo él-. Era una insensatez... La palabra ver no significa nada... ¡Menos que nada!
-¿Qué hay sobre nuestras cabezas?-preguntó uno de los ciegos para probarle.
Y Núñez dijo:
-Próximamente a la altura de cien hombres hay un techo: el techo del mundo... hecho de rocas muy pálidas y muy suaves... ¡tan suaves! ...
Nuevos sollozos convulsivos lo sacudieron, y en un susurro suplicó:
-Antes de seguir preguntándome, dadme algo de comer... ¡Estoy desfallecido! ... ¡No puedo más!
Sin duda su mísero estado movió a los ciegos a clemencia; en vez de los castigos crueles que temía, sólo le dieron algunos latigazos, considerando la rebelión como otra prueba de su idiotez y su inferioridad general. En cambio, le distribuyeron los trabajos más sencillos y rudos, de tal modo que al terminar cada jornada apenas tenía tiempo de acariciar la esperanza de salir algún día de su resignada servidumbre. Poco después cayó enfermo, y lo cuidaron con solicitud; a pesar de ello, la forzosa permanencia en el lecho, sin luz alguna, hízole más triste la enfermedad. Un filósofo ciego vino a sermonear junto a su cabecera, recriminándole la pasada locura y reprochándole, sobre todo, con acento tan conmovido las dudas acerca de la tapa que protegía la gigantesca marmita, imagen total para ellos de su mundo, que Núñez concluyó por preguntarse si su claro recuerdo del cielo era realidad o producto de una alucinación.
Fue así como Núñez convirtióse en un ciudadano más del país de los ciegos. Poco a poco los habitantes del valle dejaron de constituir un grupo impersonal y adquirieron caracteres individuales, con los cuales se fue familiarizando, mientras esfumábanse las remembranzas del mundo que se expandía del otro lado de los montes. Distinguió entre todos a Jacob, su dueño, viejo bondadoso cuando no se le contrariaba; a Pedro, sobrino de éste y su más antiguo conocido, y a la más joven de sus hijas, Medina, una muchacha poco apreciada por los demás ciegos a causa de que su rostro, vigorosamente delineado, no tenía aquel aire achatado y fofo considerado por los habitantes del valle como el ideal de la belleza femenina. Desde el comienzo, Núñez la juzgó simpática y no tardó en considerarla el ser más perfecto de la creación. Medina se diferenciaba de los otros en que sus párpados no eran cóncavos ni rojizos, consintiendo a Núñez la ilusión de verlos abrirse alguna vez; además, tenía largas pestañas, detalle reputado por todos como grave deformidad, y su voz -tan acariciadora para él- no satisfacía, sin duda, la exigencia auditiva de los ciegos, por lo cual ninguno la cortejaba... Llegó un momento en que el desterrado se dijo a sí mismo que si lograba hacerse amar de la muchacha se resignaría a concluir su vida en el valle.
Durante muchos días espió las ocasiones de serle útil en menudos menesteres, y pronto tuvo la convicción de que notaba su preferencia. Una tarde, sentado junto a ella en una de las asambleas con que celebraban las fiestas, bajo la penumbra estelar, impelido por la insinuante dulzura de la música, su mano se atrevió a estrechar una mano que respondió con suave ternura a su presión; y otra, estando comiendo en la obscuridad, Medina rozó también su mano, y como el fuego del hornillo alzase por casualidad en aquel instante una llama, Núñez pudo ver retratada la pasión en la fisonomía dulce de la ciega. Esto lo decidió a confesarle su amor una noche en que, sentada junto a la puerta, hilaba un copo con tal lentitud meditativa, que parecía a la luz de la luna misteriosa una estatua de plata. Él se sentó a sus pies y le declaró su amor en palabras sencillas, exaltadas y sinceras, con voz acariciadora, en un tono a la vez apasionado y respetuoso que ella nunca había oído y que, turbándola deliciosamente, le impidió dar una respuesta inmediata.
Pero Núñez comprendió que sus palabras habían llegado al fondo de su alma y despertado ecos. A partir de ese día hablaban siempre al encontrarse y eran felices; y el valle convirtióse para él por virtud del amor en su Universo; y el mundo del otro lado de los montes, en donde vivían los hombres una vida de luz, llegó a parecerle una fábula cada vez más borrosa.
Tímidamente, después de muchos titubeos, se atrevió a hablar de la vista a su novia. La muchacha creyó sus palabras una nueva quimera del amor: sin rebatar ni intentar resolver el enigma, las aceptó como otra fantasía poética; y con indulgencia de enamorada cómplice, escuchó, por ser el amado quien las decía, las descripciones de los astros, de las montañas y la de su misma serena y pálida belleza.
Y Núñez imaginábase, ante el arrobado silencio, que Medina animaba y alumbraba en las negruras de su mente, las esplendorosas maravillas descritas por él. Poco a poco el enamorado adquirió confianza y su amor tornóse menos tímido, hasta el punto del proponerle pedirla en matrimonio a Jacob y al tribunal de ancianos que regía el valle; pero ella mostró gran sobresalto y le rogó aplazara la demanda. La primera en notar sus amores fue una de las hermanas de Medina, quien los delató a su padre. El proyecto de matrimonio encontró en principio una oposición general, no porque los ciegos tuviesen en gran estima a la muchacha, sino porque juzgaban a Núñez inferior al nivel mínimo de lucidez necesario a todo hombre. Las demás hermanas protestaron, arguyendo que el descrédito de semejante unión las alcanzaría; y el viejo Jacob, a pesar del afecto que había llegado a cobrar a su siervo a causa de su humildad y aun de su misma torpeza, movió la cabeza denegando.
Los mozos se irritaron ante la idea de aquel matrimonio como ante una presunta aberración; y uno de ellos excitóse tanto, que llegó a injuriar y a golpear a Núñez, quien le devolvió con creces los golpes, demostrando por primera vez que, aun en la penumbra, el don de la vista entrañaba una seria ventaja. Después de esta pelea, nadie volvió a levantarle la mano; pero todos se obstinaron en considerar imposible la boda.
El viejo Jacob, que la adoraba, enternecíase cuantas veces Medina venía a apoyar sobre su pecho la cabeza con callado pesar, y la consolaba diciéndole:
-Compréndelo bien, hija mía... Es un idiota...Padece alucinaciones y no sabe hacer nada a derechas.
-Lo sé, lo sé -murmuraba ella...-Pero ya no es como al principio; se nota que mejora y llegará a ponerse bien del todo; es fuerte, padre mío, y es también muy bueno... Más fuerte y más bueno que ninguno de aquí... Y me adora, papá... ¡Y yo también! ...
El pobre viejo, hondamente afligido por la desolación de su hija y por su creciente afecto hacia Núñez, fue al fin a interceder cerca del tribunal de ancianos; y sin atreverse abiertamente a defender la causa, halló medio de insinuar esta frase:
-Sin duda mejora, y es muy posible que un día llegue a estar tan sano como cualesquiera de nosotros.
Poco tiempo después, uno de los ancianos más doctos halló la solución anhelada. Era el gran doctor, el que curaba los males del cuerpo y del alma a su pueblo; y en su espíritu inventivo y filosófico, la idea de anular en Núñez el influjo de aquellas protuberancias extrañas que lo impelían al extravío, debió germinar y medrar como un halago. En una de las siguientes reuniones acercóse a Jacob y le dijo:
-He examinado a Núñez y me parece que su curación no es difícil.
-Es lo que yo digo -exclamó jubiloso el padre de Medina.
-Su cerebro está dañado -aseguró el doctor.
Los ancianos acogieron con un murmullo admirativo el diagnóstico; y el sabio, preguntándose a sí mismo para dar más valor a su respuesta, añadió:
-¿Pero de qué mal está dañado?
-No lo sé -dijo Jacob, de nuevo melancólico.
Y el otro concluyó triunfalmente:
-Yo sí. Esas protuberancias nocivas que él llama ojos y que en los seres perfectos sólo existen para ahondar una bella depresión en la cara, las tiene Núñez tan enfermas, que la dolencia le ha penetrado hasta los sesos. Reparad en que están enormemente distendidas, tienen una doble fila de pelos y además se abren y se mueven. No es preciso añadir más para demostraros cómo su cerebro ha de estar en un estado fluctuante entre la irritación y el idiotismo, sin parar nunca en el fiel de la sensatez.
-Claro -respondió Jacob. -Para curarlo es preciso intentar una operación a la vez sencilla y radical; hay que extirparle esos dos cuerpos excitantes.
-¿Y sanará?
-Seguramente; y haremos de él un modelo de ciudadano.
-¡Dios te bendiga por tu generosidad y tu sabiduría! sollozó el viejo.
Y partió sin demora a anunciar a Núñez la esperanzada nueva; pero el modo con que fue acogido por éste debió parecerle frío e injusto, pues murmuró decepcionado:
-¡Bien se conoce que no quieres a mi pobre hija como ella a ti!
Fue Medina quien, armada del amor, decidió a su novio a aceptar la intervención de los cirujanos ciegos:
-¿Y eres tú -protestaba él- la que me propone renunciar al don de la vista?
Ella insistía con lánguida tenacidad; y cada vez que estaba a punto de rendirse, Núñez encontraba en el fondo de su ser esta frase de rebelión:
-¡Pero si mi universo es la vista... si porque te he visto te he querido!
Y como ella bajara la cabeza sin responder, confiando ya más en la elocuencia de su gesto que en la de sus frases, Núñez continuó:
-¡Existen tantas cosas bellas en el mundo! La más menuda de las flores es una inmensa maravilla; y los colores y las formas acarician la vista como las cosas sedosas acarician la piel... Los líquenes que brotan en las rocas, los reflejos aterciopelados, el cielo hondo con sus nubes, muelles como almohadas de pluma, las puestas del sol, los astros, todo, entra por la vista hasta el alma. ¿Por qué me pides ese sacrificio, cuando sólo por dejar de verte como ahora, con las dos manos juntas, debe ser una desgracia horrible ser ciego? ¡No, Medina, si es verdad que me quieres no me exijas eso! ... ¿Verdad que ya no me lo exiges?
Se detuvo; el dejo interrogativo de sus últimas palabras acababa de suscitar en su propia alma una duda lancinante. Ella insinuó:
-¡No te exaltes así! A veces desearía...
Dejó en suspenso la frase; él la instó:
-Dilo, dilo...
-... desearía dejar de oírte hablar de este modo.
-¿De qué modo?
-De ese que hablas cuando me cuentas tus sueños de la vista. Tienes una gran fantasía, que me hechiza, que me embriaga, pero...
-¿Pero qué? -dijo Núñez con voz ronca, mientras un escalofrío le recorría la medula.
Medina permaneció inmóvil, sin responder; él, para convencerse, aclaró:
-Quieres decir que debo decidirme a que me saquen los ojos, ¿no es así?
Y al descubrir por completo el pensamiento de la muchacha sobrevino en su alma un huracán de cólera; de cólera contra el destino, no contra la enamorada infeliz que no le pedía comprender, y que en su desventurado mutismo le inspiraba una simpatía profunda, tierna, hecha casi toda de piedad.
-¡Alma mía, no sufras! -susurró apasionadamente.
La lividez de Medina decíale claramente cuán oportuno era este consuelo; y atrayéndola contra su pecho, jadeante, la besó en las mejillas, prolongando durante un minuto de angustiada emoción aquel abrazo casto y silencioso.
-¿Y si yo hiciera por ti ese sacrificio? -le dijo después -con voz dulcísima, para saber toda la verdad.
Medina entonces lo apretó contra su corazón y suspiró convulsivamente, entre sollozos:
-¡Ah, si tú fueras tan bueno, tan bueno que hicieras eso por mí!...
Durante la semana anterior a la operación que debía redimirlo de su inferioridad y elevarlo al rango de verdadero ciudadano del país de los ciegos, Núñez no pudo reposar ni dormir. En las horas vibrantes de sol, mientras todos dormían, permanecía sentado o errabundo, sin lograr distraer el pensamiento del sacrificio cada momento menos lejano. Lo había aceptado ya, había creído más de una vez estar resignado, resuelto, y sin embargo... Al fin la postrera noche de labor transcurrió, y el sol volvió a dorar las nevadas crestas más fastuosamente que nunca, como si quisiera decirle con su magnificencia: "Esta es la última vez que podrás contemplarme". Antes de ir a dormir, a fingir dormir, tuvo una breve conversación con su novia:
-Mañana -le dijo- no veré ya.
Y ella, oprimiéndole ambas manos con toda la fuerza de su gratitud y de su amor: -¡Elegido de mi corazón, no te harán sufrir..,! ¡Y si sufres un poco será por mí, por mí que te lo pagaré toda la vida con mi cariño!
Lleno de compasión por si mismo y por ella, Núñez la abrazó, la besó en la boca; y luego, sin dejar de estrecharla, separó la cabeza para contemplar también por última vez su dulce rostro dolorido. Sin poder contenerse, murmuró, despidiéndose de la visión amada:
-¡Adiós... adiós!
Después, en silencio, se fue. Y Medina sintió repercutir en su corazón el ruido de los pasos que se alejaban con un ritmo tan penetrante de angustia, que sin poderse contener rompió en sollozos.
Núñez marchó en línea recta para llegar lo antes posible a un sitio apartado desde donde se dominaban las praderas salpicadas de blancos narcisos, y esperar allí la hora suprema de su abnegación. Pero mientras andaba alzó la vista, y al contemplar la mañana que descendía del Oriente como un ángel en armadura de oro, le pareció que el mundo ciego del valle, y él mismo, y la inmolación proyectada, no eran sino una infernal pesadilla. Sin detenerse en la colina elegida continuó avanzando, traspuso el muro y se aventuró por las pendientes, fija la vista en los picachos rosados por la aurora. Y la belleza infinita del paisaje, como un imán, lo atrajo; y sintió como si cada una de las flores, cada uno de los reflejos, cada una de las cosas bellas y vivas, le reprochara el haberse resignado, aunque solo fuera durante unas horas, a vivir sin ellas. Pensó en el mundo vasto y libre, en su verdadero mundo, y sintió la visión y el aguijón de los países lejanos.
En la distancia creyó entrever a Bogotá con sus calles anchas serpeadas de luces, animadas bajo la claridad gloriosa del día y vivas aún, sin tinieblas absolutas, bajo el luminoso misterio de las noches. Y pensó en los palacios, en las fuentes, en las estatuas, en las casas blancas, y se dijo que nada significaban tres o cuatro días de ascensiones cruentas por montañas casi inaccesibles, con tal de aproximarse siquiera algo a la ciudad querida. Siguiendo el hilo de su ensueño se puso a imaginar un viaje fluvial de muchos días desde Bogotá al mundo múltiple lleno de ciudades inmensas, de desiertos, de bosques, de mares por donde los buques trazaban una espumosa estela, pasando entre la bruma dorada ante islas más pequeñas aún que el valle de donde se alejaba, pero desde las cuales veíase no la tapa rocosa imaginada por la fantasía execrable de los ciegos, sino la expansión azul en la cual los astros marchan hacia el infinito. Sus ojos escrutaron el circulo de montañas, y sin atreverse a formular del todo su secreto designio, se dijo:
-Entrando por ese barranco hasta aquella brecha, iré a salir a los pinos achaparrados que contienen la nieve y podré trepar hasta el borde de las primeras cimas. ¿Y una vez allí? ... ¡Quién sabe! Los otros obstáculos podrán también ser vencidos y llegaré a donde empiezan los ventisqueros... ¿Y después? Después serán precisas nuevas y penosas ascensiones hacia las crestas magníficamente desoladas y casi invisibles... ¡Y si tengo suerte... !
Antes de seguir volvióse a mirar el vallecillo y lo contempló largamente, cruzado de brazos, tratando de aislar en su recuerdo la dulce imagen de Medina, que era ya algo menudo e irreal en la esperanza y la distancia.
Con decisión súbita encaminóse hacia la cordillera, envuelta en el esplendor diurno, y comenzó la ascensión sin detenerse... Al caer el sol ya había traspuesto tres picachos y estaba muy lejos del valle terrible. Las pieles de su traje aparecían rotas en más de un sitio por las rocas ingentes, y al través de las desgarraduras veíase la carne también desgarrada. Pero cuando cayó por completo el día y se vio seguro sobre una abrigada meseta, una sonrisa feliz alumbró su rostro. Desde el sitio donde reposaba apenas adivinábase el valle, perdido en el fondo de un lejano y gigantesco barranco. Las brumas primero y la sombra enseguida fueron haciéndolo desaparecer, y cuando aun los altos picachos tenían un postrer oro de sol, ya el país de los ciegos donde había querido ser rey, era en la lejanía una sombra sin límites.
Sombra sin limites allá abajo, en las cimas oro de sol, y en torno de él una semiclaridad límpida, incomparable. Vetas verdes jaspeaban la masa gris de la roca, y refulgentes cristales de hielo contrastaban con los tonos anaranjados de unos líquenes a la vez minúsculos magníficos. Lentamente, profundas y misteriosas tinieblas penetraban en el desfiladero. Masas de obscuridad violácea iban ensombreciéndose hasta tornarse purpúreas y transformarse luego en lechosas opacidades. Sobre su cabeza extendíase la infinita bóveda azul... Cesó de admirar el espectáculo y se tendió tranquilo, sonriente, como si la sola dicha de haber escapado del país de los ciegos bastase para llenar su vida. Un rato después los últimos fulgores de luz fueron vencidos por la noche; y Núñez reposó dulcemente, bajo el rutilar innumerable de las estrellas.