La oscuridad. Esta oscuridad ya vieja pero a la que no me acostumbro. Esta oscuridad que fue creciendo conmigo, que va a envejecer conmigo, que me va a acompañar hasta la tumba. Me habían dicho que tenía que aprender a quererla para que no sea tan difícil, que tenía que aprender a soportarla, que tenía que hacerla mi compañera, porque de lo contrario se convertiría en mi enemiga y libraríamos una batalla eterna en la que ella podría vencerme a cada instante.
¿Por qué me preocupa tanto ahora? Quizás porque me siento solo, los amigos se fueron. Cuando acabó el dinero algunos descubrieron que ser mi guía ya no era tan producente, otros formaron sus familias o sus respectivos trabajos les lleva demasiado tiempo. O por lo menos eso es lo que dicen cuando alguna vez hablamos por teléfono. Quiero volver a hacer algo.
Los primeros años, ese comienzo de la oscuridad fue un golpe terrible. Dos años casi sin salir a la calle, caminando con miedo de tropezar con todo y de caer, pero apareció ella y supo mitigar mi angustia y me enseñó a no estar tan amargado por la situación. Y llegaron los chicos. Me enseñó a cambiarlos, a darles el biberón. Con ellos aprendí nuevos pasos en la oscuridad. Y nació de nuevo el valor, me propuse salir adelante, no dejarme vencer por las circunstancias.
Conseguí un trabajo. Al principio, un familiar me acompañaba hasta llegar a reconocer el terreno palmo a palmo. Aprendí de memoria cuántos pasos había desde la avenida hasta el trabajo, el número de pasos que contenía una cuadra y una calle, hasta que me valí por mí mismo. El bastón blanco fue de gran ayuda, porque entonces la gente me identificaba y me ayudaba a cruzar las calles o a encontrar un asiento en los colectivos.
Retomé mis estudios universitarios, aunque cambié de carrera, pues cuando llegó la oscuridad yo estudiaba Arquitectura. Gracias a Dios la facultad me quedaba cerca de casa, entonces no tenía problemas para ir. Los primeros días alguien me acompañaba, pero después ya aprendí el número de pasos hasta el portón, del portón a la entrada, el número de escalones, la cantidad de pasos de la escalera al pasillo, del pasillo al aula. Pero al asomarme al portón no faltaba quien viniera a mi encuentro, entonces todo era fácil, simplemente me dejaba guiar. Incluso a la salida tenía un número fijo de amigos que me acompañaban hasta casa. Nunca estaba solo.
O por lo menos no me sentía solo. Y tal vez por eso cambié con ella. No la traté como se mereció, y se alejó, o bien, la alejé. No sé muy bien qué ocurrió. Los chicos crecieron, ellos iban y venían. El mayor era mi compañía inseparable: cocinábamos juntos, limpiábamos la casa, paseábamos. Los papeles se invirtieron: él me cuidaba a mí. Ella andaba sola por allí, trabajando y criando a los chicos.
Yo estudiaba, rodeado siempre de gente. Pero acabó la facultad y las esperanzas de conseguir empleo en la profesión fueron nulas, no pasaban de intentos o de trabajos no remunerados. Nada positivo económica ni profesionalmente. Por suerte conservaba mi antiguo empleo y algún otro ingreso. Ella venía de vez en cuando con los niños, arreglaba la casa, preparaba la comida y me cuidaba. Pero yo trataba de sentirme autosuficiente y se lo hacía saber a cada instante. Creo que durante ese tiempo viví hiriéndola e hiriéndome a mí mismo, por esa testarudez de no querer reconocer que realmente la necesitaba con urgencia. No sólo para que me atienda. La necesitaba para sentir su tibieza poblando la cama, la necesitaba para hablar de cosas que desde hacía tanto tiempo no conversábamos.
Y ahora estoy sin empleo. Esa maldita creencia de la gente que piensa que los impedidos físicos no podemos realizar bien determinados trabajos, que somos incapaces. Dios, para no castigarme tanto, la hizo volver y estamos de nuevo juntos, toda la familia. Pero no soy feliz del todo, de nuevo, después de muchos años vuelvo a sentirme inútil, como cuando se inició la entrada a la oscuridad.
En la pared está colgado un título enorme que jamás podré ver, sólo palpar. En mi escritorio a punto de herrumbrarse, está mi máquina de escribir en braille, y en el armario pilones de papel duro llenos de agujeritos hechos con el punzón. Pero esos agujeritos son palabras, tienen vida.
Después de mucho tiempo, esta oscuridad vuelve a molestarme tanto.