Se acercaba el aniversario de la muerte de Louis Braille y el punzón, como cada año en la misma fecha, se plantó encima de la pauta, previamente tapizada de papel, y llamó a los seis puntos de su abecedario para hilvanarle unas líneas de reconocimiento, de gratitud, de respeto. Todos acudieron en piña; unos para ubicarse en el cajetín, otros para esperar su turno. "Querido maestro", iba a escribir, pero al terminar la q, el punto 1, en lugar de pedirle ayuda para cruzar la frontera que separaba los cajetines y formar la u, le dio un empujón y sin más explicaciones lo tiró al suelo. "¿Estás loco? ¿Pero qué demonios te pasa hoy?", quiso preguntar el punzón, en parte enfadado, en parte perplejo, pero quedó tan magullado del golpe que solo pudo acurrucarse en una esquina de la pauta y esperar a que le vinieran las fuerzas para abrir el pico.
El punto 1 ni siquiera lo vio recorrer a gatas los sesenta y seis surcos de distancia: en sus ojos solo había espacio para el resto de los puntos.
-Tengo que daros una noticia muy triste -les dijo sin alzar la voz, intentando no perder la calma-, pero para no caeros del susto, agarraos al muro del cajetín -los puntos se echaron a temblar, su gesto indicaba que se trataba de algo terrible-. Acabo de oír que vamos a desaparecer del mapa de las letras, de la cultura, de la única luz que enciende el entendimiento de los hombres: los ciegos ya no nos necesitan.
-¿Cómo que no nos necesitan? -le interrumpieron a coro- ¿Y cómo van a leer sin ver? ¿Y cómo van a trabajar sin escribir? ¿Y cómo van a vivir sin saber?
-Al parecer alguien ha inventado un señor de mentira que hace lo que los de verdad. Jaws, creo que lo llaman, y les lee con más rapidez, sin pesarles tanto como nosotros, sin ocuparles tanto sitio, y ante tantas ventajas nosotros acabaremos encerrados entre los muros de un museo. -y al pronunciar esta palabra que sonaba a cárcel, a muerte, a recuerdo, se deshizo el nudo que ataba su garganta y rompió a llorar con tal desconsuelo que contagió a los demás.
A punto estaban todos de hundirse en sus propios huecos cuando jadeando por la carrera y quitándose a puñetazos las gotas de sudor que intentaban borrarlo, llegó el punto 6, se encaramó en el borde inferior del cajetín siguiente, y les espetó sin más:
-¿Queréis callaros de una vez y prestarme atención? -más por el susto que por la orden, los cinco dejaron de llorar y lo escucharon entre hipos- Aunque sois mis hermanos, hoy siento vergüenza de vosotros. Tú -miró al 1-, presumiendo siempre de formar 23 de las 27 letras; tú -miró al 2-, presumiendo de formar 15; tú, -miró al 3-, presumiendo de formar 16; tú, -miró al 4-, presumiendo de formar 15; y tú -miró al 5-, presumiendo de formar 13. Y ahora, ante una noticia tan terrible, en lugar de salir a informaros como yo, que solo sirvo para formar 6 letras, que soy el último de la fila, que hasta para hacer un tachón os necesito a los cinco, os ponéis a llorar. ¿Seréis cobardes?
¿Cómo, que te has ido a informar? -alzó la cabeza el punto 1- Creí que por estar fuera del cajetín, te habías ahogado en la primera lágrima.
-¿Y qué has averiguado? -interrumpieron los demás anhelantes, inquietos, sin perder tiempo en darle el gustazo de encomiar su actitud para crecerse pues de sobra sabía que sin sus seis letras no serían abecedario.
-Pues que en efecto, hay un señor llamado Jaws que con ojos mecánicos puede leer la información que aparece en la pantalla de una máquina que llaman ordenador, y los ciegos, que no están dispuestos a perder tierra conquistada con tanto esfuerzo, están encantados con él, y no es para menos; el ordenador les va a permitir igualarse con los videntes en no pocas profesiones, mejor dicho, creo que son los videntes los que acabarán igualándose a ellos pues el ordenador va desplazando a la letra impresa. Pero esto no significa que nos encierren. Al contrario. He visto que ahora nos ponen en las botoneras de los ascensores, en las cajas de los medicamentos, en los cajeros automáticos de los bancos, y somos tan necesarios, que para ponernos en el ordenador, han tenido que plantarnos dos puntos a los pies. Por lo tanto, ¡me voy a poner la u! ¿Queréis acompañarme?
Y cogiendo al punzón por las orejas para que se despabilara, volaron a la regleta y juntos escribieron:
Querido maestro: Puede usted vivir en paz, porque los inventores no mueren nunca, siguen viviendo en sus inventos, que en lo que haya un solo ciego que no quiera ser analfabeto, su abecedario, como el de las letras, no será una reliquia de museo, pues al igual que los videntes, los ciegos tendrán que escribir notas, borradores, apuntes y hasta discursos que haya que leer en público.
12-iv-2012