Me llamo Dios y no es una broma, casi más una burla por lo roto que ando. Dios, Dios María me llamo. Me parieron en un hospital muy limpio que es lo único limpio que debió conocer mi madre.
Me parió y allí me dejó. La llegaron sola de las calles, sucia, pelona, flaca y colgada. Parió y se escabulló. A escondidas se largó y se llevó la manta de su cama y de la de al lado un reloj. Todo el mundo pensó lo que ya sabes que pensó pero qué coño sabrán... Sólo tenía sitio en su vida y en sus venas para una sangre, no para dos. Me dejó. No sé si le costó pero me dejó y de regalo para mí un nombre en un papel: Dios.
Si en lugar de nacer hubiera sido, no sé... un reloj, una enorme piedra, o una canción, aunque solo fuese una mala canción, cuánto mejor. Algo hubiera sido, pero no, tuve que nacer y ser Dios, y no quererme nadie, y estar roto, y tener una pata quebrada y no saber porqué.
Así que lo único que puedo hacer es esperar con la esperanza de que la próxima vez aunque sea pueda ser el camino de una escuela o la sombra viajera de un bauprés.
Y así estoy esperando que ni bien y ni siquiera mal. Solo estoy.
Y como me parieron, pues vivo. Y como vivo y para vivir vendo el cupón en una plaza de la ciudad. Me siento en este mi banco desde hace miles de ratos, acomodo mi pierna buena y mi pata tocha y estoy. Pasa un señor gordo, me mira, nada. Pasa otro, me compra, nada. Vendo otro cupón, nada. Lo mismo acaba el día y amanece otro nada. Y ni tantísimos nadas forman el más mínimo asomo de algo. Cuánto más algo el lejano ladrido de un perro, el agua de este charco o un empujón. Entre el inmenso concierto de nadas una vieja y una niña se sientan en el banco a mi lado.
La vieja, vieja de años viejos. Y la nena cieguita.
La vieja estirando la vida para la nena, su vida lenta y protectora. La única vida grande que le queda a la nena. La niña se sienta en mi banco parada. Quieta como un ratón. Triste. Sólo se estira cuando oye gritos de niños al jugar. Tiembla y se estira. Quisiera gritar y jugar, y ser niña, y jugar y gritar.
Pero los niños pasan y sus juegos se alejan y la cieguita se para. Vuelve a sus ojos ciegos y se esconde de los gritos.
Y mi nada de Dios conoce a la vieja. La pobre sólo tiene la cuenta de los años de vieja que le puedan quedar para cuidar de la nena. Eso es lo que sé; pero nada, nada en mí. Y su trato se va haciendo más común en mi banco del cupón.
Y un día la nena se me acerca, posa su manita en mi pata quebrada y, triste de ojos tristes, la oigo decir:
-Diosito, ¿quieres jugar conmigo?
Y sí, ya sí. ¿Qué es esto de ahora? El día ha pasado y sé que he jugado pero nada de eso sé, solo sé... Que ahora mi infinita indiferencia de espacio mal ocupado se mueve en un sentido afortunado:
Que la nenita me vuelva a nombrar y que pueda jugar.
Diosito me llamó. Y la vi jugar.
Ahora algo quiero ser, nunca más esa nada fatal. Si pudiera unos ojos ser, o cambiarme en juego y risa o en salto nada más. Pero que me vuelva a llamar y que la oiga gritar al jugar.
Ahora ya entiendo el por qué de una madre calada, unas mantas robadas y una pata quebrada. Ahora lo veo todo suficiente hasta aquí Ahora sí. Pero no soy ese Dios, no. Y un día sola viene la vieja, vieja de años viejos. Y lenta, casi de perfil, vieja dice:
-¡Ay Dios!, que la nenita se nos va a morir.
Y de mí que me veo fugar.
Ya apenas me dibujo cuando acompaño a la vieja para ver a la nena agonizar. Allí está y no me ve pero sabe que estoy:
-Pobre Diosito, ¿ahora con quién vas a jugar?
Y ya sí que no estoy. Nada, ni un tachón. Me aparto de la luz y sólo oigo una explosión. Otra explosión. Un borrón.
Se pudo leer en un periódico: Crónica de sucesos:
Un perturbado asesina a una niña de ... años y a su abuela en su piso de ... A continuación, y con la misma pistola, el presunto autor de los hechos se ha disparado en el corazón. El perturbado...