Estoy seguro de que este año, sabréis disculpar el que mi colaboración con esta Hoja de Fuentestrún tenga un tono diferente. Pero es que, siento la obligación de hacerlo y es que, tampoco, el fondo de la Historia está tan alejado de lo que podría haber sucedido en nuestro pueblo. Además, ya de paso, aplicamos una de las máximas que aprendí de mis mayores: "de bien nacidos, es ser agradecidos".
Pues bien, este 2009 se conmemora el bicentenario del nacimiento de Louis Braille, una persona sencilla, de pueblo, luchadora y tenaz que supo sobreponerse a su ceguera temprana y dejarnos, como legado, su sistema de puntos salientes para acceder a la lectura y escritura, el braille. Pero, aún más, nos regaló un ejemplo de superación y entrega.
Decía que muy bien, el relato de su vida podría haber sucedido en Fuentestrún.
Coupvray, un pueblo, en aquel entonces de poco más de mil habitantes, a 42 kms. al nordeste de París, un 4 de enero nace un niño, en el que sus padres depositaban las esperanzas para ser cuidados en su vejez, hijo de un talabartero, artesano del cuero. Un chiquillo que jugaba (como lo hicimos tantos de nosotros), que sentía curiosidad por lo que hacía su progenitor y que, por ello, se clavó una lezna de las usadas por Simón Braille, quedándose ciego, pero que paradójicamente con otra lezna, mejor, punzón, daría años después la luz al resto de invidentes . Que quiso aprender. Tuvo curiosidad por atesorar un mundo de sensaciones velado a sus ojos.
Unos padres que supieron ver que el futuro de su hijo estaba en que adquiriese saber y no dudaron en renunciar a la natural protección en pro de ello. Que hicieron un acto de suprema generosidad llevándole a estudiar a París, al único colegio de niños ciegos que había entonces. Porque querían, para él, un día de mañana mejor. Y eso en una época tan alejada de la nuestra como es 1819.
Un joven que nunca olvidó su pueblo ni lo que sus padres, su maestro de escuela, le habían enseñado.
Que con 16 años publicó la primera edición de lo que, hoy día, sigue siendo la llave del acceso al conocimiento para todos los que estamos privados de visión.
Que supo luchar contra la incomprensión de muchos, la envidia de no pocos y las precarias condiciones materiales para desarrollar todo el método, instruir en numerosas disciplinas y, sobre todo, ser un ejemplo para cuantos le conocieron.
Que enseñaba, no sólo cultura, sino valores, entrega y abnegación. Y que lo hacía, además, con una sonrisa, con humildad.
Y que, acuciado por la tuberculosis siguió queriendo mirar hacia delante, llegar hasta el final no olvidando nunca a su pueblo ni a su familia: los sonidos del campo, las tachuelas que le confeccionó su padre para que pudiese leer letras en relieve, el calor de su madre o la paz del silencio.
Murió a los 43 años, pero sigue estando vivo en cada uno de los libros hechos de puntos.
Ahora, todo aquello se conserva en su casa natal, sus manos quedaron en el pequeño cementerio de su pueblo, mientras que el resto de su cuerpo fue trasladado al Panteón de Hombres Ilustres de París.
Conocer su historia es conocer la historia de tantos seres anónimos que luchan por mirar más allá, superarse, alcanzar nuevas metas pero siempre sin olvidar dónde uno ha nacido, la esencia de los valores que nos han sido transmitidos.