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  El Mago de las Seis Estrellas (Álvaro Cuetos Suárez)
 

 

 

El Mago de las Seis Estrellas

Álvaro Cuetos Suárez

Con frecuencia, con más buen deseo o puro afán de sensacionalismo que preocupación por una información seriamente objetiva, aparecen en diarios y revistas noticias sobre procedimientos y aparatos que, casi mágicamente, transportan a los ciegos al inefable mundo de la luz. Los ciegos acogemos siempre estas noticias con cierto interés, aun en los casos de menos credibilidad, porque al menos en ella se transluce una preocupación por nuestros problemas; pero ninguno que sea consciente se dejará impresionar de modo exagerado, porque sabe que los prodigios más o menos técnicos que aquí o allá se pregonan no son, hoy por hoy, mucho más que laudables ensayos y que aún está lejana esa edad superóptica -permítasenos el vanguardismo-, en la que el hombre pueda atravesar las barreras de lo sensorial y salvar la distancia que media entre el planeta de la ceguera y la estrella de la visión. Aun viviendo en una época curada casi de asombro como la nuestra, tales informaciones, más que sueños e ilusiones, inspiran a los ciegos un renovado y acrecentado sentimiento de admiración y gratitud hacia un hombre que, solo, hace poco más de un sesquisiglo, sin los recursos de la ciencia de hoy, con el único bagaje de sus valores humanos, realizó un descubrimiento que, por la dimensión de sus consecuencias y sus trascendentales posibilidades, linda con el prodigio y que, en este orden, bien podría resistir el parangón con cualquier otro que se haga en lo futuro. Él, nada menos que con el invento del sistema de escritura y lectura para ciegos, dio a éstos la insuperable luz de la cultura, les puso en el camino de la Historia, les hizo capaces de suscitar en la Humanidad el movimiento de interés por sus problemas que las aludidas informaciones periodísticas testimonian y prefiguró en tal sentido las soluciones venideras y por eso nos avisa el corazón que es ésta una excelente ocasión para dedicarle un fervoroso homenaje con motivo del cuadragésimo aniversario de la aparición de la revista "Relieves", de la que bien puede considerársele el prístino y más decisivo fundador, porque sólo gracias a él ha sido ella posible y sólo merced a su esfuerzo para rescatarlo de los hondones del destino y la inspiración ha sido posible que ella dispusiera de ese singular instrumento de las seis miriedrías que ha venido utilizando después de su creación, hace ya una cuarentena de cosechas madurecidas de otoño, para lograr que todo el panorama del acontecer humano quedara iluminado y pudiera ser contemplado por los ciegos hispanoparlantes.

Puede darse por descontado que nadie habrá dejado de reconocer en las precedentes señas de identidad a la preclara figura que fue Luis Braille, que vino al mundo el 4 de enero de 1809, en el pueblecito de Coupvray, a sólo unas decenas de kilómetros de París, la Ciudad Luz, convertido hoy en capital de la geografía espiritual de los ciegos de todo el mundo, en polo magnético de corazones movidos por la gratitud, semblanza nueva de Nazareth en su proyección panorámica o simbólica, porque como el Nazareth galileo está situado entre redondas colinas, se asentaba en el pasado siglo a orillas de un diminuto Tiberíades, donde se dieron cita la historia y la leyenda y que, como Nazareth, tuvo también una figura salvadora, en el plano de las cosas humanas, que, si no fue más que un hombre, a diferencia del divino Nazareno, fue, como éste, hijo de un humilde artesano y tuvo, al menos, el soplo celestial de genio con trasuntos de holocausto redentor.

En la plaza principal de Coupvray, que le considera su hijo predilecto, Luis Braille, en imagen señera y con la vida imperecedera del mármol depone a la inmortalidad y, con rostro de bondadosa sonrisa y en actitud inequívoca de maestro, recibe la ingenua ofrenda que le hacen con sus bulliciosos juegos los niños de su pueblo natal, que van a congregarse en aquel lugar, convocados misteriosamente por esa poemática hora en que el cielo se irisa con los tintes del ocaso y el aire diáfanamente sonoro proclama el perfumado recado de los tilos, y juegan con los pajarillos a repartirse la tarde, rodeando la estatua, como si quisieran meterla en el corro de sus divertimentos y compensar así a su protagonista de una infancia que se quedó obscura y quieta, vacía, cuando el pequeño Luis Braille apenas contaba tres años, aquel día en que, jugando en la guarnicionería de su padre, se clavó en uno de sus ojos la hiriente agudez de una lezna, instrumento de su martirio y de su gloria.

Como sublime paradoja, ciertamente, aquella espina metálica que sumergió a un niño en la ceguera representaría en lo futuro la incisiva lanza que rasgara de una vez el espeso velo que sumía a millones de seres en las tinieblas de la ignorancia y la miseria; aquella lezna brutal se trocaría simbólicamente en el taumatúrgico bisturí que, manejado por el gigante cirujano del genio creador, realizaría la operación más milagrosa y de mayor alcance, aquella que preparó el camino para devolver la luz del progreso y de la cultura a los ciegos de todas las edades por venir. Más aún, lo que fue, primero, a semejanza de la redentora Cruz del Gólgota, fuente de dolor sería más tarde motivo de inspiración para el mismo Luis Braille, quien haría de la lezna el punzón, el más provechoso utensilio para el ciego, el equivalente para éste de la pluma, arranque y transporte de toda civilización. El punzón será el instrumento que utilizará el ciego para escribir; el punzón será vehículo de innúmeras posibilidades, que abrirá a los no videntes rutas insospechadas; buril que perfilará el esperanzador porvenir de quienes hasta entonces nada habían podido esperar; bandera que tremolará a los cuatro vientos las conquistas de la inteligencia y del trabajo; arma con la que el ciego ganará la desigual batalla del estudio y del propio bienestar y con la que roturará el campo de la cultura, desierto en aquellos tiempos para los que, sin luz, se habían visto desheredados -salvo casos aislados y excepcionales- del fruto cosechado por el progreso, y lo transformarán en ubérrimo también para ellos que, en adelante, pasarán a ser partícipes de la herencia y el acervo comunes de la civilización.

Caída en el agujero negro abierto por aquella lezna en el primer y dramático encuentro con su destino, la niñez de Luis Braille, entre tanteos de sus manos balbucientes de curiosidad infantil, se deslizó oscuramente bajo la montaña de los juegos deseados e imposibles, como un río que se soterra para surgir más tarde con la jugosa sorpresa de sus aguas más limpias y abundantes, hasta que, de la Ciudad Luz precisamente, para mejor revelar el augurio, llegó la buena nueva de la existencia allí de un establecimiento, creado por Valentin Haüy y que era el primero y único en todo el mundo dedicado a intentar la educación de los faltos de vista, considerados hasta la fecha como incapaces de todo progreso y dejados por ende al total abandono de despeñarse por el más espantoso de los Taigetos, el de la ignorancia y la miseria espiritual.

A este Centro fue llevado Luis Braille, a la sazón de diez años, y en él, a pesar de las condiciones lóbregas e insalubres del edificio, que bastaban para desanimar al más estudioso, se desbordó el contenido torrente de su clara inteligencia y comenzó a distinguirse en materias tan diversas como la Gramática, el Álgebra, el trenzado, el piano y el violoncelo, superando las dificultades de un aprendizaje hecho tan sólo por medio del oído y la memoria, puesto que entonces no existían libros ni partituras musicales para ciegos, y desplegando tal entusiasmo y tan excepcionales facultades año tras año, que a sus diecinueve años fue nombrado profesor de la Institución, meta suprema para un ciego de aquel tiempo, pero que no bastaría para contentar a un espíritu como el suyo, ansioso y escrutador siempre de más amplios horizontes.

Tan limitados y sombríos eran los que los ciegos tenían en aquella época, que ni siquiera podían leer ni escribir, a falta de un procedimiento a su alcance para hacerlo, y se veían por tanto privados de la luminosa realidad que el libro representa.

Luis Braille tuvo bien pronto conciencia de este vacío desazonante y adquirió la certidumbre de que los ciegos no saldrían de los tiempos prehistóricos en que Vivian mientras les estuviese vedado penetrar por las puertas de la escritura y la lectura en ese cabalístico mundo en el que es guardiana y señora de todo sentido la letra. No quiso contentarse con la muelle postura de la expectación y, todavía alumno, daba rienda suelta a su imaginación en la aventura de encontrar un sendero que le condujese a esa conquista y le diese la solución a un problema que a todos parecía insoluble. Durante las vacaciones que pasaba en Coupvray, solía ir a orillas de la pequeña y tranquila laguna en busca de lugar propicio a la reflexión, donde poder tender la red de sus sueños y aprisionar en ella la idea creadora; y un día, sin duda luminoso y en el que sonreirían entre los juncos los elfos y los ángeles en el cielo, enhiesto siempre el mástil de la voluntad y siempre tensas las velas de su esfuerzo, Luis Braille cubrió la portentosa singladura de la inspiración y logró arribar la barquilla de su talento a las playas de la invención y encontrar el tesoro ambicionado, es decir, descubrir un sistema de escritura y lectura por medio del tacto, totalmente eficaz y adecuado, basado en las combinaciones que pueden obtenerse de una clave de seis puntos.

Seis puntos solamente, seis puntos que son seis columnas maestras que sostienen el pórtico que conduce a la emancipación social e intelectual del ciego; seis engranajes, seis palancas irresistibles que hacen funcionar la máquina del trabajo para toda una colectividad; seis llaves que cierran herméticamente toda una era amurallada de impotencia y que abren para el ciego la ancha puerta de la Historia; seis caras de un talismán que hace posible a todos nosotros conjurar el sésamo de la felicidad; seis ruedas que mueven el vehículo rápido y seguro que hacen llegar hasta el invidente todo elemento de educación; seis hilos de una trama perfecta donde puede encerrarse toda la belleza de las cosas, todo el saber humano y toda la Divina Gracia; seis hondas raíces que nutren con la savia del progreso el árbol frondoso de la Tiflosociología, árbol que en nuestra patria dio esta espléndida floración con el nombre de ONCE y, como óptimo fruto, el bienestar de todos aquellos que vivimos a su cobijo; seis pétalos de una flor que exhala la fragancia de todos los goces y hace sentir el aroma de todos los deleites; seis notas de un acorde que inunda de armonía nuestros corazones; seis diminutas estrofas de un poema que basta para rodear de poesía nuestra existencia; seis dúctiles pinceles que dibujan para nosotros el cuadro maestro donde se hace festival toda la policroma y plástica grandeza de las cosas creadas; seis direcciones cardinales de una rosa de los vientos que nos señala los derroteros de la esperanza y del ideal; seis facetas de un mágico caleidoscopio que nos entrega la múltiple grandiosidad del universo; seis diamantes de un tesoro que nos constituye en poseedores de los inapreciables valores de la civilización; seis caudalosos surtidores de un venero que nos procura el agua de la superación como lenitivo a medida que crece la sed de nuestro estímulo; seis colores de una bandera izada en pro de las más altas y nobles aspiraciones; seis redondos galones que nos dan jerarquía dentro de la milicia de los hombres de buena voluntad; seis eslabones de una cadena que nos liga con fuerza indestructible al carrusel de la actividad humana; seis cristales de una formidable lente que, al contacto de nuestros dedos, capta para nosotros toda la maravilla del mundo de la luz; seis gotas de un elixir que nos vitaliza y nos hace salir del marasmo de la invalidez; seis átomos de una molécula que es quintaesencia de nuestra razón de vivir; seis soles, seis resplandecientes estrellas en relieve, en fin, que bastan para iluminar con claridad cenital nuestro ensanchado cosmos, entorno a las cuales giran los planetas de nuestras vidas y que, como la estrella que condujo a los Reyes Magos hasta donde la noche se había quedado estremecida de cielo, nos señalan a nosotros el camino cierto hasta cumbres de elevación inusitada.

Luis Braille da a la luz pública en 1837, luego de una primera en 1829, una segunda exposición del sistema por él ideado, donde éste aparece ya definitivamente plasmado en el despliegue del prodigioso juego malabar de sus 63 fecundas combinaciones, y lo presenta a la Academia de Ciencias con la pretensión de que sea declarado de utilidad para los ciegos; pero la docta Entidad, distraída o engañada, no le presta mayor atención.

No importará mucho, sin embargo, tal indiferencia, porque lo realmente decisivo será la entusiasta acogida que dispensan al sistema los compañeros de Braille, quienes, más interesados como directos beneficiarios, se consideran los llamados a dar el dictamen final y, persuadidos de que éste debe ser favorable, luchando contra un alud de intereses hostiles, lo consagran en la infalible piedra de toque de la práctica, logrando al fin, en 1852, su implantación en Francia como sistema oficial para ciegos.

Pero esta meta -cara y cruz del genio, alcabala que los elegidos han de tributar por la gloria- se alcanzó sólo después de que Braille rindiera el precio de su vida. El 6 de enero del mismo 1852, minado su cuerpo por la tuberculosis, prendida su alma en la estrella de la Epifanía, que le marcaba la ruta del Belén celeste de la inmortalidad había partido de este mundo para iniciar la peregrinación de la sobrevida y ofrendar al Dios Niño, como un nuevo mago, el oro de su corazón, el incienso de su genio y la mirra de sus ilusiones.

Sus restos mortales han merecido el honor de reposar desde 1952 en el Panteón de Hombres Ilustres de Francia, junto a celebridades de renombre universal; pero su genio y su recuerdo... Su genio y su recuerdo no caben en tan estrecho límite y perduran en otro colosal panteón formado por los corazones de todos los ciegos, usufructuarios naturales de su herencia, donde se rinde perenne tributo a la memoria del hombre que nos dejó su invención genial y además, en el ejemplo de su vida esforzada, la enseñanza bien patente de que es tan estéril la postura cómoda del que aguarda soñando como la torpe del escéptico que se limita a quejarse amargamente y de que es menester laborar con confianza y tenacidad, como él, ya sentados en meditación al borde del tranquilo lago de nuestras horas de descanso, ya tensos, en enérgico esfuerzo en el timón de la nave de nuestro puesto de trabajo, para obtener todo el interés posible de este fabuloso capital creado por Luis Braille, cuya eximia personalidad está en la inmortalidad alumbrada por el resplandor de esas seis estrellas en relieve, encendidas con la llama de su talento y que son como seis antorchas inextinguibles.

Nota:

Recordaba haber leído este artículo hace muchos años en el Boletín Informativo de la ONCE, pero no logré encontrar en ningún sitio el número correspondiente. Me dirigí al autor y transcurridos algunos meses, él me proporcionó un manuscrito que conservaba. Hice con sumo cuidado el esfuerzo de teclearlo en el ordenador, pues pienso que vale la pena que esta creación evocadora del braille, sin duda genial, no se pierda.

Álvaro Cuetos Suárez es ciego total y padece una pérdida severa de oído. Tiene actualmente (2011) 85 años. Desempeñó varias funciones en la gestión de la organización de los ciegos españoles, entre ellas, la Dirección en los años 70 del siglo XX de su Boletín Informativo. La versión de este escrito que difundimos ahora es la que él presentó al cuadragésimo aniversario de la revista "Relieves Braille" en 1986. Álvaro hizo pública por primera vez esta invocación de la estupenda aportación de Luis Braille a los ciegos de todo el mundo en enero de 1967 en Cádiz en la conmemoración del aniversario del nacimiento de Luis. Posteriormente a principios de los setenta lo publicó en el Boletín Informativo.

Pedro Zurita

 

 
 
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