Salimos de casa a eso de las cuatro. Era, creo, el mes de noviembre y el sol calentaba poco, más bien nada. Lloré y pataleé porque no quise ponerme medias, y aquella tarde me salí de una vez para siempre con la mía. En la calle de San Antonio, en la esquina de Pepe Penas, nos encontramos con Fulgencio, que iba acompañado, como siempre, de una chiquituja pecosa, de pelo rubio y ensortijado. Fulgencio era ciego, y aunque se conocía el pueblo mejor que el pregonero, caminaba siempre con la mano apoyada en el débil cuellecillo de la niña. La mano de Fulgencio no sólo era hermosa, como decían mi hermana y sus amigas, sino que además era un portento de arte. Tocaba el violín, el armonium, escribía con un punzón y hasta estaba fabricando por aquellos días una especie de mortero que soltaba unos truenos morrocotudos. Hécula entera admiraba a Fulgencio y muchos empezaban a creer que era un verdadero genio. Lo que le quitaba fama y aclamación en los últimos tiempos era que fuese tan religioso, porque así, los "ateos", que eran miles, rebajaban sus méritos. Para los de derechas, en cambio, Fulgencio era una especie de San Ignacio. ¡Cómo cantaba él, con la mano puesta en su bastón, aquello de "escúchalo, escúchalo, Satanás, y en tu rencor furibundo!..." Y es que Fulgencio tenía una frente ancha y dulce, una barba espesa y negra que daba gusto verla hasta sin afeitar y una boca infantil que sonreía siempre extrañamente. Su carne tenía ese color marfileño que uno se imagina que tienen que tener los santos vivos, de verdad. Y el velo blanquecino que cubría sus pupilas no parecía nada horrendo, sino algo así como un humo de invierno cubriendo delicadamente la choza de un pobre.
—Laureana, eso ya no lo podemos consentir. Si no se evita el escándalo, yo mismo volaré la "Casa del Pueblo" —dijo el ciego con una hermosísima indignación.
Mi madre prometió que hablaría con el alcalde, que era hermano de leche suyo, y, aunque republicano, le haría caso, o por lo menos sabrían a qué atenerse. Según Fulgencio, el cura arcipreste no había tomado la cosa con toda la seriedad que merecía, lo cual no le haría ninguna gracia al obispo si llegaba a enterarse. Por lo que yo pude comprender, se trataba de que en el camino de la estación habían puesto una casa de "mujeres malas", y había cola en la puerta, incluso por las mañanas.
—Si es que hemos de resignarnos a tanta provocación, quiero saberlo, Laureana, porque haré un escarmiento ejemplar. ¡ No será que no lo he advertido!
Fulgencio llevaba capa negra con dos campanillitas pequeñas en las solapas, que a mí me tenían hechizado. Y cuando iba solo, solía llevar un nudoso bastón muy pulido que también me gustaba mucho.
Se perdió Fulgencio calle de San Antonio adelante, caminando junto a la niña rubia. Fulgencio parecía más alto aún de lo que era al lado de Rosica. De cuando en cuando, el viento hinchaba su capa y yo temía que a Fulgencio, de un momento a otro, le salieran unas alas brillantes como a los cuervos, y se remontase por el aire. Fulgencio comulgaba todas las mañanas y había pasado más de la mitad de la Biblia al alfabeto de los ciegos.
* * * *
Entre tanto, Fulgencio había desaparecido del pueblo. No se le veía por ninguna parte ni se escuchaba el tantan de su bastón en las losas de la acera.
—-¿Qué le pasará a Fulgencio?—fué preguntándose todo el mundo.
Había desaparecido como por encanto, sin decir una palabra a nadie. Era incomprensible que se hubiera retirado precisamente en unos momentos en que las cosas se estaban poniendo tan mal. Aunque ciego, Fulgencio conocía como nadie el intríngulis de los odios y de la política de Hécula, y por eso ahora todos los de las "derechas" le echaban de menos y comenzaban a mostrarse intranquilos y nerviosos, mientras los de las "izquierdas" estaban cada día más envalentonados y provocadores.
En casa también extrañábamos la ausencia del ciego. Don Lázaro y el padre Cristóbal, recordando las últimas veces que le habían visto, acabaron reconociendo que en Fulgencio se había experimentado un cambio raro. Se había mostrado reservado y un tanto displicente, él, siempre tan comunicativo y exaltado. A los pocos días se corrió el rumor de que el ciego estaba en un colegio de ciegos de Valencia, donde las "izquierdas" le habían dado una beca.
—Pero, ¿será verdad eso de la beca?—se preguntaba don Lázaro.
—Desde luego que en el pueblo no está.
Mi madre no comprendía que se hubiera ido sin despedirse. El teniente de la Guardia Civil trajo un día una noticia importante. Por lo visto, Fulgencio había querido que le nombraran jefe local de la "oposición" y la mayoría de los afiliados se habían opuesto. Un ciego, por muy arrojado y enérgico que fuese, no podía ser el dirigente de una organización combativa cuyos procedimientos, por el momento, eran la emboscada y la porra.
* * * *
Yo llegué a Hécula justamente la víspera del día en que iba a ser fusilado Fulgencio,, en el arenal del cementerio. Dijeron que el ciego había muerto gritando: "¡Viva Rusia!"
* * * *
—Están contagiando a todo el pueblo —nos gritaba el teniente de alcalde, que era Fulgencio el ciego.
—¿Y qué quiere que le hagamos?
—Claro, claro, todo sea por el triunfo de la causa.
Fulgencio siempre caminaba escoltado por un cabo y dos soldados, que él mismo se había nombrado, y a los que el Ayuntamiento pagaba. Fulgencio era el jerarca de la C. N. T. Siempre se estaba temiendo, por lo visto, alguna emboscada de parte de los comunistas. El alcalde era socialista, y había sido rebasado por los demás grupos políticos.
Al brazo de Fulgencio marchaba su compañera, su mujer, que era también ciega. ¿Era ella la que había logrado trastornar a aquel hombre? Ella hablaba con una voz fina como un puñal, siempre chillando. Decía palabrotas a cada paso. Fulgencio no había variado en el acento de la voz, pero estaba algo más gordo y vestía mucho mejor. Fumaba puros, cosa que antes le hubiera dado bascas.
El caso era que Fulgencio se había revelado como un sanguinario atroz. Desde el primer momento le había tocado presidir el "Comité Local de Limpieza", y hasta se había planteado la cuestión de protocolo de cómo tendría que firmar Fulgencio sus penas de muerte "personales". La escritura que usan los ciegos no inspiraba confianza a los heculanos, probablemente porque no era fácilmente comprobatoria, y marcar las huellas digitales también era impropio. Ante testigos, Fulgencio le hacía al futuro reo un corte de pelo en el cogote. Esta era la señal. Nunca los heculanos se han podido explicar cómo pudo endurecerse tanto el corazón del ciego. Fué famoso el discurso que pronunció en el "Comité Local de Limpieza" cuando tomó posesión, y que terminó con la siguiente frase, más o menos: "Antes de hacernos callos en las manos por el trabajo o por disparar las pistolas o los fusiles, hemos de formarnos un callo inmenso en el corazón. No es posible sentir lástima por nada ni por nadie."
Lo miraba y no lo creía. Era incomprensible que aquel hombre infantil, cuya máxima preocupación habían sido siempre las procesiones de Semana Santa, el armónium de San Pancracio, las enfermerías de San Vicente, las obras de teatro del Centro Catequístico, se hubiera erigido de repente en la pieza niveladora de la justicia popular. Fué muy chocante que yo pudiera verlo y escucharlo, porque, comentando el bombardeo de la noche anterior, le oí decir:
—Seguro que ese aviador es del pueblo. Es un heculano como yo me llamo Fulgencio —y levantó hacia la bombilla eléctrica la mosca fría y helada de sus ojos.
Hizo un repaso general de nombres, y entre ellos citó los de mis hermanos.
—Será Pablo—dijo.
—Pero si Pablo ha estado en Madrid preso e informamos de que era peligroso —le dijo un secretario.
—Se habrá escapado.