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  Viaje al Azul (Ricardo Gómez)
 

 

 

VIAJE AL AZUL

RICARDO GÓMEZ

SI TUVIERA VALOR, SE DEJARÍA LLEVAR por el manso empuje de las escaleras mecánicas durante horas: llegaría al final del pozo inclinado, volvería a ascender, bajaría de nuevo, subiría, y así una y otra vez hasta gastar la mañana. Pero no se atrevió: al llegar al final de la cinta, se limitó a seguir la corriente de nucas anónimas, que le guiaron hasta su andén.

Como todas las mañanas, olía a goma quemada, a café con leche tibio y a desodorante apresurado. Además era lunes y notaba la vaharada acre de la lejía que la víspera habría masacrado ocultas ciudades de cucarachas y borrado millones de huellas. Seguramente los carteles serían nuevos y se habrían repuesto algunas lámparas fundidas. El comienzo de la semana dejaba sentir el efecto devastador del sueño, que adhería al piso las suelas de los zapatos y anestesiaba las lenguas. El lunes era un día silencioso y resignado.

El estrépito de un tren, detenido a pocos metros, puso en juego los hábitos casi animales practicados desde hacía años: calcular el punto exacto en que se abrirían las puertas, hacerse a un lado para dejar pasar a los otros y esperar el turno para abordar con los demás el vagón, procurando no estorbar, no rozarse con nadie, no avasallar ni ser empujado. Esa era la clave: no molestar y no ser molestado.

Disfrutaba en las estaciones, pero detestaba el metro. La luz artificial atemperaba los miedos, pero ese espacio situado a muchos metros de profundidad y al que nunca habían llegado ni la claridad ni el calor del sol, era un territorio inhumano arrebatado a las ratas y a los demonios, un lugar donde la oscuridad era más que negrura. Lo probaban las corrientes de aire. A pesar de los años y del hábito, todavía se estremecía cuando notaba una ráfaga que procedía de un túnel o de un pasillo. ¡Quién sabía con qué vericuetos más profundos se conectaban las galerías que minaban la ciudad! Todo estaba previsto, decían, pero el azar de un accidente que originase un apagón total sería catastrófico, pues en la negrura nadie distingue el suelo del vacío, ni un rellano de escalera. A él, que era ciego, apenas le incomodaría el suceso en sí. No era su propia oscuridad la que temía, sino las tinieblas ajenas. El metro era el negro, la profundidad, el miedo.

El tiempo apenas contaba en esos viajes, sobre todo a esas horas en las que cada individuo era un ser aislado y adormecido. Resultaba diferente en otros momentos del día, cuando las parejas regresaban abrazadas o los grupos viajaban charlando, y en esos momentos, si tenía ganas, podía atender los arrullos o las conversaciones. Pero por las mañanas no había más remedio que resignarse a escuchar el traqueteo de las ruedas, anticiparse a los bamboleos del vagón en las curvas y esperar a que el tren llegase a su destino.

Cada estación tenía un sonido especial. Sospechaba que quizá era la altura de las bóvedas, o la longitud de cada andén, o tal vez detalles insignificantes como la cantidad de carteles, cristales o personas que había en cada muelle, pero percibía diferente el silbato de un mismo tren en una parada que en otra. Faltaban ahora solo dos estaciones para su destino, ocho minutos apenas. Repasó, los dedos en el bolsillo, las pequeñas cartulinas rugosas en que había hecho copiar varios poemas de Neruda. Privilegios de ciego, pensó, a quien no le importaban la escasez de luz ni los tambaleos del vagón.

Salió al andén perfectamente orientado. Solo los idiotas tropezaban con el bastón de un ciego y eso no solía ocurrir siquiera los lunes. La clave estaba en andar despacio, alejado de paredes y de bancos. Los siseos de pisadas le guiaban por los caminos que iban abriendo otros transeúntes. Solo había que tantear con el bastón y dejarse llevar hacia la cinta mecánica que desembarcaba pasajeros y equipajes a la terminal de trenes.

Hacía frío esa mañana, pero la primavera era benigna. Al entrar en el túnel acristalado, desde el que se podía contemplar, según decían, la brillante cúpula de la estación, percibió que el sol comenzaba a tomar fuerza en el cielo. A través de los respiraderos notó la fragancia del mantillo con que los jardineros fertilizaban parterres y macetas. Y había más señales: comenzaban a ser frecuentes los pasajeros cargados con bolsas que regresaban de viajes de fin de semana. Lo sentía por el rozar de los paquetes en las prendas de abrigo, pero también por las respiraciones entrecortadas y la velocidad del tráfico, detalles imperceptibles para quienes solo confiaban en sus ojos.

Iniciaba su trabajo a las nueve, pero no tenía prisa. A medida que avanzaba percibía más nítidos los carillones y altavoces de la estación. Conocía todos los mensajes, e incluso podía anticipar en ocasiones un aviso extraordinario: la demora en una llegada, un cambio de vías, el retraso de una salida, el enganche de vagones especiales... Llevaba tantos años en estaciones, y tantos en esa estación, que nada que sucediera en ella sería imprevisible.

El vestíbulo estaba abigarrado. De la cafetería llegaba el tintineo de platos y cucharillas. De los alrededores del quiosco, el murmullo de pisadas y del frotar de papel en las horas punta. Las expendedoras de billetes no dejaban de sisear y los torniquetes de acceso volcaban pasajeros a los andenes inferiores, donde los pantógrafos se comprobaban, las carretillas con equipajes iban y venían a lo largo de los pasillos y los viajeros buscaban vías, trenes y asientos. Esto último no lo oía, claro, pero podía imaginarlo.

Retirándose del tráfico, caminó hacia el banco donde preparaba su mercancía. Los empleados de la estación lo llamaban el banco de los amantes, pues era allí donde recalaban parejas que esquivaban ser reconocidas, pero todavía no era hora de amores furtivos. Comprobó que el sitio estaba libre y se sentó. Dejó encima el bastón y la cartera, sacó algunas tiras de billetes de los bolsillos de la chaqueta y los fue colocando uno a uno en la pechera de la gabardina. No sacó todos, sino solo los que supuso que podría vender las dos primeras horas. Era una forma de reducir el riesgo de robo, que era poco probable. Solo dos veces, en doce años, había sufrido un asalto y le habían robado la cartera, creyendo que allí guardaba los billetes o el dinero. Había recuperado la cartera en ambas ocasiones con la escritura braille que guardaba en ella, triste botín para un hambriento.

No había prisas y además era lunes, el día en que los humildes más sueñan con la fortuna, lo que significaba que la venta estaba asegurada. Se dirigió a la barra, buscó sitio libre y se sentó. El camarero cogió la cartera que Manuel había dejado sobre la barra y la guardó. "¿Lo de siempre, Manuel?" "Lo de siempre, Paco". El camarero sirvió un café con leche muy caliente y un bollo. Él colocó un billete sobre el mostrador, deseando suerte, y Paco lo guardó en su chaquetilla, confiando en que esa vez... (como todas las mañanas). El bar estaba colmado y no era momento de charlas, así que Manuel desayunó despacio, empapándose de las primeras noticias del día, que llegaban desde un pequeño transistor que Paco situaba en aquel rincón de la barra.

El altavoz anunció la salida del tren de las nueve cuarenta, largo recorrido al norte. Imaginó a los pasajeros nerviosos acomodándose en los asientos. Le gustaba el norte. El norte era el verde, un lugar con árboles, musgos y hierbas, con flores grandes y humedad, con olor a estiércol y sabor a primavera con sol. Nunca lo había visitado. En realidad, no había visitado casi ningún lugar, pero podía imaginarlos a partir de retazos de conversaciones, noticias de radio y lecturas. El norte era rocío por las mañanas, nieblas a media tarde, olor de heno recién segado, sonidos de esquilones de vacas, caminos embarrados, asientos de piedra y lluvia. Verde era lo mismo que norte: caracoles, goterones de agua sobre las grandes hojas de los castaños, charlas de chimenea y mujeres cargando hatillos de leña. Verde era frescor profundo, humedad de la tierra en las puntas de los dedos, lombrices, fuego de chimeneas, charlas dulces y nostalgias.

La barra era buen lugar para hacer las primeras ventas. Entre Paco y Manuel existía una venial simbiosis que arañaba siempre algunas monedas de compradores comunes. La clientela se acercaba utilizando una gama de saludos y voces que él situaba en una escala entre uno y diez. Uno para los que espetaban simplemente: "Tres", y diez para quienes se acercaban con un largo saludo: "Buenas tardes. Deme cuatro por favor... Muchas gracias. Que tenga un buen día y adiós". No sabía cómo puntuar a los torpes compradores que se despedían con un "Hasta la vista...".

El carillón puso el acostumbrado prólogo a otro aviso "vía tres andén cuatro próximo a estacionarse el tren...". Sabía de memoria las horas de partida y los destinos y podía imaginar lo que ese anuncio provocaba: el tren llegando a la terminal, el penúltimo vistazo a bolsos y maletas, la prisa de los impacientes... Sus oídos y las yemas de sus dedos le permitían intuir una porción de mundo bastante precisa. Jamás había utilizado sus ojos y por tanto no podía asegurar que la vista fuera más útil. Quienes veían solían sentir conmiseración de un ciego, pero él se rebelaba ante ese sentimiento, aunque su rebeldía era sorda. Tal vez la vista fuese un sentido tan útil como el oído, el tacto o el olfato, se decía, tal vez...

Siempre había trabajado en estaciones. Le atraían desde que era niño, cuando viajaba en tren con sus padres hasta el amarillo de un pueblo mesetario, del que guardaba sus primeros recuerdos. Iba siempre con la nariz pegada a la ventanilla, oyendo cómo su padre o su madre le recitaban el paisaje: el tendido eléctrico en el horizonte, los campos de cebada a punto de siega, una casa blanca con cerca, ovejas triscando en un prado, un camino por el que pedalea un niño en bicicleta, una colina pedregosa, un bosque de encinas... Las palabras de sus padres, superpuestas al chaca-chaca de las ruedas sobre los raíles, eran sus ojos durante el viaje. Cuando el tren se detenía, pedía también que le describieran el estático paisaje, mientras resoplaba la locomotora: los bancos de madera, el enorme reloj, la campana, la oficina del guardaagujas, los destartalados aseos, las maletas de cartón... Mucho habían cambiado las estaciones de entonces a ahora, pensaba él.

A veces evocaba sus viajes al amarillo de su infancia, en un pueblo castigado durante el verano por el reseco calor del sol. Amarillo era niñez. Amarillo era trigo amontonado en el liso paisaje de las eras; cardos que arañaban sus piernas por encima de sus calcetines; olor a animales y estiércol mientras daba vueltas en el trillo del abuelo; sequedad del aire al lado de las aventadoras, que transportaba finísimas briznas de paja que espesaban su saliva. Amarillo era calor de siesta, zumbido de moscas, paseos al atardecer para notar en el rostro el tránsito del sol por la línea del horizonte, baños en la helada poza que el río formaba a la salida del pueblo. Amarillo era lo mismo que verano e infancia. Hacía ya muchos años que no viajaba al amarillo real, aunque podía recordarlo ahora, mientras oía los ruidos de la estación y descargaba algún billete de la pechera de su gabardina.

Manuel no sabía por qué todas esas cosas iban y venían por su cabeza esta mañana. Se había levantado con la sensación de que algo debía cambiar, aunque no sabía qué ni por qué. Había cumplido los cuarenta y cinco años, una edad todavía liviana, y no podía por menos que pensar en tiempos pasados. Desde hacía algunos días tenía ganas de hacer algo insólito: pasear por las calles toda una noche, sentir el aire en la terraza más alta de la ciudad, asistir a una exposición de pintura o, como esta misma mañana, bajar y subir por las escaleras mecánicas, dejándose llevar ingrávido durante horas.

A las diez, abandonó la barra, se despidió de Paco e inició su recorrido usual. Para él, la estación era absolutamente diáfana. El mundo era una esfera y él era el centro. Hasta él llegaba información suficiente de cuanto acontecía a su alrededor, y para todo había una palabra y una sensación: un taconeo apresurado y un perfume femenino, el chasquido seco de un encendedor, el acarreo de una maleta cuyas ruedas precisan un engrasado urgente, el paso de una página de periódico en un banco cercano, una conversación infantil a su derecha, alguien que se acerca en y pide "dos, por favor, gracias" en una escala seis...

Mientras tomaba clases, muchos años atrás, había valorado la ventaja de conocer miles de palabras, que podía traducir en imágenes en la punta de sus dedos y en el interior de su cerebro. Debía a sus padres tal tesoro. Pronto se dieron cuenta de que su hijo no vería jamás, pero no se resignaron. Le zambulleron en un mundo lleno de palabras y sensaciones táctiles que le permitió disfrutar de matices que los videntes jamás se molestaban en explorar. Utilizó dos días enteros en conocer una bicicleta y entender su funcionamiento. Se entretuvo una tarde en palpar una oveja y hacerse idea de sus dimensiones, humedades, perfiles y textura de su lana y de su piel. Una mañana dejó que un caracol recorriera su cuerpo desnudo de niño, para notar la viscosidad de su baba y el roído juguetón de sus leves mandíbulas. De vez en cuando compraba un ramillete de flores variadas, que colocaba en distintos lugares de casa para reconocer sus fragancias. Como resultado de esas dilatadas experiencias, no tenía problema en leer cualquier libro, con tal de que estuviera traducido a un lenguaje apto para las yemas de sus dedos.

Lo comprendía todo menos el color, una cualidad que a un ciego le resultaba inservible y caprichosa. Por supuesto, sabía que la hierba era verde, que el despejado cielo diurno era azul, que la sangre era roja y que el papel solía ser blanco, pero no comprendía la utilidad de accidentes que tan poco añadían a la sustancia. Por eso, para él esos atributos tenían un significado distinto. Verde era norte y humedad. Amarillo, verano e infancia. Violeta, olor a marchito y melancolía. Blanco, intensidad y placer. Negro era miedo...

Percibió un murmullo inusual cerca del quiosco. A veces sucedía algo similar en la estación: un tirón de bolso, alguien que se desmaya, una reyerta, la falsa alarma de alguien que echa de menos un bulto que no llevaba o que olvidó en otro sitio... Se mantuvo atento para individualizar algunas voces. Al cabo del rato oyó pedir un médico, mientras algunos curiosos iban hacia la zona. Manuel no se movió. Poco podía hacer él y en esos momentos confusos nadie repara en el bastón de un ciego... Pasados un par de minutos, la agitación se convirtió en un tenso murmullo en el que destacaban las voces de los vigilantes pidiendo a los curiosos que despejaran la zona. Cuando todo parecía calmado, oyó afuera el sonido de una sirena y unas voces apresuradas por la escalera. Pudo imaginar cómo los recién llegados desplegaban una camilla y la hacían rodar hasta el centro del vestíbulo, ahora invadido por los parloteos de quienes comentaban el suceso.

Decidió abandonar la zona y caminar hacia las taquillas, moviendo su bastón a ras de suelo. Podía adivinar a los paseantes, pero no los bultos que algunos descuidados aparcaban con desidia. A medida que caminaba oyó frases inconexas: "...es joven", "un desmayo...", "... estaba solo...", que parecían confirmar el accidente o la indisposición de alguien, un suceso infrecuente pero no extraño en ese pequeña lugar de tránsito.

Minutos más tarde, los camilleros abandonaron el lugar y poco a poco las voces se fueron apagando. Algunos compradores volvieron a acercarse, entre ellos una mujer de grado nueve en la escala de cortesía. Desde el lugar en que se encontraba, en la periferia del vestíbulo, se oía todavía un runruneo incesante y alguna palabra más alta que no llegaba a descifrar. Intuyó que el suceso no se había cerrado aún y se dirigió con calma hacia la cafetería.

A excepción de ese incidente, la estación seguía con sus ritmos usuales. Abajo se oían los trenes; a la derecha, el silbido del aire comprimido de las puertas; cerca, el crujido de los torniquetes; por todos los lados, golpeteos y arrastres de maletas, y a sus pies la contera metálica del bastón, aviso para transeúntes despistados.

Buscó un sitio libre en la barra. Se sentó en un taburete esperando a que Paco pudiera acercarse. El ruido de la cafetera y el sonido de los platillos le indicaban que su amigo tardaría un rato en estar libre. Captó retazos de conversaciones: "... que no nos traiga mala suerte...", "... dicen que es un hombre...". Vendió unos billetes más y ocupó el tiempo tratando de captar algún otro sonido que explicase lo sucedido, pero la calma, quizá demasiado espesa, se extendía por la sala. De vez en cuando se escuchaban las órdenes de los vigilantes: "Circulen, circulen, por favor" .

Paco se acercó. " Es un hombre joven. Parece que le ha dado un infarto o algo así. Los policías no dejan acercarse a nadie" "¿Pero no se lo han llevado en la camilla?" "No, al parecer está muerto. Lo han tapado con una manta. Deben de estar esperando a que venga el juez" "¿Y cómo ha sido?" "Parece que iba andando, cayó al suelo y ya no levantó. Los de urgencias no han podido hacer nada". Alguien pidió un café al otro lado y Paco se fue. Manuel trató de imaginar la sórdida escena: un hombre muerto, joven, tirado bajo una manta, en el suelo de un frío vestíbulo. ¿Quién sería? ¿Dónde iría o a quién esperaba? ¿Qué pensaría cinco minutos antes, tan ajeno al destino que le aguardaba? ¿Quién le echaría de menos?

Paco se acercó de nuevo. "Dime qué se ve desde aquí" "Hay dos policías y dos vigilantes. El hombre está tapado con una manta de tren. Hay un maletín a su lado. Parece que viajaba solo, porque no se ha quedado nadie a su lado. La gente que entra mira el bulto y trata de pararse, pero los policías no les dejan detenerse".

Manuel dirigió el rostro hacia el centro del vestíbulo y trató de imaginar la escena. Una manta de viaje y un maletín. ¿Qué habría dentro? En el maletín o en su bolsillo estarían sus datos personales, algún teléfono para avisar, quizá fotos familiares. Aquellos pequeños objetos eran el vínculo del muerto con el exterior, para quien ya se había desvanecido el universo entero. Sin embargo, para el universo la muerte de aquel hombre era imperceptible. Le resultó insultante la asimetría, en la que nunca había pensado.

Se preguntó de qué color sería la manta que lo cubría. Si fuera por él, sería del color del abismo: sería negra. Pero probablemente no era así. La manta tendría un color impropio; quizá verde, tal vez, incluso amarillo. Manuel golpeó con los nudillos sobre la barra, llamando a Paco. "¿De qué color es la manta?". "¿La manta...? Marrón... con rayas rojas. ¿Por qué?". "Por nada. Quería saber".

Marrón. Marrón es montaña, poder sobre la naturaleza. Significa caminar senderos cuesta arriba, hasta llegar a lugares callados en los que el sol es más crudo y el aire corta el rostro. Marrón es voluntad de sobreponerse a los acontecimientos. Marrón es mezcla de madurez y fortaleza. En definitiva, marrón es un color impropio para cubrir un cadáver. Además, rojo es fuego, energía, vida. Una manta marrón con listas rojas, quizá con el sello de la compañía de ferrocarriles, resultaba inadecuada para esas circunstancias.

Manuel nunca había entendido qué significaba el color. Si algo le fastidiaba era no comprender algo cuyo nombre era sencillo. Jamás esperaba palpar un iceberg, pero comprendía qué era. Igual ocurría con páncreas, estrella o submarino. De niño, preguntaba por el significado de ciertas palabras y sus padres se ocupaban de explicárselo y, cuando podían, de proporcionarle una experiencia o un recurso metafórico que pudiera entender. Más adelante, lo había buscado por sí mismo en el gigantesco diccionario de la escuela. Tanto de niño como de adulto se había estrellado siempre con el significado de color, como si fuera algo tan evidente que no necesitase explicación. Nadie había sido capaz de esclarecerle la diferencia entre una silla roja, otra verde y otra azul, y él no entendía cómo aquellas propiedades pudieran ser tan notables para quienes utilizaban la vista.

Consideró que era una lástima morir sin haber captado el perfecto significado de algo que se ignora. El hombre tirado en el centro del vestíbulo, oculto bajo una manta de color indebido, ya no tenía oportunidad de entender nada que no hubiese comprendido antes. Manuel se dijo que el tránsito entre los dos estados -puedo hacerlo y no podré hacerlo jamás- era tan tenue como el espesor de un cabello.

Despachó dos billetes, sin fijarse apenas en el tacto de las monedas que le entregaban. Tras un breve silencio, golpeó de nuevo con los nudillos en la barra: "Dame mi cartera". Paco la buscó detrás del mostrador y la colocó junto a las manos de Manuel, que la agarró por el asa. "Adiós, Paco" "¿Te vas ya? Es pronto..." "Tengo que hacer algo importante".

Se quitó los billetes de la gabardina y los guardó en la cartera. Anduvo hacia el centro del vestíbulo, en dirección al cuerpo tendido. Al acercarse, uno de los guardias le tomó del brazo. "No puede pasar por aquí... Yo le acompañaré a la salida..." "No quiero salir. Quiero mirar". El vigilante, sorprendido por su respuesta, observó sus gafas oscuras y su bastón de ciego y lo dejó acercarse, intrigado. Manuel se quedó parado delante del bulto.

Bajo una manta de color inadecuado yacía alguien con un proyecto inacabado. Ya no había oportunidades para él. ¿Dónde iría? ¿Qué sueños perseguía, si tenía alguno? Fueran cuales fueran las respuestas, ya no importaban. Manuel pensó en sí mismo, en sus proyectos cercenados hacía tiempo por el negro del miedo. ¿Qué esperaba él? ¿Dónde habían quedado sus sueños de niño? ¿Por qué no se atrevía a poner en marcha deseos ocultos? ¿Qué hacía día tras día, durante tantos años, paseando la misma estación?

Mientras miraba sin ver, Manuel pensó que mucho tiempo atrás él se había tendido en el suelo de su vida, negándose a caminar. Ni siquiera se había atrevido a desvelar los misterios que se había planteado cuando niño. Uno de los policías se le acercó. "¿Conocía a este hombre?" "No" "Debe irse. No puede estar aquí".

Manuel se giró y se fue golpeando con su bastón hacia las taquillas. Había pocas personas en la cola. Los altavoces avisaban de la partida de un nuevo tren, largo recorrido al sur. Era adecuado. Se acercó a la ventanilla y fue reconocido por una de las vendedoras, con voz de cristal tallado. "Hola, Manuel. ¿Qué quieres?" "Un billete, para el tren al sur" "¿Te vas de viaje?" "Esta vez, sí". La mujer dudaba si Manuel bromeaba, pues en ocasiones le había confesado que algún día haría un viaje, pero tantas veces y desde hacía tanto que resultaba difícil de creer ahora. Él puso unos billetes sobre el mostrador y preguntó: "¿Es suficiente?" "¿Dónde quieres ir?" "Al sur, al sur más lejano que puedas venderme...".

Manuel oyó cómo la mujer tomaba algunos billetes que había depositado en el mostrador y cómo le devolvía unas monedas. Lo tomó todo, incluyendo un pequeño ticket de cartulina. "Adiós".

Podía llegar al andén desde la puerta franca del vigilante, como hacía otras veces, cuando bajaba para vender sus billetes, pero esta vez quiso hacerlo como cualquier otro viajero. Tanteó los escalones con su bastón y caminó hasta el punto indicado por los altavoces. Olía a vapor requemado, a cable viejo, a hierro recalentado.

Manuel se notaba nervioso. Comprendía ahora la expectación y las prisas de los viajeros. Paseó en recorridos cortos a lo largo del muelle, esperando a que llegase el tren. Oyó el silbido de las puertas mientras se abrían y localizó el acceso a partir de las pisadas de los viajeros. Cuando no quedaba nadie, ascendió los escalones y subió al tren.

Buscó un sitio libre en un vagón, al lado de la ventanilla. Procuró escuchar sonidos cercanos y tanteó con la punta del bastón para hacerse idea del espacio que le rodeaba. Percibió la entrada de otros viajeros y tuvo la sensación de que algunos se aproximaban para rehuir al poco la cercanía de un ciego. Mejor, pensó, así nadie me molestará.

Por fin, el tren se puso en movimiento. Viajaba hacia el azul. Para él, el azul era el sur. Nunca había estado allí, pero lo había imaginado cientos de veces. Azul era mar, agua salada y viento en el rostro, el calor del sol al atardecer y el ruido de las olas golpeando sobre la playa. Azul era pasear descalzo sobre la arena húmeda, clavándose en los pies el filo de pequeñas conchas. Azul era el sonsonete, incansable, eterno, del agua sobre la tierra. Era sentir sobre la piel el viento pegajoso, cargado de sal y de olor a pescado, imaginar barcos meciéndose ingrávidos sobre la superficie del mar, dejando estelas de burbujas sobre las que se columpiarían los peces. Azul era eternidad. El vértice entre el infinito del mar y el infinito del cielo en el horizonte, que él podía imaginar sin esfuerzo.

El tren tomó velocidad mientras él pegaba la nariz a la ventanilla e imaginaba la sucesión de edificios, que dejarían paso a carreteras, a prados, a bosques y a montañas, tal como él imaginaba cuando niño. Viajaba al azul. Azul era eternidad, cielo y mar unidos en un abrazo. No merecía la pena morirse sin conocer siquiera un color. Sentiría el azul en los párpados, en la yema de los dedos, en la nariz, en el oído. Sabría por fin qué era el Azul.

 

 

 

 
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