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  Los Árboles de las Esquinas (María Jesús Sánchez Oliva)
 

 

 

Los Árboles de las Esquinas

María Jesús Sánchez Oliva

 

Despierta una ciudad cualquiera de las hijas de Castilla. El día empieza a despegar los ojos como siempre: entre prolongados bostezos, retirando con pereza las sábanas de niebla, con la piel rizada por el relente de las noches estivales, despojándose a tientas del sombrero de luces artificiales... Un hombre que llaman Lucas ha salido a la calle con la misión de todos los días. Arropado un gamberro por el manto de la noche le ha sacado los ojos a la farola del barrio. Lucas, ajeno a su desgracia, la esquiva con destreza. También el destino gamberreó así con él y desde niño tiene ojos para todo menos para ver. Despliega un bastón blanco y como quien cumple un ritual encaja uno a uno los cinco tubos que lo forman. La azada del recuerdo se empeña hoy en desenterrar de su memoria aquel primer día de trabajo como vendedor del Cupón de la ONCE vivido cincuenta años atrás. De repente se estremece como sacudido por una antigua ola de frío.

Sí, fue preciso, imprescindible, vender el abrigo, el único que tenía, el que pasaba nueve meses colgado de sus hombros y sólo tres de una percha, el que tenía una manga más larga que otra por culpa de los tirones de un lazarillo, el que perdió el color vagando a la ventura por caminos inciertos, el que tanta falta le haría, para comprar las herramientas: un bastón, unas monedas para el cambio, un manojo de cupones... y con tan novedoso equipaje se lanzó a torear la vida por los ruedos de la calle.

Una procesión de cincuenta años desfila hoy a intervalos por la cabeza de Lucas que, a golpe de bastón, con paso vacilante, abrazando una gruesa ristra de cupones, se dirige hasta su esquina, en una calle principal, para venderla por última vez. A estas horas las calles del barrio están solitarias y se siente tan libre como en los primeros años caminando por el centro. Por aquella época caminaba así toda la jornada y sin excepcionar calles. Sólo de higos a brevas se atrevía a pasar un coche, y, como siempre, a paso de tortuga. Hoy, sin embargo, hasta cuando va por las aceras siente que las paredes de los edificios y los coches aparcados se unen para aplastarlo. ¡Menos mal que a fuerza de andar sin ver huyó la inseguridad de sus pies! Perder el miedo a la calle fue sin duda lo más grande. Conoce las piedras por la forma, las tiendas por el olor, las cafeterías por el ruido... Va inflado de orgullo porque avanza sin más lazarillo que un bastón y en momentos como éste hasta se hace la ilusión de que ve. De pronto suenan unos pasos a sus espaldas. Gira la cabeza hacia atrás. Aminora la marcha intuyendo el primer cliente de la mañana. "¡El gordo para hoy!", grita con todas sus energías, con todas sus fuerzas. Pero los pasos le adelantan y con un ladrido traspone la esquina un perro. Estos gajes lo sacaban antes de sus casillas, al principio; ahora son una simple anécdota para sumar a la larga lista que luego exagera el buen humor en las tertulias de amigos. Ya en la avenida se sube a la acera. Empieza a bailar el sube y baja del bordillo. Cada día añora más las antiguas aceras despejadas, pues, ahora, en las puertas, en los cruces... a derecha y a izquierda se yerguen desafiantes los contenedores de basura. Piensa que son gigantes. Los ve desenvainar las espadas para luchar con él. Sólo al soñar que las calles están limpias se le van las ganas de reducirlos a bastonazos. Atrás queda el barrio, y, como de costumbre, sin cortar un cupón; ayer porque sus transeúntes iban sin diez céntimos en el bolsillo, hoy porque van enjaulados en coches. Entra en el centro cuando se apagan las luces. Pequeños racimos de yentes y víníentes se desgajan por las calles: los yentes, hacia sus respectivos trabajos; los vinientes en busca de un descanso. Ni unos ni otros reparan hoy en Lucas que intercambia saludos con otros vendedores que cual árboles perennes van plantándose en las esquinas con la misión de poner en las manos soñadoras las manzanas de la suerte. Lucas se queja siempre de lo mal que anda la venta y de lo difícil que es luchar con la desleal competencia, pero hoy le ha dado por unir el tiempo y cantar sus diferencias. Les cuenta que allá por los años cuarenta, otras gentes como éstas los miraban como a seres de otro planeta, como a pájaros sin alas, como a locos sin futuro, como a pobres diablos, y que hoy las cosas han cambiado, que los han visto crecer a lo largo y a lo ancho, que son ya hermosos árboles erguidos en el paisaje, que ahora los miran con respeto y hasta les dan la mano como a ciudadanos de primera clase. Se va feliz de haber puesto su granito de arena, pero antes les invita a seguir luchando. Les dice que son ellos quienes han de borrar del calendario los finales de mes o quitar a los patronos la vieja manía de pagar a los obreros un sólo sueldo cada treinta días, y les sugiere planas para enmendar, mucho ojo para decidir y márgenes para ampliar. Retrocede unos pasos como si esta mañana no tuviera prisa por empezar las tiras, baja volumen a su voz y suplica a los árboles de las esquinas que no se duerman en sus altas copas por si algún avispado labrador les acecha con el hacha en la mano y buenas ganas de talarlos, que en este huerto de vanidades, que en esta siembra de intereses individuales, cuesta perdonar cosechas ajenas. Se aleja despacio, sin decir ni adiós. Quisiera recitar muchos versos, quisiera contar mil historias, quisiera saber que seguirá floreciendo en todos y cada uno de aquellos brotes, pero… cómo resumir cincuenta años en un día?... ¿cómo marcharse sin irse?... Apenas hace unos metros golpea el suelo con el puntero del bastón a modo de reclamo. ¿Para qué demonios llevaba cincuenta años saliendo a la calle de noche si sabía que en Castilla los clientes del cupón no tenían nada de madrugadores?... Al doblar la esquina vuela su lamento: de vez en cuando surgía un cliente ávido de comprar catorce horas de esperanza, de ilusión, y no era cuestión de dejarlo escapar. Solía deshojar toda la ristra, pero ésta adelgazaba cupón a cupón y a golpe de horas. Durante estos paréntesis sentía que las tiras se le agazapaban a las manos como palomas sin aire para volar y entonces lanzaba su "¡para hoy!" con más fuerza, más aprisa, con más entusiasmo, porque agitaban las cuerdas de su garganta el deseo y la esperanza de espantarlas.

Por fin la esquina abre los brazos y rodea el cuerpo de Lucas. Árbol y esquina cuentan las ocho campanadas que cada mañana da el reloj de la torre; juntos, como de costumbre, contarán las de la tarde. Ni siquiera cuando sobran cupones, cuando hay que entregar, que devolver, es normal que árbol y esquina se separen antes de ser de noche. Los clientes dejan de hacerse los remolones cuando abre el comercio sus puertas, pero Lucas lleva ya más de una hora vociferando que le queda la última tira. Llega la que rechaza el treinta porque a esa edad enviudó, el que busca el cero porque con él salen las cuentas redondas, quien tiene fe en los capicúas, quien odia el trece, una que jamás pilló ni una terminación, otro que pilló una vez el gordo y tres o cuatro los flacos... Desfila por su esquina la que para comprar un cupón le revuelve todas las tiras y el que sin poner pegas se lleva una serie entera.

La esquina hoy quiere ser sombra e ir detrás del árbol para hacer juntos la ronda de los bares. Su mano titubea entre los corrillos de personas que se apiñan parlanchinas alrededor de una copa. Por acá y por allá exhibe unos números que brincan despistados en el rectángulo de papel, pero que a las nueve de la noche saldrán en fila india del bombo de la suerte, pues, según Lucas, lleva el gordo para hoy. Unos, se lo arrebatan de las manos; otros le dan la espalda y clavan los ojos en el mostrador mascullando entre dientes que ayer los engañó. A pesar de los cincuenta años Lucas no asume estos desaires, le escuece el alma cuando en los bares desprecian sus cupones por las falsas promesas de las máquinas tragaperras, y se le enciende la cara al sentirse estorbo cuando su mano va y viene sin que nadie descuelgue de su ristra ni el más bonito número de la serie.

Entre nanas de motores la ciudad duerme la siesta cuando Lucas va a comer. Son tantos los coches, son tan pocas las personas que recontando los números que aún lleva reflexiona sin concluir si el hombre se ha convertido en automóvil o el automóvil en hombre. Tantea los bordillos con el bastón y se adentra en las calles para cruzar por la mitad. Es un truco para evitar los riesgos de los chaflanes. ¡Cuántos peligros han acechado a Lucas callejeando por la ciudad! Las obras son ahora el cáncer que roe sus nervios. Acá y allá le sorprenden zanjas con las bocas abiertas y la amenaza de tragar sus piernas; babélicos andamios alzan sus manazas y lo saludan a bofetadas cuando menos se lo espera; insolentes excavadoras que rugen como leones le hacen envidiar a las aves y anhelar sus alas para volar, pues, Lucas, cuando no oye por los ruidos, asegura que no ve. Pero el pan de los suyos se amasa con la sal de su esfuerzo, y al probarlo, disculpa a las papeleras el vicio de vivir a la altura de sus codos, y a los postes la manía de plantarse en medio de las aceras.

La fatiga, como tantos otros días, pretende hoy que Lucas, entre los brazos de su sillón favorito, sueñe un rato que ya nadie volverá a tropezar, como tropezó él, con necios que les tomen por un cero a la izquierda que no hay que sumar, con inmaduros que les crean un dorremí sin tono que no hay que tener en cuenta, con oportunistas que les juzguen un pretexto de arcilla fácil de moldear en problema para sus fines y principios, porque, ante su remontada atalaya, han aprendido a ser, a estar, a ver... a conjugar el verbo triunfar con el único sujeto que hace a los hombres válidos: el sentido común, y en el único tiempo que tiene presente, pasado y futuro razonable: el que a listos y a torpes, a guapos y a feos, a fuertes y a débiles, a ricos y a pobres... si no les alcanzó, les puede alcanzar. Pero como siempre la ristra tiene prisa y el árbol vuelve a la esquina. Se detiene en un semáforo de los pocos que tienen el buen gusto de decirle "¡pasa!" con voz de cascabeles, y al cruzar, sin detenerse a mirarlo, bambolea el bastón para darle las gracias. Se topa con otro que no quiere hablarle, que prefiere seguir siendo mudo. Persigue a los peatones para cruzar tras ellos y es como si viera con ojos ajenos. Ayer ellos esquivaron una moto que se coló como un rayo; él les perdió la pista y se paró temblando. Hoy, otro semáforo, se ha burlado de él. Creyó que su luz era verde y empezó a cruzar. Un concierto de bocinas le hizo ver una luz roja. Menos mal que una mano cortés lo asió del brazo para devolverlo a la acera... Cruza una avenida sin semáforo. Atisba sonidos con un pie en la calzada y el otro en el bordillo. Vuelan los coches para complacer a sus conductores sin ojos y sin faros para ver el deseo de un bastón blanco. Se lanza y al pisar la acera opuesta le parece mentira seguir vivo con aquellos cincuenta años a cuestas...

De nuevo en la esquina se siente como arropado por ella. Bromea con los clientes fijos, da mil gracias a los que sirviéndose de su ceguera se llevan media tira por unas falsas monedas, charla con los que compran el gordo y con los que pagan posibilidades... Sólo ocho cupones penden ya de su ristra. ¿Y si se los jugara? Los pide un cliente y le da el gordo, a él le tocó durante cincuenta años, durante cinco décadas,. durante medio siglo el premio de venderlos, y poco a poco, con una alegría que duele, con una tristeza que alegra. tantea el hoyo que su bastón ha trabajado en el suelo y desprende sus raíces de la esquina.

Con los dedos engarabitados de tantos fríos y la frente tostada de tantos soles, mientras deja cada calle por otra más desierta para llegar a casa, hace arqueo: suma trabas, resta injusticias, multiplica soluciones y divide respuestas. El resultado final ha sido positivo. Si hoy tuviera que volver a empezar, vendería el abrigo, compraría un bastón, cogería un manojo de cupones y saldría de nuevo a la calle para hacerse árbol de las esquinas en una ciudad cualquiera de las hijas de Castilla.

 

En Salamanca, a 18 de mayo de 1990.

Este relato obtuvo el primer premio en un certamen; después, en homenaje a los vendedores, con motivo del 60 aniversario de la creación de la ONCE (1998) fue incluido en el libro de relatos "Letanías".

 

 

 
 
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