Las yemas de mis dedos ya iban detectando algunos puntitos sobre una fría superficie de latón, que brillaba como un espejo.
Otro día, muchos más puntos fueron emergiendo en multitud de combinaciones, y adoptando diversas formas.
En mi corta edad, no había tenido ocasión de aprender las grafías normales, y mis primeras letras aparecieron como aquellas combinaciones de puntos. Y tampoco hasta entonces mi mente había configurado la forma y estructura de una palabra construida con los trazos usados por las personas videntes. Luego descubrí que cada escribiente podía revelarse mediante su caligrafía propia. Reflexioné: esto con el sistema braille no es posible, porque sólo nos permite acortar la distancia entre los puntos o influir en su calidad según el papel empleado. Siempre me ha producido desazón tal estrechez o angostura.
Notorias iniciativas pretenden la proclamación de la palabra más bella, o la que contiene determinada sensibilidad, o la que precisa ser preservada por hallarse en desuso. Destacar alguna de estas peculiaridades nos conduce hasta una visión no exenta de subjetivismo, que no desdeña como algo baladí la referencia a su significado dominante.
Cuando pienso en una palabra concreta, en su longitud, en su forma y estructura, me la figuro escrita en braille, con su porción de puntitos dispuestos en series ya convenidas y que, naturalmente, también así me parece más o menos hermosa. Cierto es que, casi siempre, analizando cada letra o cada palabra, pronunciamos inconscientemente sus propios sonidos alineados, señalando sus características también especiales. A esto nosotros, quienes aprendimos primero el código braille, le habilitamos un aspecto muy relevante: la sensación táctil de una estructura solamente palpable, que pasando la yema del dedo índice, nos informa de la esbeltez de la letra L, del vigor de la R, de la amplitud de horizontes de la S, de la firmeza y consistencia de la V, del aperturismo libre de la X, de la placidez de la Z. Siempre observadas desde el Poniente según leemos.
Transformando el estudio de la Geografía en serena lectura, me entusiasmaba entonces contemplar cuanto me sugería alguna de aquellas capitales o ciudades que yo situaba remotas y consideraba exóticas; y, consecuentemente, las atesoraba en alguno de los múltiples cofrecitos de mi incipiente memoria. Me divertía pronunciándolas; me dedicaba a copiarlas para que no se me olvidaran.
La letra K me ha subyugado como un sonido habitual en los topónimos foráneos, por su exquisitez aristocrática (Helsinki, Reykiavik, Samarkhanda), distante de la C, asimilable a una vulgar rayita demasiado común. Las ciudades de Siberia, me transportaban a regiones profundas, insondables, como en los cuentos de Affanasiev, (Verkhoiansk, Krasnoyarsk, Vladivostok). A propósito; recientemente me topé con un libro en sonoro que describía un espectacular viaje en el Transiberiano. Me habría deleitado todavía más si aquella vez lo hubiese localizado en sistema braille, con sus numerosísimos nombres plagados de la letra K al comienzo, en medio y al final. No aparecían deletreados, lógicamente, y tampoco fui capaz de asimilarlos.
¿Y qué decir de las vocales acentuadas? Los amantes del braille no soportamos una transcripción tan deficiente por no incluir el acento ortográfico siendo preceptivo. Nos molestan tales vocablos deformes, mas si van acentuados nos resultan muy agradables al tacto. Estas vocales les dotan de elegancia, estilo, solemnidad. ¿Cómo no ponderar la belleza de Té o Café ante la expectativa de omitir la E acentuada por la otra E? ¿Y los esdrújulos Cántaro, Céfiro, Sílfide,Óvalo, Lúgubre...? ¿No es más majestuoso un Árbol con su acento y todo, que un Árbol con el puntito de la A, convertido en enclenque y a merced del vientecillo?
Acaso nuestro sabio Louis previó en algún momento el desinterés de las actuales generaciones por el añadido del acento ortográfico, mucho más influenciadas y serviles a las modas establecidas por la informática y otras tecnologías al uso donde se desprecia y no se utiliza. Por eso a cada una de las vocales acentuadas le otorgó personalidad independiente, para que al menos el colectivo de fervientes adoradores de su sistema de lectoescritura no las perdiera de vista y las reivindicara tal y como han de escribirse.
En mi pequeño mundo de finales de los años 50, apenas al inicio de mi instrucción primaria, todo se constreñía a mi pueblo, quizá mi provincia. Así pues, cada nombre de ciudad que resaltaba en los libros precedido de mayúscula exhalaba un encanto especial. El signo de mayúscula era como un portón que daba acceso a un recinto nunca visitado por mí y, con toda seguridad, digno de ocupar sitio preferente desde entonces en mi memoria. Y lo mismo sucedía con otros nombres propios que no concebimos, al rescatarlos del recuerdo, sin el abolengo conferido por esos dos puntitos tan arrimados a ellos. Si, además, aportan una vocal acentuada, sobresale su refinada elegancia con el resto. En Braille, si no fuera por la amplitud de la Y griega, serían Tú y Él mucho más importantes que Yo, aunque no presuma de tal magnificencia. Y no digamos nada si localizamos un vocablo acabado en el mágico rombo dibujado por E acentuada seguido de N(Verbigracia, Rubén) y opuesto al laberíntico trapecio formado con la é seguida de la Z (Verbigracia, Alquézar).
Mi nombre y apellidos, como parte sustantiva e individual de mi persona, son únicos y van a acompañarme en toda mi existencia. Lo toco, a la vez que lo pronuncio a media voz y, entre la articulación de los sonidos, también irrepetible, y la representación que mi mente forja con esas letras así dispuestas, lo identifican como absolutamente personal no comparable a ningún otro nombre.
Inopinadamente, surge como un vigía que nos alerta del acceso al fortín de las ostentosas cifras, nuestro signo de número, para mostrarnos, desde su posición de descanso gimnástico, que la hilera de puntos que sigue ha mudado su vestimenta inicial. Este centinela nos dará detalles de nuestras sagradas fechas.
La caricia de los dedos sobre el texto pasando de uno a otro renglón, semeja al proceso respiratorio de los pulmones. Si los puntos simbolizaran los guijarros del sendero y las palabras son filas de puntos, mi destino como permanente usuario del braille está ligado al nuevo universo creado por mi mente mediante el tacto. Cuanto aporto yo a ese universo se concreta en mi inconfundible estilo para tallar esos cantos rodados. Louis Braille ha serenado mi respiración, me ha enseñado a caminar, a sortear las piedras y a detectarlas también, a aplicar la técnica para que las palabras, cinceladas en mi mente, sean una obra en su forma y estructura irrepetible. ¡Bendito sea!