En la sociedad ideal que tenemos el deber y la voluntad de construir, los servicios y productos han de ser diseñados y fabricados pensando en la variedad de personas que serán sus usuarios potenciales. Esto es lo que se llama diseño universal. Las organizaciones de y para personas con discapacidad no dejan de lado este objetivo, pero las realizaciones prácticas de esta cosa maravillosa no son, por desgracia, numerosísimas. Si muchos de los aparatos que nos resultan útiles fuesen del mercado general sus precios serían considerablemente menores, pues como muchos han señalado sus cifras de mercado en una economía mundializada serían generalmente muy grandes.
En diciembre de 1995, cuando yo era secretario general de la Unión mundial de Ciegos, tuve la inmensa fortuna de poder mantener en Tokio una reunión con varios altos directivos de Sony. Parece ser que mi intervención produjo en ellos una impresión muy positiva. A partir de ese momento sostuve una relación frecuente y activa con el departamento de relaciones con los usuarios de Sony. Me pidieron que grabase un vídeo para un seminario interno destinado a ingenieros de la casa en el que señalase de manera concreta los productos que yo conocía, que yo tenía de ellos, e indicase los puntos de accesibilidad y las características que podrían facilitarnos enormemente el manejo de esos dispositivos. Señalé, por ejemplo, el que algunos aparatos que ellos sacaban de fábrica con voz sintética no aplicaban ésta en funciones esenciales.
Mi experiencia de aquella colaboración con Sony tuvo como resultado la fabricación por ellos del magnetófono de cuatro pistas y dos velocidades. Hubo que renunciar a dos objetivos: que el magnetófono no sólo reprodujese en cuatro pistas y dos velocidades sino que también grabase en esa modalidad y que lo comercializasen a través de sus circuitos generales de ventas, pues yo les argüía que, si bien para las personas ciegas tenía un interés muy específico para otros, periodistas, por ejemplo, podría ser interesante el poder grabar en una misma casete durante más tiempo.
Expresé mi satisfacción por que hubiesen hecho ciertos aparatos, recuerdo, por ejemplo, una platina de Minidisc, en la que se podía activar a discreción una opción según la cual el manejo del dispositivo era perfecto mediante guías sonoras. Eso mostraba de forma fehaciente que poseían los conocimientos y las capacidades adecuados para realizarlo, pero era imperativo que diesen un paso más. No había que circunscribir esa ventaja hacia un modelo o unos pocos modelos concretos. Era indispensable que esa opción estuviese presente en todos los equipos que fabricasen a partir de un determinado momento para que el potencial cliente con discapacidad visual eligiese el aparato que le interesase en razón de sus características específicas.
En el camino hacia ese mundo para todos, hemos de darnos por satisfechos ante el hecho de que muchas personas desplieguen ingenio y creatividad para contribuir a aprovechar mejor nuestras capacidades. Hay, pues, también un mercado específico. En términos absolutos es sencillo imaginar que el coste de los productos confeccionados pensando únicamente en las personas que no ven nada o ven muy mal es considerablemente más elevado. Muchas de las empresas que se encargan de la distribución de estos aparatos son entidades sin ánimo de lucro, en ocasiones subvencionadas. El punto débil que pueden tener estas entidades es que carecen de estímulos comerciales y que con frecuencia se eche de menos una concurrencia que fomente la mejora de las respectivas actuaciones.
Dentro de la Unión Europea, en el Reino Unido, por ejemplo, se practica el IVA cero para los productos diseñados específicamente con exclusividad para las personas con ceguera o disminución visual grave. Los equipos más costosos se venden a precios próximos a cero gracias a la intervención de organismos públicos o privados de equiparación social. El servicio de adaptación de puestos de trabajo y de estudio de la ONCE ha desempeñado y continúa brindando una actuación cooperativa fundamental en la equiparación de oportunidades. Los países escandinavos son los más generosos en ese tipo de prestaciones, pues no se limitan a equipar a trabajadores y estudiantes sino a cualquier persona con discapacidad visual, con independencia de su edad o circunstancias laborales, siempre que demuestre que necesita ese tipo de instrumentación y va a poder utilizarlos con provecho.
En las circunstancias económicas que está atravesando la ONCE es probablemente poco realista plantearse que los jubilados no estemos excluidos de este tipo de beneficio.
Creo que salvo raras excepciones los aparatos tiflotécnicos no son más caros para los afiliados a la ONCE que en cualquier país cuando se adquiera ese material sin subvención de aquí o de allá. Estoy convencido de que en España más temprano que tarde se acabará el monopolio que tiene la ONCE, a través de su CIDAT, y gradualmente iremos pasando al surgimiento de pequeñas compañías con criterios comerciales pero que compitan positivamente entre sí.
Un asunto como el de los equipamientos útiles ofrecidos en condiciones satisfactorias para nosotros debe ser una prioridad personal e institucional muy importante.