Ciego por un día
(de Vidas al límite)
Reportaje publicado en 1998
Juan José Millás
Los videntes (en el buen sentido de la palabra) llegamos a una cafetería y tras observar el panorama general nos dirigimos a la barra, de la que se deduce la taza cuyo resultado lógico es el café con leche. Podemos permitirnos el lujo, en fin, de ir del todo a las partes siguiendo un rastro deductivo que la filosofía y las ciencias empíricas abandonaron hace siglos, por estéril. Los ciegos, en cambio, hacen el camino al revés: primero tocan la taza y desde ella han de reconstruir el mundo.
No siempre se puede. De hecho, esa mañana yo estaba con los ojos cegados, manoseando torpemente la cucharilla y el terrón de azúcar, leyéndolos al tacto, y sin embargo no habría sido capaz de decir si la puerta del establecimiento quedaba delante o detrás, a mi derecha o a mi izquierda. Sabía que nos encontrábamos en un bar porque me lo habían dicho, y porque me había quemado la yema de los dedos al palpar la tetera. Pero también por los ruidos que destrenzaba con urgencia del murmullo general: este hilo acústico pertenece a la televisión, que debe de estar al fondo de la barra; este otro procede de una conversación entre dos hombres que se encuentran detrás de mí, en un punto indeterminado del espacio: tal vez sentados a una mesa, porque sus voces tienen una trayectoria ascendente. Eso que acaba de sonar aquí mismo, como un disparo en la sien, es sin duda un mechero. Aquí está el olor a Marlboro, menos mal. Y ese rugido es de un autobús que parecía que iba a entrar en el establecimiento llevándonos a todos por delante. Afortunadamente, tras amenazar, se aleja, no sé hacia dónde, aunque yo le fabrico dentro de mi cabeza una calle fantasmal de dirección única, para que no regrese.
Son las ocho de la mañana del primer día realmente frío del otoño. Pilar, la ciega de cuyo brazo he llegado a este bar, está muy preocupada porque no había oreado aún la ropa de invierno y dice que ha tenido que ponerse una chaqueta que huele a naftalina. Es cierto, y no sabe cómo se lo agradezco. El olor certifica su presencia cuando permanece callada. En apenas media hora de ceguera artificial ya soy capaz de ir de las partes al todo. O de algunas partes a algún todo, pues todavía no he logrado situar la puerta del local. He perdido el norte.
--Tenemos que volver.
--Vamos allá.
El lugar al que regresamos es el Centro de Rehabilitación Básico y Visual de la ONCE (CERBVO). Allí es donde, a las siete y media de la mañana, un técnico de rehabilitación visual, Elio Núñez, me puso el antifaz sin permitirme que echara antes un ojo a las instalaciones o que viera los rostros de las personas con las que habría de convivir durante las horas posteriores. Cogido de su brazo, di los primeros pasos por el edificio y aprendí los rudimentos básicos para no dejarme la cara en el quicio de una puerta, que en el mundo de los ciegos, por cierto, siempre deben estar completamente abiertas o completamente cerradas. La recomendación se me repetirá varias veces a lo largo de la mañana. Una puerta entreabierta es una trampa mortal por razones palpables, en el sentido literal del término, para alguien que no ve.
--Cuando notes que muevo el brazo hacia mi costado, te colocas inmediatamente detrás de mí: quiere decir que vamos a atravesar un sitio por el que no cabemos los dos. Y ahora te dejo con Pilar, que tengo muchas cosas que hacer.
Pilar es la telefonista del centro, así que cuando regresamos del bar me conduce a la centralita de su brazo y me ofrece una silla que empiezo a comprender desde el respaldo, y a la que, más que sentarme, me anclo para defenderme de las acometidas de la oscuridad. Le pido que me describa la habitación.
--Es un cuchitril rectangular -dice ella-. Detrás de mí hay una ventana que da a la calle. La colchoneta que has pisado es de _Hester_, mi perra. Y el ruido, de la fotocopiadora, que está ahí al lado. Dejo la puerta abierta porque me gusta oír a la gente ir y venir. Por cierto, que las puertas...
--Siempre completamente cerradas o completamente abiertas, ya lo sé.
Imagino una centralita antigua, de película americana de los cincuenta, pero no consigo representar mentalmente la forma ni las dimensiones del local. Todo lo que permanece más allá de donde alcanza mi brazo es puro abismo. De todos modos, aquí me siento seguro, como si nos encontráramos alrededor de una mesa camilla, en un cuarto de estar. La experiencia de la calle ha sido agobiante. Percibo el aliento de la perra y el olor a naftalina de la chaqueta de Pilar, que fuma LM de manera un poco compulsiva, con una gratitud inexplicable desde el mundo de las imágenes.
--Me habían dicho que los ciegos no fumaban porque lo que produce adición es ver el humo.
--Qué tontería, yo fumo como una carretera.
Pilar tiene cincuenta y seis años. Es ciega desde los siete y recordó el mundo de las imágenes mientras fue capaz de soñarlas, hasta los veintitantos. Ahora ya no sueña ni piensa con imágenes. Lee la realidad desde un lugar impenetrable para los videntes, en el buen sentido de la palabra. Entre llamada y llamada, mantenemos una conversación _interrupta_ de la que no puedo tomar notas porque no sé escribir a ciegas (quizá el único modo de hacerlo bien). Dudé en traer el magnetofón, pero temí acabar pendiente del chisme todo el día. Así que sólo vengo armado de mi ceguera temporal y mi memoria.
Y del pudor que me produce este viaje turístico, en el peor de los sentidos del término, al país de los ciegos. Precisamente, coincidiendo con mi visita al CERBVO, triunfaba en el Retiro de Madrid, después de haber recorrido media España, la exposición de la ONCE conocida como "Un Mundo de Todos". Allí se dejó fotografiar la clase política con los ojos cegados y un bastón blanco, poniendo esa cara de desconcierto característica del turista subido en un camello. Cuando se quitaban el antifaz y devolvían el bastón, decían unas palabras a la prensa, olfateando el titular, y se marchaban con la música a otra parte. Ahora pienso que los ciegos dejan que los videntes (¿en el buen sentido¿) hagamos estas tonterías, porque de ese modo van arrancándonos conquistas que les facilitan la existencia. Hace un rato, volviendo del bar, nos detuvimos en un semáforo acústico (los de los pajaritos) y me pareció un oasis de inteligibilidad. Pero hay muy pocos.
Hablamos de las dificultades de ver y de no ver. Pilar, tras pedirme que no chille tanto al dirigirme a ella ("los ciegos no estamos sordos necesariamente") admite por cortesía que los videntes recibimos más información de la que somos capaces de procesar, pero le ha dado muchas vueltas a la frase "una imagen vale más que mil palabras" y no le importaría encontrarse de súbito en medio de la calle con los ojos listos para ver.
--¿Y en qué te fijarías?
--En el ir y venir de las personas, y en lo que llevan en las manos.
--¿En lo que llevan en las manos?
--Sí. Y también en cómo van vestidas.
Le cuento el caso de Virgil, un paciente de Oliver Sacks (véase _Un antropólogo en Marte_). Este hombre recuperó a los cincuenta años la visión perdida en la infancia y el mundo se convirtió a partir de ese instante en una pesadilla, porque no era capaz de descifrar lo que le entraba por los ojos. El autor del libro desmitifica hasta la crueldad la imagen clásica, de película, en la que al ciego recién operado le quitan los vendajes y cae de rodillas, dando gracias al cielo, cuando ve el rostro de su mujer. Lo normal, al ver el rostro de tu mujer, es que te quedes aterrado, no por nada, si no porque la realidad visual, como la del resto de los sentidos, hay que aprender a leerla para que resulte comprensible. Una nariz, una boca y unos ojos plantados en medio de una cara no constituyen más que un conjunto atroz de luces y sombras hasta que se conoce su sintaxis. De repente, a Virgil le daba pánico cruzar las mismas calles que con la ayuda del bastón había atravesado sin temor. Y una copa de cristal sobre la mesa del restaurante le parecía un objeto enigmático, amenazador, hasta que al tocarlo con las manos devenía en una presencia familiar. El pobre hombre no descansó hasta perder de nuevo la vista, y esta vez recibió la ceguera como un don.
Pilar cree que le he contado un cuento más que un historial clínico, pero es una mujer muy delicada y evita opinar.
--¿Qué es esto?
Mi mano izquierda había estado explorando la mesa mientras yo hablaba desde alguna zona situada al norte de mi cuerpo (he comenzado a percibirme así, como un objeto geográfico), tropezando de súbito con una cosa grande, de formas curvas y tacto irregular. E inquietante como la copa de Virgil.
--¿Qué es esto?
--Tócalo un poco más, a ver si lo adivinas.
--Un panel de la centralita.
--No, un radiocasete.
--Es enorme.
--Sí.
Ahora que sé lo que es puedo imaginarme a un negro con el aparato al hombro, bailando al ritmo de una salsa: de la parte al todo; del _topos_ (el lugar) al tópico (el lugar común).
Llega más gente, que entra a saludar a Pilar. No distingo a los videntes de los ciegos, pero a mí me ven todos, los ciegos y los videntes, y creo que les resulto un poco patético.
--¿Pero por qué estás tan rígido? -dice una ciega llamada Angelines, que enseña braille en el centro.
--¿Y tú por qué sabes que estoy rígido?
--Porque lo que tú no ves es distinto de lo que no veo yo. Eres un ciego opaco y yo una ciega transparente.
Me coge la cabeza y me obliga a mover el cuello de un lado a otro con cierta violencia.
--Así, venga, relájate. Y tócame sin asco que no me rompo.
Es hora de hacer un recorrido por las instalaciones y voy de ciega en ciega escuchando explicaciones completamente incomprensibles acerca del espacio. Lo único que de verdad entiendo son las paredes, que da gusto acariciar, y los pasamanos de las escaleras, que desgraciadamente se acaban en un punto.
Me presentan aquí y allá gente a la que chillo para hacerme oír a través de los abismos que nos separan, pero por lo general están a mi lado y se ríen, como Pilar, de esta confusión entre una cosa y otra. No tengo la seguridad de caminar por una arquitectura preestablecida, sino la sensación más bien de que el suelo se genera a mi paso y desaparece detrás de mí. Por fortuna, mis otros sentidos, habitualmente en desuso, han comenzado a desperezarse y comienzo a interpretar no ya lo que toco, sino lo que piso. En algunos sitios, por ejemplo, el suelo cambia súbitamente de textura: se hace más áspero, y eso indica que a medio metro comienzan unas escaleras. La vista es demasiado invasora; cuando ella trabaja, los demás sentidos se retiran.
Después de "ver" el despacho de la directora (Loli) y de saludar a las secretarias, todas videntes en el buen sentido, me sientan a una mesa para que arme al tacto un tablero de ajedrez y entonces me doy cuenta de que a esas horas (es un modo de hablar: no sé cuánto tiempo ha pasado desde que llegué) no sólo tengo alterada la percepción del espacio, sino completamente roto el esquema del tiempo. De hecho, creo que he memorizado cosas que sucedieron después como si hubieran ocurrido antes, igual que cuando se reconstruye un sueño. Quizá he atribuido al café de las ocho de la mañana situaciones que en realidad se dieron en el de las once: lo advierto ahora, al comprobar que hay piezas del puzle que no encajan. El único dato incontestable, al que me aferro para no perder el equilibrio, es que entré en el CERBVO a las siete y media de la mañana de un lunes de octubre, pero de eso hace mil años.
Tampoco he dicho, se me había olvidado, que aquí es donde se enseña a los ciegos recientes a manejarse por la vida. Antes, o tal vez después, no estoy seguro, irrumpí en una clase de braille, donde me presentaron al doctor Meneses, de sesenta y dos años, que lleva dos sin ver. Curiosamente, ha coincidido en el CERBVO con una de sus pacientes, Nieves, que perdió la vista casi al mismo tiempo que él. He estrechado la mano de Manolo, un jubilado, y de Javier, que tiene la misma edad que yo. Adeleque es un nigeriano muy joven, licenciado en Empresariales, víctima de un glaucoma. También conozco a Pablo, un muchacho de treinta y tres años, que me cuenta su historia mientras tiene la amabilidad de conducirme al servicio y enseñarme a reconocer un urinario (uno de los instantes que más temía yo del día y que luego resulta un acontecimiento estremecedoramente sobrio y biológico).
--La tarde anterior -dice mientras me alivio a ciegas- había estado arreglando la radio del coche. Luego me acosté a la hora de siempre y por la mañana, cuando mi madre fue a llamarme, estaba completamente ciego. Nos parecía imposible a los dos, pero cuando entras aquí ves que hay casos para todos los gustos.
Me impresiona el tono en que habla, con una ausencia de énfasis en la que se advierte sin embargo la necesidad de comprender lo que le ha sucedido, y me pregunto por el número de veces que regresará cada día a esa imagen del radiocasete, una de las últimas instantáneas que conserva de la realidad. He intentado averiguar cuánto tiempo tardan en borrarse las imágenes de la cabeza, después de que uno se queda ciego, sin obtener una respuesta común. Angelines, la profesora de braille, perdió la vista de niña y tiene treinta y ocho años, pero el otro día, comiéndose una fresa, _comprendió_ el color ese "un poco más rosita", del interior de los labios. Mientras hace esta afirmación, me toca delicadamente la boca con un dedo (¿el índice¿) para señalar la zona a la que se refiere, y por un momento yo también veo la fresa y el labio.
--¿Recuerdas cuándo te quedaste ciega?
--Perfectamente. Estaba en el colegio y le dije a la profesora: "Señorita, voy a cambiarme de pupitre, que en éste hay mucha sombra y no veo el cuaderno bien." Me cambié de pupitre y dije: "Anda, pues en éste tampoco lo veo." Ahí empezó todo.
He terminado el ajedrez, asombrado de la intimidad que puede llegar a establecerse entre los objetos y los dedos cuando no media la vigilancia de los ojos, y dicen que hay que volver a la calle, para tomar el café de las once, y también para que yo pruebe otras experiencias, claro, no voy a pasarme la mañana entre cuatro paredes. Al salir del edificio siento en la cara un golpe de sol, cuya tibieza me parece una forma relativa de ver en medio del caos. Hace menos frío y percibo una luminosidad que es capaz de atravesar el antifaz y la tela del párpado, pero hay, en cambio, más tráfico que a las ocho y yo estoy más asustado o más torpe, así que pese a los cuidados de mi guía, Angelines, tropiezo en un par de obstáculos que se llaman bolardos, por lo visto, y que los ciegos denominan _rompehuevos_ por razones que no es preciso explicar: son esos chismes que impiden aparcar en la acera y que constituyen una trampa mortal para los ciegos. Ahora siento las calles como una tela de araña cuyo centro está simultáneamente delante, detrás y a los costados. Pregunto continuamente si nos encontramos en la calzada o en la acera, porque aún no he aprendido a distinguirlas, y me aferro a la fachada de los edificios con la desesperación de los ciegos del Ensayo sobre la ceguera, la novela de Saramago que ha cobrado en mi vida una vigencia inacabable.
--¿Y no iré haciendo el ridículo con este antifaz? -pregunto para disimular detrás de este temor banal otros miedos más difíciles de combatir.
--Al verte con ciegos, piensan que te acaban de operar o algo así, no te preocupes.
Esta vez, en el bar, que no sé si es el mismo de la mañana, nos sentamos a una mesa. Creo que somos siete u ocho entre ciegos y Técnicos de Rehabilitación Básica (TRB). Estos últimos son los que enseñan a manejarse por la existencia a los invidentes que acuden al centro. El adiestramiento dura unos tres meses e incluye muchos ejercicios de calle, desde luego, pero también de orden doméstico. Cuando regresemos, me "enseñarán" una zona del centro donde se ha reproducido hasta el detalle un piso de tres habitaciones, salón, cocina y cuarto de baño, en el que los ciegos aprenden desde cómo limpiar el polvo a cómo hacerse un huevo frito o plancharse una camisa sin ayuda. Todo conduce a que logren el mayor grado de autonomía posible, que en algunos casos es muy alto. Angelines, por ejemplo, la ciega transparente (en relación conmigo, que soy un ciego opaco), vive sola y le gusta la decoración, aunque parezca un disparate. Todo el mundo me dice que tiene una casa muy original, llena de luz y de colores, en cuya terraza ha colocado una verja diseñada por ella misma tomando como modelo un grabado de Escher (el de los pájaros negros y blancos que vuelan en direcciones opuestas). Está loca por Escher y describe sus cuadros con unos pormenores increíbles.
--¿Pero cómo pueden gustarte unos cuadros que no ves?
--Me los explica una amiga.
También cuenta cuentos (muy bien, por cierto) y ha escrito un curioso Diccionario ortográfico, editado por la ONCE. A mí me ha enseñado a tocar a los ciegos sin miedo al qué dirán, y me ha dado un Nolotil cuando a eso del mediodía se ha despertado de improviso la migraña.
Lo peor, ya digo, es la calle, por la dificultad de identificar y de localizar los ruidos; de orientarse, y por las posibilidades de dejarte la piel en los obstáculos que los videntes, en el mal sentido, van dejando detrás de sí. Cuando regresamos, tengo la impresión de que los coches pasan, literalmente, rozándome, y reprimo un ataque de terror durante el que estoy a punto de arrancarme el antifaz. Aguanto gracias a la voz de Angelines: viene contándome que tuvo un novio vidente (no sé en qué sentido, la verdad) muy bromista, al que dejó porque le hacía subir y bajar escaleras imaginarias todo el rato.
--Íbamos andando y de repente se agachaba como si hubiera una escalera y yo detrás de él, claro, qué iba a hacer.
Al poco de entrar en el centro, me llega el olor a naftalina de la chaqueta de Pilar y a mí me parece como el aroma a Heno de Pravia, el aroma de mi hogar y todo eso. De forma que corro (es un modo de hablar) a refugiarme en la centralita de teléfonos, donde acaricio a _Hester_, la perra, con una pasión que a ella le debe de parecer incomprensible, mientras hago acopio de energías hasta que vienen a buscarme para descubrir uno de los espacios más sorprendentes para un ciego, al menos para un ciego artificial: mi propia espalda.
El descubrimiento se produce bajando del brazo de una TRB, Marina, al piso de prácticas al que me he referido antes. Le pido que me explique cómo es para hacerme una representación mental y moverme por él sin ayuda. Lo hace dos veces, pero no comprendo los espacios de los que me habla esta mujer hasta que me dibuja, con el dedo, un plano en la espalda. De súbito, todo se ordena y adquiere sentido: el salón, el pasillo, dos habitaciones (no, tres) a la izquierda, el cuarto de baño a la derecha y al fondo la cocina, muy grande (la voz hace en ella un recorrido extraño).
Será en el salón de este piso fantasmal, con poca luz, donde me quite el antifaz pasadas las dos de la tarde. Me recomiendan que me siente en un sillón y que abra los ojos despacio, para no marearme. No es lo mismo tener los ojos cerrados durante el sueño, con el cerebro en estado de reposo, que sometido a la tensión de la vida diaria.
Lo primero que veo son las patas de una mesa baja, de café, y las piernas de Carlos, el fotógrafo, que ha sido una presencia invisible a lo largo de la mañana. Hay en esta primera visión de mi regreso al mundo de la luz ecos de la cámara oscura, de la fotografía antigua, del revelado en blanco y negro. Quizá también de película de Hitchcock, puesto que la vivienda en la que nos encontramos, con muebles convencionales, cuadros convencionales, atmósfera, en fin, convencional, no está habitada por nadie. Se trata de un lugar para el aprendizaje y carece de alma, lo que le da un aire algo siniestro. Es más cálido el piso que llevo dibujado en la espalda, al que he añadido por mi cuenta una calefacción central imaginaria y un matrimonio diminuto de ciegos que me hacen cosquillas en el espinazo al ir por el pasillo de un lado a otro de la casa. El rostro de Marina, a cuyo dedo debo ese dibujo, se me aparece ahora también enfrente, sonriendo.
--¿Soy como me imaginabas?
Todo el mundo me pide que contraste lo que imaginaba con lo que ahora se me muestra y no sé cómo decirles que no fui capaz de imaginar nada con patrones claramente visuales, excepto la centralita de teléfonos americana, que desde luego no tiene nada que ver con la realidad, y el matrimonio de ciegos instalado en la vivienda imaginaria de mi espalda, cuya expresión sólo percibo claramente si cierro los ojos. Tampoco les cuento, por pudor, que este encuentro se empezó a fraguar cuando mi madre me llevaba al colegio de la mano y nos cruzábamos con otra madre que llevaba a su hijo, ciego, de la suya. Entonces, yo cerraba los párpados y caminaba a oscuras unos pasos con la idea mágica de que los ojos del niño ciego veían mientras los míos permanecían fuera de uso. Luego, a lo largo del día, si me acordaba de él, volvía a cerrarlos y permanecía quieto hasta que el profesor o mis padres, a quienes llegó a preocupar esta manía inexplicable, me llamaban la atención. Entonces prometí mentalmente a aquel niño que de mayor estaría todo un día ciego para él. Sólo he resistido una jornada laboral, que es la unidad de medida de los adultos. No sé si habrá sido bastante, o excesivo, ni si habrá contado en el mundo de las imágenes con el mismo apoyo que me he procurado yo en el del tacto y las palabras.
En cualquier caso, salgo a la calle con el sentimiento del deber cumplido, aunque con tantos años de retraso, es verdad, y fijándome mucho en lo que la gente lleva en las manos y en cómo va vestida, para Pilar. El tacto y el olfato se han retirado por las rendijas del cuerpo hacia sus madrigueras, como las cucarachas, al hacerse la luz. Pero esa noche me acerco al armario de la ropa de invierno y al percibir con los ojos cerrados el olor de la naftalina noto que lo antiguo y lo nuevo, lo opaco y lo transparente, alcanzan en mi interior un acuerdo que voy a luchar por mantener. El matrimonio de ciegos debe de estar acostado porque hace rato que no percibo sus pasos por mi espalda. Yo estoy rendido y me meto en la cama también, pero ese día duermo boca abajo. Para no hacerles daño. Hasta mañana.