Permitidme que empiece diciendo algo sobre mí. Una persona aquí presente recordará sin duda que una vez, hace más de treinta años, le dije que tenía la impresión de ver siempre los toros desde la barrera, de estar en la vida como si fuese un observador de personas y acontecimientos desde una atalaya. Vistas las cosas desde la perspectiva actual, constato que en gran medida me he mantenido en la barrera y me he perdido, consecuentemente, las dichas derivadas de enfrascarse de lleno en las realidades de la vida. No obstante, desde muy joven en una u otra manera me impliqué de lleno en la actividad internacional y a ella fui entregándome por entero. Si miro retrospectivamente desde mis cincuenta y siete años a mi interacción con gente de todos los rincones de la tierra; si me fijo en la presencia de los otros en hitos de mi itinerario vital, hoy, por ejemplo, motivos no me faltan para pensar que de muchas maneras en mi paso por el mundo he ido dejando alguna huella positiva. No me faltan tampoco motivos para pensar que he vivido un poco la vida al revés: empecé pronto a tener responsabilidades laborales importantes y voy dejando mis obligaciones de trabajo relativamente joven.
Aun cuando provenga de una aldeína asturiana, desde los once años me dedico al aprendizaje de idiomas, y he tenido la fortuna de aprender algunos y usarlos con mucho provecho en mi quehacer internacional. El estudio de lenguas continúa siendo mi gran pasión y mi gran interés. Por razones no precisamente pragmáticas, asimilé casi como un juego en mi juventud el esperanto, que sigo cultivando aún, y que defiendo como un claro estandarte de que los seres humanos de todas partes tenemos derecho a intercomunicarnos en condiciones de verdadera igualdad. El esperanto se propone ser la lengua auxiliar neutral internacional para todos y no quiere en modo alguno suplantar a las lenguas ahora existentes.
En 1964, a mis dieciséis años, salí por primera vez al extranjero para pasar un mes en una colonia de vacaciones para niños y jóvenes ciegos en la región del Ródano, en Francia. Ese acontecimiento supuso un auténtico descubrimiento de que quería de veras acceder a horizontes amplios y constituyó el comienzo de mi posterior periplo por noventa y cinco países de todos los rincones del planeta. Salvo el año 1965, sucesivamente pasé varios veranos haciendo cursillos en distintos países. En 1968, el entonces denominado jefe nacional de la ONCE, Ignacio Satrústegui, me pidió que colaborase en acompañar por los centros y servicios del organismo a una delegación de la organización de ciegos de Argelia que visitó nuestro país. Esa colaboración en actividades internacionales se fue consolidando hasta que en 1973 fui nombrado formalmente jefe del departamento de relaciones internacionales. En ese mismo año, en septiembre, participé por primera vez en una conferencia europea de Braille en Noruega en mi condición de componente de la delegación española. Paulatinamente, fue haciéndose frecuente mi participación en conferencias y comités internacionales en representación de la ONCE, y en 1986 fui elegido secretario general de la Unión mundial de Ciegos hasta que en noviembre de 2000, mis circunstancias personales me aconsejaron no volver a presentarme a la reelección en ese puesto. Los años anteriores al 86, y muy en especial, los catorce años en que estuve delegado por la ONCE para dedicarme de lleno a la actividad de la UMC, contribuyeron a forjar en mí la convicción firme de que los seres humanos somos esencialmente iguales, que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Llegué a percibirme de veras como ciudadano del mundo.
La ONCE puso a mi disposición los medios para que en el tiempo que estuve implicado en la dirección de la UMC desarrollase mi trabajo sin restricciones y pudiese viajar a todos los países donde mi presencia pudiera ser útil. En cualquier caso, ese trabajo era más encuadrable en una perspectiva utópica que en algo en lo que pudiesen presentarse resultados tangibles. Yo solía decir que los efectos de nuestras actuaciones se hacían visibles a veces pasados algunos años. Tuve, pues, que acostumbrarme a nadar en corrientes invisibles. Yo distingo las utopías puramente idealistas y las utopías realistas. Las utopías idealistas, muy válidas por cierto, que siempre he procurado que guíen mis pasos, son aquellas que constituyen un deseo cuya realización no vislumbramos en un futuro previsible. Citemos, por ejemplo, el que la discapacidad visual desaparezca en el mundo o que a todos se nos valore por lo que somos y se nos aporten medios proporcionales a nuestras cualidades e intereses. Me entusiasmé con la idea de arrimar el hombro en la construcción de una sociedad para todos, auténticamente para todos. Pienso que un movimiento como la Unión Mundial de Ciegos debe convertirse en un componente esencial de una corriente más amplia que luche por la consecución de ese objetivo. La categorización de personas en grupos se basa siempre en la observación de rasgos comunes, a veces muy sobresalientes como en el caso de las personas con problemas visuales graves, pero siempre pese a la presencia de numerosos factores individuales diferenciadores. Hoy existe la tendencia nacional e internacional de hablar de personas con discapacidad, y si eso no se entiende bien, se corre el riesgo de tener que sacrificar las características más específicas para encontrar rasgos comunes. En ocasiones, se privilegia un grupo en detrimento de otros. Es observable asimismo el surgimiento natural de subgrupos dentro del grupo más amplio. Nacen así nuevos movimientos independientes como la federación mundial de personas sordociegas, y ahora no falta quien quiere promover la implantación de un movimiento autónomo que represente a las personas con baja visión. En mi opinión, las estrategias de actuación concretas nunca deben apartarnos de la senda que nos conduzca a la consecución de la utopía idealista y realista de incluirnos plenamente en la comunidad general. Hemos de convertir a la mundialización (la globalización) en un fenómeno progresista. En nuestra esfera, hay muchos motivos para fomentar el intercambio mundial de experiencias y opiniones en los campos de la educación, la habilitación o rehabilitación de adultos, el acceso a puestos de trabajo, el desarrollo de organismos prestatarios de servicios y de asociaciones representativas de nuestras inquietudes.... En campos como la tecnología o la promoción de un uso uniforme del Braille hay sobrados motivos para actuar desde una perspectiva realmente mundial.
Es casi inevitable que termine diciendo algo sobre nuestra realidad española, acerca de nuestra querida ONCE. Antonio Vicente Mosquete valoraba mucho mi capacidad de análisis y observación de gente y hechos, pero lamentaba el que no me mojara lo suficiente en la lucha transformadora que iniciamos a finales de los setenta. Él puso todo su empeño para que la UMC me eligiese secretario general en 1986, y al efecto, viajó conmigo como observador a la reunión del Ejecutivo donde mi elección se llevó a cabo. Lamentablemente, un terrible azote del destino nos privó de él en junio de 1987. ¡Qué inmensa pérdida! Yo puse en aquellos primeros ochenta mi granito de arena en la implantación de servicios nuevos y en la renovación de otros en la ONCE, pero a partir de 1986, sobre todo de 1987, fui destinado casi exclusivamente a la actuación internacional. Que quede muy claro que no albergo ninguna aspiración a desempeñar papeles protagónicos en la muy necesaria, indispensable diría yo, transformación radical de nuestros enfoques sociales y de conducción de un grupo humano, aun cuando siempre digo con total sinceridad que mis experiencias y conocimientos estarán siempre disponibles para quien quiera emplearlos. Desde el principio de nuestro proceso democratizador, pensé y manifesté que era un error trasladar a nuestro ámbito la aplicación de los modos vigentes en la gran política. En un grupo como el nuestro, esa democracia tan pura sobre el papel, termina adoptando tintes totalitarios. Me recuerda aquello que alguien allí me susurraba en ruso al oído cuando yo formaba parte de una delegación de la ONCE que visitaba la Unión Soviética en 1980 y estábamos en una reunión introductoria con los dirigentes de la Asociación panrusa de Ciegos y ellos nos contaban como era su envidiable sistema representativo: "Aquí no hay elecciones, sino simplemente votaciones." Sé que los cambios de hábitos ya inveterados sostenidos por una compleja maraña de intereses no son nada sencillos. Sé que de la ONCE dependen vitalmente muchísimas personas y familias, y no son permisibles los juegos alocados hacia terrenos desconocidos. No creo tampoco en la oportunidad de movimientos en los que se agrupan todos los descontentos. Es deseable que recuperemos un entorno de actuación en el que la única pertenencia sea la de la ONCE y no sea privilegio ni demérito ningunos pensar de esta u aquella manera. Han de promoverse mecanismos serios para que con absoluta honradez y seriedad aporten algo los que estén en condiciones de hacerlo. Es natural que la mayoría de los afiliados a la ONCE sean únicamente beneficiarios. Participarán activamente en los procesos representativos y creativos los que tengan vocación y preparación para la actuación pública. En mi actuación internacional, yo nunca tuve la impresión de provenir de un paraíso terrenal para las personas con problemas visuales serios, pero con entusiasmo y objetividad difundí las indudables conquistas sociales que hemos logrado en esa excepción alentadora que es la ONCE.
Por aquello de los efectos no inmediatos, he optado por concluir mi intervención con la misma reflexión que pronunciaba cuando en 2002 el Centro Asturiano de Madrid me entregaba su "Manzana de Oro". En una carta de Barthélémi Douégui Neunkado, del 14 de diciembre de 2001, de Costa de Marfil en África, que me conoció cuando era alumno de la escuela de ciegos en Abidjan en 1987 y yo visitaba su escuela decía lo siguiente: "el que toca el tam tam no sabe hasta dónde llegan sus sonidos".
Madrid, 6 de mayo de 2005