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  La Cura (Renée Ferrer)
 

 

 

La Cura

Renée Ferrer

No siempre fue así. Hubo un tiempo en que la claridad se borroneaba sólo de vez en cuando, pero aún caminaba sin mayor dificultad. Luego perdió los contornos de las cosas en el fondo de los rincones, el ángulo preciso de los muebles, la sombra de los árboles en la vereda de enfrente; más tarde, la ubicación de los cubiertos en la mesa, el lugar exacto de su brocha o el peine en la repisa del baño. Los rostros se fueron desdibujando dolorosamente y se sintió caer poco a poco en un pozo sin brocal, donde quedó cercado entre paredes de bruma. Desde allí percibía el trajín de la casa, las voces de sus hijas yendo y viniendo, el olvido acrecentado a medida que la costumbre insensibilizaba los ratos de ocio. Ya no se demoraban de tardecita conversando con él en la galería, donde uno de los sillones estaba siempre vacío. El movimiento de las plantas, el correteo de los niños y un empujón de sus juegos en las rodillas alguna que otra vez, era todo el contacto que tenía con su vida anterior. No se hacía ilusiones. En ese andar tanteando la claridad perdida llevaba cuatro años. Las operaciones se sucedieron periódicamente, desvaneciéndose como fuegos de artificio en repetidos fracasos. Se volvió más solitario, más impasible, más triste. Cada vez más huecas le dolían las palabras de consuelo, y honda la ausencia de su esposa. Las hijas, abrumadas por los niños, la casa, el trabajo, siempre andaban corriendo, y él no quería molestar. Su actitud ayudaba al olvido. Se hizo hábito el silencio y su plácida tristeza pronto pasó inadvertida.

La mayor parte del tiempo se quedaba escuchando su propio corazón, contestando desde su opaca soledad el saludo caído al sesgo de las salidas precipitadas. Era un espectador escondido, un testigo sin nombre, atisbando cuanto pasaba o le escondían. Sus amigos espaciaron las visitas, y si alguien le leía los diarios, el apremio restaba sentido a las palabras. Era mejor estar solo, después de todo.

Una vez acostado, abría los ojos y la oscuridad se le antojaba más clara, al ser compartida por otros. Entonces, se colaban los recuerdos. Desenterraba episodios de su vida andariega, abandonándose a una retrospectiva contemplación. Sobre la cubierta de su barco sentía nuevamente el ventarrón contra los labios cuarteados, la sorda correntada del río en la quilla y, a lo lejos, el follaje que orillaba aquella oscura y torrentosa limpidez. Revivía los atracos en Pilar; la cara lavada de Rosa y sus esporádicos encuentros, los retornos y el locro humeante en el fogón, donde la destreza de su mujer le llenaba la boca de una jugosa satisfacción. Sus hijas correteando entre sus piernas, y el silencio que su vozarrón imponía en una casa, donde el hombre es el que manda. Las madrugadas lo sorprendían en medio de una partida de truco por los boliches costeros, o discutiendo de política en el corredor de la casa. No discutas de política, le decía Josefina, con aquella sabia y resignada mirada superpuesta. Las horas se volvían interminables para ella, calentándole la cama en las noches de invierno, en tanto él se echaba un traguito de caña antes de acostar. Todo cambió de pronto cuando la dejó en la Recoleta, tan sola la pobre. Sentía la diferencia entre la quietud de la muerte y el pozo repleto de sonidos, donde todo estaba al alcance de sus manos, aunque nada pudiera aprehenderse; donde las voces resuenan con una calidez que lastima. A veces, sospechaba que la ceguera lo había vuelto invisible; parecían no verlo, y era él quien estaba a oscuras. Las escuchaba escurrirse en el silencio, evitándolo, porque conocían todas las respuestas. No tenían la culpa. De qué podía hablarles sino de sus achaques, de antiguas tormentas fluviales, del escape oportuno en el cuarenta y siete. Todo lo sabían desde pequeñas. Papá, contá una anécdota, le decían con las caritas expectantes, iluminadas por el goce anticipado de sus aventuras marineras. Quién se acordaba ya de todo eso. Ahora no tenían tiempo para historias.

Desde hacía unos meses, sin embargo, la esperanza se aposentó tímidamente en el hueco de sus cavilaciones. Le hablaron de un médico; nada académico, desde luego; un curandero o algo así, pero que obraba maravillas; había conseguido curas increíbles. Se dejó convencer y empezó el tratamiento. Yuyos para beberse en ayunas, agua enserenada para lavarse los ojos y miel para las pupilas. Es cuestión de tiempo, no se desespere. Iba cada semana con regularidad infalible. Esa salida le servía de distracción, e incluso lo ponía contento. Se le notaba una leve impaciencia cuando se acercaba a la muchacha; un secreto deseo de echarle el ala si recobraba la vista. Siempre le habían gustado las mujeres.

Ese día remoloneó bastante en la cama. La garúa había puesto plomizo el retazo de cielo que aprisionaba su ventana. No daban ganas de sentarse en el corredor a tomar frío. Pidió unos mates a la criada para alargar las primeras horas de la mañana entre las cobijas tibias; y sólo al mediodía, cuando escuchó el regreso de sus hijas, la gritería de la chicuelada, intentó levantarse. Un dolor acerado le reventó en el pecho, obligándole a recostarse nuevamente. De pronto, ante su asombro, una claridad incandescente le enseñó el reverso de la ceguera, donde tampoco era posible rastrear los contornos.

Poco a poco se delimitaron la cama, la luna empañada del espejo en el ropero, sus zapatillas gastadas en el piso, y el rostro de su mujer sonriéndole oblicuamente desde el cuadro. Una alegría desatada lo sacudió, imprimiendo a sus músculos el temblor acelerado del desconcierto. Pensó con estupor que los remedios lo habían curado. Ese médico valía, después de todo. Su grito perforó el aire de la casa. ¡Veía! Las palabras se tropezaron en sus labios: en el cielo gris huían las nubes anunciando una lluvia inminente. Precipitadamente, entraron las hijas. Voces, llamadas, urgencia en sus gargantas. Esa perfecta luminosidad lo agobiaba y, para descansar, cerró los ojos un momento. Cuando recobró la conciencia no tenía idea del tiempo transcurrido. Todo se ofrecía plenamente a su alrededor con la misma familiaridad de antaño. Tan sólo sus hijas vestían de negro. Desde su nueva soledad, miró sus ojos velados por el desconsuelo y comprendió que estaba lejos, del otro lado, en la muerte.

 

 

 

 
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