De: "Manuel González Otero" <magodeonce@gmail.com>
Para: <Undisclosed-Recipient:;>
Asunto: Luz y taquígrafos de mi Santa Patrona
Fecha: jueves, 13 de diciembre de 2012 1:46
Dice una "voz popular", "la vida es un tango y la muerte un pasodoble"; reminiscencia pretérita quizás, visionada por la lira inmortal de aquel gran poeta sevillano que pedía a gritos una escalera para sacarle los clavos a Jesús El Nazareno, desde una de sus "dos Españas" en las que un Caudillo "por las Gracias de Dios", se dirigía a los ciudadanos de esta manera:
--¡Españoles...!: ¡Nos encontramos al borde del abismo, y vamos a dar un "paso al frente!".
¡Oh, estimadísimos/as!, ¡la pregunta viene al hilo del exordio!, ¿será acaso que el tango se titula Nostalgia?
Yo, que ni capaz me siento de igualar el valor filosófico de ese pensamiento socrático que informa de que alguien sabe que no sabe nada, lo cual, sin duda, me presenta como necio absoluto sugiriendo materia suficiente para una luenga tesis, manifiesto humildemente, que mi única nostalgia está implícita en los "Cantos de vida y esperanza" del insigne nicaragüense Rubén Darío, prueba que aquí inserto a modo de refresco azucarado con almíbares agridulces de imborrables recuerdos:
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
Y a veces lloro sin querer...
El día 10 de enero de 1974, sobre las seis de la tarde, pisaba por primera vez tierra balear. La fantasía que había absorbido toda mi atención durante el viaje ( aproximadamente 50 minutos de 60 horas desde Barajas) invitándome a construir miles de "castillos en el aire", no en vano volábamos a 33000 pies de altura, se desvaneció al aterrizar en Son San Joan, donde tomamos tierra sobriamente, por fortuna sin riesgo de imprevisibles empachos; ¡que pena de una mano amiga!. Habrá que ir aguzando el ingenio para empezar a utilizar las alas, (las propias), que hasta ese momento dormían atrofiadas en un recio letargo, naturalmente porque su uso no había sido necesario, o más bien, no le habían permitido que lo fuera. Tampoco era fácil esquivar el foso anímico al que nos empuja la timidez en esa etapa de la vida, en la que la savia varonil comienza a mostrar los caracteres de identidad. El afán por agradar con las muestras más encomiables de garbo y lucidez ante cualquier persona, situación o acontecimiento social, convivencial, laboral..., nos hace ponderar, a veces muy detenidamente cualquier decisión antes de llevarla a cabo, para evitar, si al caso viniere, que el sentido del ridículo haga afluir la sangre al rostro menoscabando la euforia feliz que nos proporciona el deseo de "llegar primero y saber llegar", especialmente cuando los medios de percepción de que disponemos han de prescindir ineludiblemente de la intervención del cristalino, órgano responsable de abrir el telón que nos impide escrutar el escenario del mundo en sus tres dimensiones. Todo ello, hace cuarenta años, a quienes éramos atrapados por estas circunstancias, o más bien inmutables situaciones, nos exigía la utilización de los estándares más usuales y sencillos en nuestro deambular por los ignotos horizontes de la vida diaria, y a lo más que uno se atrevía, echándole a la vez corazón y muchas ganas, era a preguntar...: ¿qué hora tiene, por favor?. ¿Podría decirme el nombre de esta calle?. Perdone, ¿puede indicarme cuál es la boca de metro que me queda más próxima? Naturalmente, la coherencia de las preguntas radicaba en los conocimientos y necesidades del preguntador; si éste no tenía cierto dominio de la estructura y configuración viaria metropolitana, la pregunta sobre laubicación de una estación con objeto de reorientarse en un posible despiste, carecería de sentido; lo mismo que la pregunta sobre el nombre de una calle, que sólo es racionalmente lógica cuando el que pregunta conoce el plano de la ciudad y sabe que la calle X confluye en la calle Y o es perpendicular, paralela, diagonal, etc. a la calle Z. Sin embargo, este no era el caso del joven gallego carente de visión, que se encuentra solo por primera vez en el aeropuerto de Palma de Mallorca a las seis de la tarde de un frío día de enero, y que ahora, treinta y ocho años después, lo cuenta como añoranza de un ayer inolvidable. Al fin, dado que estamos rodeados de agua por todas partes, irremisiblemente habrá que mojarse; y observando muy atentamente el ritmo acompasado de unos tacones que se acercan al lugar donde una amable azafata me había ubicado, "cual equipaje que espera silente a ser recogido por su dueño", justo en el momento de introducirse de lleno en el campo de acción de mis dos "antenas receptoras", digo: --Buenas. Una especie de cambio brusco de compás en medio de la partitura, rompe el sonoro ritmo y los tacones se detienen; una voz de extraños armónicos me dice: --Buénaz, zeñó ¿quería uzté arguna coza? --Pues, sí. ¿tendría la bondad de llamarme a un "chaqueta roja"? --¡Oh...!, no ze preocupe uzté, yo le acompaño adonde quiera.
--¡Humm!... ¡Ojo Manuel!. Sí, pero... ¿cuál ojo? ¡Creo que "comensamo-la dansa! -que se dice en "A Costa da Morte".
--Pues..., sólo quiero mi equipaje y luego tomar un taxi.
--¡Pueg axá que vámog!.
Un brazo apretó el mío contra su cuerpo, que por un instante pensé: ¡Ahí va Dios!, ¡seguro que me quiere tomar la tensión!.
--Dígame log dátog de zu equipaje -preguntó la voz de fisionomía tan atípica-.
--Es una maleta que poneManuel González Otero, y, posiblemente diga también Santiago de Compostela-Madrid, y otra que tiene la forma anatómica de su contenido y pone Larrinaga.
--¡Lag veo lag veo!, ¡ya tengo zu equipaje; llamaremog un carretero para que ze lag lleve ar taxi.
--¡Ozu mi mare!. ¿Habrá que ir a buscarlo a Cádiz o a Sevilla? Yo empezaba a sentirme abandonado en medio de las marismas y no sabía muy bien si lo que necesitaba era que me tomaran la tensión o la temperatura, porque la fiebre parecía advertir de una inminente visita.
Por fin la brisa del Mediterráneo refrescó mis sienes cuando una voz (ahora andrógina cien por cien) pregunta: --¿busca usted un taxi?
--Zi zeñó, er caballero quiere un taxi -contestó mi acompañante-, adjetivo además muy acertado, porque acompañanto o acompañanta parecen no ser gramaticalmente correctos, y para eso la rica lengua de Cervantes, neutraliza estas intenciones.
--¿Va él solo? -preguntó el taxista-.
--Zí zeñó, va zolo.
--¡Huuufff!, ¡que bien me supo aquella bocanada de aire mallorquín!, menos mal que uno de mis brazos estaba preso, porque de no ser así, el espontáneo aplauso sería el primer signo de un ridículo inevitable.
Mi mano libre localizó entonces con hábil agilidad y destreza de movimientos, la manilla de la puerta, por la que además descubría que iba a subir a un 1430 de la firma SEAT, en aquellas fechas uno de mis autos preferidos; y en un abrir y cerrar de ojos, de esos que en el Sur de España llaman "clisos" y que adornan por pares todas las caras aunque sólo me gusten algunas, me hallaba en el interior del auto ocupando el asiento del copiloto.
--¿Adónde vamos -pregunta el conductor-.
--A la plaza de La Conquista nº 1, -contesté-.
El hombre balbució algo en un idioma que no entendí y dejó escapar una leve carcajada, la cual me hizo asociar el lugar de destino con mi amable acompañante e inmediatamente eché mano de la retranca gallega, con objeto de desentrañar la insinuación sin preguntar directamente.
--La plaza de La Conquista, según información de los Servicios Sociales de la ONCE que se encargaron de buscarme alojamiento, está en la confluencia de la calle San Miguel con la avenida de Alemania -comenté- espero que usted no me quiera llevar a Cádiz.
--¡Ah!, ¡no no!, hay aquí muchas gaditanas! -dijo-.
--Y gaditanos -dije yo aumentando la dosis retranquera, provocando sutilmente la respuesta que recelaba pronunciar el taxista-. Pero éste, torció de nuevo por otro camino y preguntó:
--¿Usted ha sido así siempre?
--¿De simpático, -respondí yo con otra pregunta para hacer honor a mi lejano terruño-.
Y venga otro giro al lacónico diálogo:
--¿Usted no ha visto nunca? -Volvió a preguntar-.
--¡Oh, sí! -contesté- vi durante la primera década de mi vida y conservo buenos recuerdos en mis retinas; total, sólo ha transcurrido poco más de otra década. Curiosamente, de lo que tengo menos recuerdos es de experiencias auditivas; pero creo que aquí en Mallorca las adquiriré.
Por fin la soltó.
--¡Ah, sí!; pero no se fíe; no es oro todo lo que reluce.
--¡Sí sí, señor, sí, ya lo creo! - le dije apuntando con ojo de águila- ni voces de mujer todas las que parecen.ahora..., lo típico: --Yo creo que usted ve..., que ustedes engañan un poco, porque no es posible que se den cuenta de lo que nosotros vemos con los ojos.
--Ya ya, claro, evidentemente; es que con los oídos no se puede ver. -Prácticamente empezaba a vacilarlo, pero me reprimía disimular con cierto descaro, lo que ya empezaba a convertirse en mofa-.
--Llegamos -dijo-.
--¡Huff!, ¡qué bien!. Ya empezaba a marearme -obviamente sólo yo sabía lo que me mareaba, aunque no era difícil adivinarlo-.
--¿Necesita ayuda? -Preguntó-.
--¡No!, ¡muy amable!; únicamente que me ponga las maletas en el portal, si me hace el favor -le dije-.
--¡Cómo no!, ¡aquí las tiene!.
--¿Puede cobrarme, por favor?
--Sí sí, son 1450 ptas.
--aquí tiene; 1500, ¡quédese con la vuelta y muchísimas gracias.
--¡Gracias a usted!, ¿necesita algo más?
--¡No no!, ¡muy amable!; ¡que tenga buen servicio!.
--¡Adiós!. ¡Sea bien venido a la "isla de la calma"!.
--¡Gracias!. ¡Adiós, señor!.
Como si hubiera estado contemplando la llegada del huésped, al punto me sorprende el saludo de una voz femenina con acento francés.
--Buenas tardes, señor, ¿viene usted de Galicia? -preguntó-.
--Sí señora. -Voy a hospedarme en la casa de Francisca Terrier en el 2º piso -le dije-.
--Françoise Terrier -respondió-; es mi casa; dichosa de conocerle.
--El gusto es mío, madame -contesté-.
--Tome mi brazo y véngase conmigo. Ahora bajará mi marido a por las maletas. -Añadió la madame-.
Nada más abrir la puerta, unos acordes estridentes de rock psicodélico, que redoblaban todos los decibelios soportados por el oído humano, resonaron por toda la estancia. Por momentos creí que algún fenómeno de fuerzas sobrenaturales me había transportado a un club de Compostela que visitaba esporádicamente, ubicado en la esquina de Rapa da folla con Montero Ríos, y que, si la memoria no me engaña, se llamaba Liberti.
--Ese que toca es Tomás, un chico también de la ONCE, que vende el cupón y se hospeda aquí. Es un buen garçon. Usted y él sois los únicos huéspedes que tenemos. Se lo presentaré y espero que sean buenos amigos. -Comentó-.
--Por mi parte no habrá problema, señora -dije-; en todo caso, lo único que va ocurrir es que montemos una academia de música.
--No se preocupe, señor, ya veo que trae usted un acordeón; seré feliz recordando las puentes de La Sena.
--Y la Pont d'Avignon -pensaba yo-. A ver si opina lo mismo cuando suene por aquí El Sitio de Zaragoza, ¡la que se va liar...!.
Tras haber instalado convenientemente el equipaje en la habitación asignada, pregunto a los señores:
--¿Está muy lejos la Delegación de la ONCE?
--No señor. Al salir del portal está usted justo frente al paso de cebra. Atraviesa la calle; en la otra acera gira 90 grados a la izquierda y camina hasta la primera bocacalle; ahora gira a la derecha por esa calle que se llama Cecilio Metelo; al final de esa calle continua en la misma dirección, pero ahora se llama Reina Esclaramunda, y al final de Reina Esclaramunda desemboca usted en la plaza del Cardenal Pou; en el número 8 está el edificio de la ONCE. ¿Lo tiene claro?
--Clarísimo -dije- no hay pérdida. En seguida estaré de vuelta.
En el camino a la ONCE rebobinaba mi llegada a la "isla de la calma", según había dicho el taxista y que yo oía por primera vez: "un vuelo inimaginado, sin la mínima turbulencia, una voz de dudosa identidad que me ayuda, un hospedaje en la plaza de La Conquista, una francesa que sale a recibirme, un hippie rascando una guitarra eléctrica..., y ahora que me meta por la calle Cecilio Metelo, (que Dios sabe si ese apellido es esdrújulo) hasta dar de frente con la Reina Esclaramunda... ¿Serán signos de buen augurio?. Pronto lo comprobaría.
En la pensión, adonde regresaba todos los días más o menos a las siete de la tarde, cenaba, dormía y desayunaba. Estaba pues, poco tiempo, pero por más que estuviera no me aburriría. La sobremesa se había convertido en una academia de "Ciencias Políticas", a veces con un fondo ambiental psicodélico, que, según la hora y la sensatez del músico, "casi era gratamente soportable". La madame mostraba ora sí ora también, una exacerbada pasión por el socialista François Mitterrand, mientras que el marido, de nombre Antoine y apellido impronunciable, disimulaba sutilmente su inclinación por Valéry Giscard d'Estaing; aunque, ambos se lamentaban constantemente por la enfermedad de George Pompidou, cuyos lamentos "pongamos que atenuaban" con la preocupación de que a su muerte llegara al Elíseo su leader predilecto, que, al fin, como sabemos fue el del marido, allá por la primavera de aquel año de 1974, al morir Pompidou a causa de eso que suele denominarse eufemísticamente "enfermedad grave", para evitar pronunciar la fatídica palabra cáncer.
Pero mi auténtica felicidad en aquel paraíso insular, se consolidaba cada fin de semana al compás de mi acordeón, al ser requerido por algún amigo, amiga, pareja, matrimonio, familiares, etc., con objeto de amenizar algún evento festivo, muchas veces con el motivo único de ganas de danza, que es sin duda más que suficiente y justificado, y otras, para que la fiesta del Patrono, cumpleaños, onomástica o cualquier acontecimiento sociofamiliar tuviera guinda sonora con sabor improvisado e ingredientes de amistad para todos los invitados o concurrentes en general.
Ciertamente, parafraseando al gran Quevedo, me sentía "un hombre a un acordeón pegado e incluso con la particularidad de superlativo"; pero, sobre todo, como algún personaje del escocés Stevenson en la "isla del tesoro" y, por suerte, sin necesidad de parche en ninguno de mis ojos; a hasta a pesar de los pesares incluso me atrivía de cuando en cuando a montar acaballo en el rancho Bonanza de la Ponderosa en las inmediaciones de El Arenal, si mal no recuerdo, a 125 ptas. la hora, o en unos preciosos tándems paralelos (que no volví a encontrar en ninguna otra ciudad), con los que solíamos viajar desde Palma a las playas de Campastilla para allí cambiarlos por unas lanchas a pedales que llaman velomares.
En el verano de 1979, con motivo de mi traslado a un Centro de Sabadell, abandoné por fin la "isla del tesoro" y el tesoro también; pues, por suerte o por desgracia, el momento no parecía idóneo para sacar a aquella sirena de su hábitat natural, que, con un prolongado ósculo afectivo, se quedó desovillando el rollo de papel higiénico hasta que el barco, zarpando hacia mi "bella tierriña", se perdió en el horizonte, y yo mirando hacia la bahía de Puerto Pi mientras tiraba del otro extremo, no sé si "llenando el mar de suspiros y el aire de juramentos" cual la Lirio de Rafael de León, pero, sí estoy bien seguro, que sin las cincuenta "moneas de oro", que, en ciertos momentos, indiscutiblemente pueden servir de un "crematístico y leve consuelo".
No quiero rematar este mensaje, sin agradecer encarecida y profundamente a mi buen amigo Pedro García Navarrete, de Zafra (Extremadura) y residente en Palma desde hace más de cuarenta años, que me enviara en cinta caset esta reliquia de mi juventud, que sólo en mi tierra se conocía por haberla interpretado también en alguna fiesta llamada A Romaxe cuando aún era casi púber, y que hoy, digitalizada, tengo la dicha y el placer de distribuir entre los destinatarios de mi lista de contactos virtuales, con el deseo de que Santa Lucía no se olvide nunca de poner luz y armonía en los hogares a los que llegue mi voz y mi acordeón con el afecto imborrable de un Docente aventurero "entre Hendaya y Gibraltar", recordando al ínclito "cuñadísimo" fundador de la Organización Nacional de Ciegos Españoles, ONCE, don Ramón Serrano Súñer, al que me place asimismo, dedicarle mi reconocimiento y mi memoria didáctica con estas líneas, en el día en que se cumple el LXXIV aniversario de la Institución.
Con afecto y simpatía. Manuel González Otero.