Cada noche, cuando están a punto de dar las nueve, Lucía está en la salita, viendo la tele desde el sofá mientras espera a que su marido regrese del trabajo. Hace años, cuando Martín llegaba y se ponía el pijama, iban a la cocina y preparaban juntos la cena. A Lucía le encantaba el olor que dejaba la cebolla en las manos de él y la dulzura con la que pelaba los huevos o el tomate.
Con el paso del tiempo, sin embargo, Martín llega a casa cada día más cansado y solo desea cenar cualquier cosa ligera y acostarse pronto. Ahora ella le espera con una sopa de verduras en el fuego, la mesa puesta y la estufa encendida caldeando el dormitorio. Cuando oye el ruido de la llave en la cerradura, Lucía no va al recibidor a saludar a su marido, como solía hacer antes, sino que, desde el sofá, fija sonriente su mirada en la puerta del salón, por donde él aparece con gesto abatido. Martín se acerca a ella y le besa la frente, como lleva haciendo cada noche desde hace 10 años; después entra en el dormitorio, se pone el pijama y las zapatillas y sirve la sopa en la mesa del salón. Mientras, Lucía se levanta del sofá con un gesto maquinal y se sienta a la mesa, donde ella y Martín conversan amigablemente, aun ya sin pasión, de cómo les ha tratado la jornada. Cuando terminan de cenar, Lucía deja los platos en la cocina y se sienta con Martín en el sofá.
Una noche que Martín estaba inusualmente inquieto, jugueteando con la cuchara mientras parecía dar vueltas a una idea en su cabeza, ambos tuvieron una conversación distinta a las habituales:
- Ya no me miras, Lucía – dijo él finalmente – No me refiero a que no me mires como antes, cuando nos casamos: me refiero a que, simplemente, no me miras. No me miras en absoluto.
Ella levantó la vista del plato y la dirigió sorprendida a su marido pero, efectivamente, su mirada parecía no verle siquiera, traspasándole hasta perderse en un punto mucho más lejano.
- No digas tonterías – respondió algo molesta, tomando de nuevo la cuchara.
- Escucha – decía él, en un tono triste y suave – Estas cosas pueden pasar, pasan todos los días. Puede que después de 10 años haya dejado de gustarte y lo entiendo – decía, señalándose a sí mismo, convencido de su escaso atractivo – Pero, pero yo te quiero, Lucía, te quiero mucho y... podemos seguir así, viviendo juntos como buenos amigos.
Y alargando una mano cogió la de ella dulcemente con una sonrisa forzada en los labios. Lucía rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos.
Hace poco, mientras Lucía esperaba fumando un cigarrillo, Martín entró en el salón con unas gafas de metal marrón, le besó la frente y se sentó junto a ella en el sofá, con una expresión grave en el rostro. Los ojos de Lucía estaban fijos en él y su boca le sonreía, pero su mirada parecía estar a años luz de aquel salón. Mientras cenaban, y como ella no pareciera reparar en esta novedad en su aspecto, Martín decidió abordar la cuestión:
- ¿No me notas nada diferente? – preguntó.
Lucía le observó un momento.
- No se, bueno... pareces cansado – titubeó.
- Las gafas, mujer – insistió él - ¿No ves que me he puesto gafas?
Lucía le miraba con una sonrisa artificial.
- Ah, claro... ya me parecía que estabas cambiado – dijo.
- En mi vida había llevado gafas, Lucía – contestó él, lanzándole una mirada de reproche y se metió en el dormitorio dando un portazo.
Algunos días más tarde el ambiente parecía haberse calmado, aun cuando Martín había estado omitiendo su beso rutinario. Estaban viendo la tele después de cenar cuando Martín se dirigió a ella.
- Aún no me has dicho nada.
- No estoy enfadada, Martín... – contestó ella sonriendo.
- Me refiero a mi nuevo aspecto – le cortó él con sequedad.
Lucía lo observó con una expresión lastimosa, como si encerrase un gran sufrimiento y sin saber qué decir.
- La barba – dijo él, impaciente – me he dejado crecer la barba.
Ella, alargando una mano hacia su mejilla, acarició con suavidad aquella barba espesa y canosa, y parecía de repente aliviada, como si le hubiesen quitado de encima una enorme y pesada carga.
- Estás muy guapo, Martín – le dijo sonriendo.
Él sin decir nada, apartó su mano y fue a acostarse.
Hoy, pocos días después de aquel incidente, mientras están, como cada noche, viendo la tele en el sofá, Lucía tiene un nudo en el pecho que apenas le deja respirar y le sobreviene un terrible presentimiento... respira hondo y consigue sacar fuerzas y valor desde lo más profundo de sí para hacer frente a la realidad, y explicar a su marido la verdad que podrá salvar su matrimonio. Pero Martín se le adelanta.
- Mañana recogeré mis cosas y me iré. He alquilado un piso no muy lejos de aquí, en un barrio tranquilo – y aunque Martín pretende aparentar seguridad, su voz suena quebrada y temblorosa – te llamaré de vez en cuando para ver si todo va bien, y te pasaré algún dinero. No tienes de qué preocuparte – entonces se vuelve hacia ella con los ojos húmedos y añade como excusándose – yo no puedo vivir esta farsa, Lucía...
Y ella, vencida al fin por el dolor y la pena, rompe a llorar sin freno, empapando de lágrimas su camisón y su vida.
A la mañana siguiente, cuando Martín se marcha, Lucía recorre la casa despacio, acariciando las paredes y los muebles mientras llora, percibiendo aún en el aire el olor de su marido, intentando enfrentarse a la soledad oscura de aquel salón, de aquella casa por la que ha estado paseando desde hace meses, recorriendo y memorizando cada rincón mientras Martín estaba en el trabajo, por no tropezar con alguna silla, con algún mueble, que delate su creciente ceguera.