Mataciegos
(Tan real como la vida misma, ¡porque fue real!)
Autor Desconocido
Las obras han sido siempre el mayor enemigo que los ciegos tienen en la calle. A pesar de todo a ninguno con dos dedos de frente se le ocurriría ponerse en contra de ellas. Las obras, tanto las públicas como las privadas, son necesarias unas veces, y otras, inevitables. De las que sí están en contra es de esas sospechosas obras municipales que no acaban nunca, que nada más terminar vuelven a empezar, que se ejecutan todas a la vez, en las mismas calles, a las mismas horas, sin habilitar accesos alternativos, con cuatro obreros de los que tres y medio miran y el otro medio trabaja sin prisa, y, en no pocas ocasiones, sin tener en cuenta las medidas de seguridad que con tanta demagogia exigen a los particulares. Pero ni éstas que hasta en tiempos de vacas flacas surgen como setas ante los primeros rayos del sol han conseguido meter en casa a los ciegos de este país renunciando al placer, a la necesidad y al derecho de callejear solos como el resto de los ciudadanos. Es verdad que el que más y el que menos ha tenido que pagar este derecho con un gran susto, con un golpe soberano, con muchos y muchos berrinches, pero una vez a salvo el cabreo se vuelve carcajada y a la calle que es de todos.
Basilio era un gran violonchinista y acabaría formando parte del Sexteto de la ONCE, pero como la mayoría de los jóvenes afiliados, antes de alcanzar este privilegio, fue vendedor. Si algo no le impidió jamás su ceguera total fue el andar por las calles de Madrid mejor que por las calles de su pueblo. Pocas personas en su lugar se movían por Madrid con la soltura que se movía él. Por aquellos días se hospedaba en San Marcos, un hostal ubicado en la calle del mismo nombre, donde se hospedaban la mayoría de los ciegos que iban de paso a la capital de España por estar próximo a la Delegación de la ONCE. Aquel día cogió sus cupones y salió del hostal a la hora de todos los días con destino al Paseo de Recoletos donde tenía que hacerse árbol hasta las tantas de la tarde frente al Café Gijón. Era verano y aunque fuera para ir a trabajar daba gloria andar por la calle. Empezó el trayecto como Dios manda: no levantando un pie hasta que no asentara el otro, siguiendo el ¡tac, tac! de sus zapatos al ¡pom, pom! de su bastón, pero nada más dejar San Marcos y entrar en la calle Barbieri aceleró el paso y el ¡tac, tac! de sus zapatos se adelantó al ¡pom, pom! de su bastón. Por Barbieri llegó a Augusto Figueroa sin sufrir percance alguno y al terminar Augusto Figueroa cruzó Barquillo. Se detuvo a desayunar en Riofrío, una cafetería ubicada en la calle Prim esquina con Barquillo. Al salir cruzó Prim con precaución: era paso obligado de muchos ciegos. De nuevo en Barquillo cogió la acera de la derecha y volvió a embalarse.
Caminaba a tal velocidad, con tal soltura que sólo se oía el ¡tac, tac! de sus zapatos; el bastón se quedó sin tiempo para alcanzar el suelo y repetir su ¡pom, pom! Salvó una farola a la izquierda sin rozarla siquiera, rodeó dos papeleras a la derecha con toda naturalidad, esquivó a cuantas personas venían de frente como si las viera, pero a punto de alcanzar la esquina con Almirante, ¡pumba!, se chocó con la cabeza de alguien que medio agachado en el centro de la acera se sacudía el pantalón con las manos. ?¡Qué barbaridad! ¿Pero dónde demonios tendrán los ojos? ?pensó Basilio mientras abría la boca para preguntárselo en singular, con la mala intención de sacarle los colores, de ponerlo en ridículo - Nada me extraña que les dure la vista toda la vida-. Los usan tan poco que ni viviendo cien años se les acaba. Pero el hombre se replegó sobre la pared asustado, le pidió perdón en un susurro, y Basilio cerró la boca sin decir ni pío y siguió adelante. Dobló pues la esquina y entró en la calle Almirante. A pocos metros dos hombres hablaban de alguien que acababa de nacer, de algo que les había dejado sin sangre, que era un peligro para cualquiera, pero a aquellas frases cogidas al vuelo le encontraría sentido después, de momento dio unos pasos más, bajó el bordillo para cambiar de acera y ¡zuuummmuuummmuuummmuuummmuuummmuuummmuuummm!? ¡bumm!, salió rodando por un terraplén y aterrizó sin bastón, sin gafas, sin cupones, boca abajo y abrazado a algo que le trajo a la memoria el recuerdo de una tubería. Se incorporó de un respingo, pero sin atreverse a poner en pie. ¿Dónde demonios se había metido? Una obra no podía ser. El día anterior había pasado por allí a última hora y todo estaba perfectamente. Por la noche al terminar el sorteo en la delegación nadie había dicho nada. Por aquellos días, cuando se iniciaban obras en cualquier zona de Madrid, los encargados de las obras a veces, a veces el ayuntamiento, tenían la encomiable costumbre de comunicárselo al delegado de la ONCE. Éste daba instrucciones para que al terminar el sorteo el empleado de turno cogiera el micrófono y lo dijera, para que al día siguiente lo tuvieran en cuenta los vendedores de la zona. Claro que aquello no era una ley de obligado cumplimiento, era un detalle, mejor dicho, un detallazo que cualquiera podía dejar de tener, pero era raro tratándose, como se trataba, de una calle a espaldas de la delegación precisamente. Una serenata de pasos acelerados le volvió en sí antes de llegar a una conclusión.
-¡Tranquilo, tranquilo! -gritaba un hombre- No se mueva, que ya vamos!. -¡Tranquilo, tranquilo!?gritaba otro- No SE MUEVA, QUE YA VAMOS!. Basilio era incapaz de entender nada. ¿Dónde demonios se había caído? ¿Qué peligros tenía alrededor? ¿Por qué tanto empeño en que no se moviera? Llegaron los dos hombres.
-¡Tranquilo, tranquilo! -gritaban- No se mueva!.
Cogiéndolo uno por cada brazo lo pusieron en pie.
-¿Se ha hecho daño? ¿Le duele algo? ¡No se mueva, por favor, no se mueva!? La crisma no parecía que se le hubiera roto, los brazos, tampoco, pero las "patas" no lo sabía, los hombres lo cogieron en volandas con tal fuerza que no le dejaron dar un paso para comprobar si podía andar o no. Empezaron
a subir y por las dificultades que los hombres tenían para respirar Basilio dedujo que se trataba del mismo terraplén que él había bajado con tanta facilidad.
-¿Qué coños es esto? -preguntó molesto, enfadado, con ganas de liarse a patadas aunque no sabía con quién. Pero en lugar de los hombres le respondió alguien que se asomó al terraplén y dijo en un gruñido:
-No, si esto no es una obra que urge, como dicen, esto es un mataciegos, y hasta que no palme alguno, no se quedan a gusto.
Basilio reconoció la voz de aquel hijo de puta con el que acababa de chocarse, y encomendándose al mismísimo diablo, vomitó el veneno que se le había quedado en el estómago.
-¡Cabrón! ¿Es que no has podido avisarme? Antes te perdoné porque traía dormidas las malas pulgas, pero por mis muertos que ahora te mato vivo. ¡Vaya si te mato! ? Entonces el hombre que lo llevaba cogido por el brazo izquierdo se lo apretó, bajó la voz, y como en secreto, le dijo: ?Cállese, por favor, no le diga nada, es otro ciego que acabamos de sacar ahora mismo y está que bufa?. Y Basilio volvió a perdonarle pues si de algo estaba seguro era de que a un ciego nadie podía exigirle ver.
Si hasta aquí -por esas casualidades de la vida- llegara el autor de este relato y se encontrara con él, quiero decirle que si en lugar de su nombre consta el de Autor Desconocido, es porque no tengo ni idea de cuándo ni quién me lo hizo llegar y mucho menos quién era el padre de la criatura para haber contactado con él, solicitarle el correspondiente permiso y que figurara su nombre como Dios manda y la Iglesia nos enseña.