Un día, mi muy estimado amigo Ximo González compartió en Literbraille, un grupo sobre literatura de whapsapp, un artículo escrito por Espido Freire sobre Mª Dolores López, una mujer ciega que vivió en el siglo XVIII y que fue condenada por la Inquisición de la que yo no tenía ni la más remota idea de su existencia. NO era el caso de algunos miembros del grupo que, además, informaron de que Marcelino Menéndez Pelayo en su obra Historia de los heterodoxos españoles y el nunca bien ponderado Maestro ciego Jesús Montoro Martínez en su enciclopédica obra Los ciegos en la Historia, hablaban de este increíble personaje del que, no me extraña que se hayan escrito algunas novelas. Busqué los textos correspondientes, y aquí los presento por orden cronológico para que cada uno extraiga sus propias conclusiones, juzgue y condene a quien estime oportuno.
I. Historia de los heterodoxos españoles
Marcelino Menéndez Pelayo
Más singular y no menos ruidoso caso fue el de la beata Dolores, relajada en un auto de fe de Sevilla en 24 de agosto de 1781, y de quien el vulgo afirma que fue condenada por bruja, arrojándose algunos viajeros de extrañas tierras a forjar novelescas historias, hasta suponerla joven y hermosa. Todos estos accidentes no están mal calculados para excitar la conmiseración; lástima que sean todos falsos, ya que la beata Dolores no era bruja, sino mujer iluminada, secuaz teórica y práctica del molinosismo, bestialmente desordenada en costumbres so capa de santidad, y eso que por su belleza no podía excitar grandes pasiones, puesto que, además de ciega, era negrísima, repugnante y más horrenda que la vieja Cañizares del Coloquio de los perros. Latour ha referido muy bien y con muchos detalles su proceso; yo extractaré lo que él dijo, confirmado en todo por la tradición oral de los sevillanos.
Aunque nacida de cristianos y honrados padres, María de los Dolores López mostró, muy desde niña, genio indómito y perversísimas inclinaciones. A los doce años huyó de la casa paterna para vivir amancebada con su confesor, que cuatro años después, a la hora de la muerte, asediado por los terrores de su conciencia, pedía por misericordia que quitasen de su lado a la cieguecita.
Su misma ceguera, unida a un entendimiento muy despierto, aunque, hábil sólo para el mal, le daba cierto prestigio fantástico entre la muchedumbre, que no acertaba a comprender cómo Dolores veía y adivinaba muchas cosas sin el auxilio de los ojos.
Arrojada del convento de Carmelitas de Nuestra Señora de Belén, en el cual pretendió entrar de organista, pasó a Marchena, donde tomó el hábito de beata, que conservó toda su vida. Desde entonces fue en aumento la fama de su santidad y de los especiales favores divinos que había recibido; llamaba al Niño Jesús el tiñosito, tenía largas conversaciones con su ángel custodio y acabó por pervertir en Lucena a otro de sus confesores, como había pervertido al primero.
Encarcelado el confesor y recluido luego en un monasterio lejano y de rígida observancia, volvió a Sevilla la beata, perseverando por doce años en la misma escandalosa vida, hasta que uno de sus confesores la delató y se delató a sí mismo en julio de 1779, viniendo a confirmar sus acusaciones el testimonio de muchos vecinos de la fingida santa.
El proceso duró dos años, porque la beata estuvo pertinacísima en no confesarse culpable, sosteniendo, por el contrario, que había sido favorecida desde los cuatro años con singularísimos dones espirituales, aprendiendo a leer y escribir sin que nadie la enseñase, manteniendo continuo y familiar trato con Nuestra Señora, libertando millones de almas del purgatorio y habiéndose desposado en el cielo con el Niño Jesús, siendo testigo San José y San Agustín. Todo en premio de las flagelaciones y martirios corporales que voluntariamente se imponía.
En vano se la sorprendía en las más groseras contradicciones; en vano agotaron sus esfuerzos por convertirla los más sabios teólogos y misioneros del tiempo, entre ellos el mismo Fr. Diego de Cádiz, que la predicó sin intermisión durante dos meses, retirándose al cabo convencido de que aquella mujer tenía en el cuerpo el demonio molinosista. Ni el temor de los castigos inminentes y aun de la hoguera, ni el desconsuelo y la deshonra de su familia bastaron a torcerla ni a conseguir que dudase un momento. Dijo que moriría mártir, pero que a los tres días mostraría Dios su inocencia y la verdad de sus revelaciones y la sabiduría de sus discursos, como así se lo había anunciado el mismo Dios en visión real.
Algunos la juzgaban poseída y frenética, y ella procuró hacer actos de verdadera energúmena para salvarse por tal medio; pero así y todo, fue relajada al brazo seglar en 22 de agosto. Oyó la sentencia sin conmoción ni asombro ni muestras de pesar, temor o arrepentimiento. En los tres días que pasó en la capilla continuaron visitándola y exhortándola los teólogos y el mismo gobernador eclesiástico de la diócesis; pero ni aun tuvieron persuasión bastante para hacer que se confesase.
La beata salió al auto con escapulario blanco y coroza de llamas y diablos pintados, que aumentaban el horror de su extraña figura. Un fraile mínimo que iba cerca de ella, el P. Francisco Javier González, exhortaba a los circunstantes a que pidiesen a Dios por la conversión de aquella endurecida pecadora. Por todas partes sonaron oraciones y lamentos; sólo la beata permanecía impasible, contribuyendo su ceguera a lo inmutable de su fisonomía.
Acabada la lectura del proceso, subió al púlpito el P. Teodomiro Díaz de la Vega, del Oratorio, famoso en Sevilla por su piedad y ejercicios espirituales, e hizo breve plática al pueblo, mostrando la clemencia del Santo Oficio e implorando de nuevo las oraciones de los asistentes para que Dios se apiadase de aquella desventurada, moviendo su endurecido corazón a penitencia.
Hubo que amordazar a la beata para que no blasfemase y el P. Vega llegó a amenazarla con el crucifijo. Y no parece sino que esta sublime cólera labró de improviso en aquel árido espíritu, porque vióse a la beata prorrumpir súbitamente en lágrimas y, apenas llegada a la plaza de San Francisco, pedir confesión en altas voces, lo cual mitigó el rigor de la pena y dilató algunas horas el suplicio. Murió con muestras de sincero arrepentimiento, pidiendo a todos perdón por los malos ejemplos de su vida. Fue ahorcada y después entregado su cadáver a las llamas. El pueblo la tenía por hechicera y afirmaba que ponía huevos mediante pacto diabólico y extraños brebages.
II. Los ciegos en la Historia (vol. II)
Jesús Montoro Martínez
M.a DOLORES LÓPEZ (1742-1781)
Así como a lo largo de la historia no todas las celebridades que han pasado a la posteridad son merecedoras de elogio por sus loables acciones o por su beneficiosa aportación a la humanidad en cualquier rama del saber, habiendo individuos a los que se les recuerda tristemente por la nefasta influencia que tuvieron durante su vida, tampoco todos los ciegos, humanos al fin, han sido acreedores a la admiración de sus coetáneos, ni su ejemplo es digno de imitar por sus compañeros. Insertamos aquí la vida de M.a Dolores López, mujer ciega de vida azarosa, casi novelesca, que, a no ser por el testimonio de Menéndez y Pelayo, podríamos calificar de legendaria.
En el capítulo IV del Libro VI de la obra «Historia de los heterodoxos españoles», del citado polígrafo español, se narra el ruidoso caso de la beata M.a Dolores López, relatado en un auto de fe celebrado en Sevilla el día 24 de agosto de 1781 y de quien el vulgo afirmaba que fue condenada por bruja.
M.a Dolores López nació el año 1742, miembro de una familia residente en Sevilla, perteneciente a la clase media, que disfrutaba de una desahogada posición, merced a su trabajo y que era muy respetada en la ciudad. La niña vino al mundo ciega y sus padres, fervorosos cristianos, una vez repuestos de su natural congoja por la desgracia que Dios les había enviado, acataron resignadamente su voluntad, proponiéndose educar a su hija cristianamente, y encargando de su instrucción a las monjas terciarias, que regentaban la escuela de Pozo Santo, fundada por ellas en el año 1666.
La niña poseía un genio vivo, prodigiosa memoria y facilidad de comprensión, aprendiendo rápidamente cuantas enseñanzas se impartían a los ciegos en aquella institución, dominando el órgano, el laúd y la guitarra. Asistía devotamente a todas las ceremonias del culto y se la consideraba una niña muy fervorosa, aunque, como después veremos, era maestra en la hipocresía y el disimulo, a pesar de su corta edad. Algunos autores afirman que mostró desde niña genio indómito y perversas inclinaciones, pero cuesta trabajo creerlo, porque, de ser ciertas tales cualidades, no habría mostrado interés en aprender y habría preferido mendigar, puesto que con semejantes aptitudes tenía un halagüeño porvenir en la «Corte de los Milagros».
A los doce años de edad huyó de la casa paterna para vivir amancebada con su confesor, quien, cuatro años después, a la hora de su muerte, asediado por los remordimientos de su conciencia, pedía por misericordia que apartasen de su lado a la joven. ¿Cómo una niña de doce años, que apenas se había desarrollado, pudo seducir a un sacerdote y ser su amante durante cuatro años? No es fácilmente admisible este hecho, aunque en las cálidas tierras del Sur de España sean prematuramente ardientes y muy desenvueltas las adolescentes.
Su ceguera, unida a una clara inteligencia para tratar con todo el mundo sobre cualquier tema, crearon a su alrededor una misteriosa aureola, sorprendiendo a cuantos.la conocían, pues poseía una feliz memoria para reconocer las voces de las personas con las que hablaba y tenía un buen sentido de la orientación, que le permitía andar sola sin tropezar y adivinaba muchas cosas por intuición o por su agudo sentido común.
Pretendió entrar de organista en el convento sevillano de Carmelitas de Nuestra Señora de Belén, pero no fue admitida; quizás, porque conocían su poco ejemplar comportamiento. Entonces abandonó la ciudad, donde estaba desprestigiada, y se fue a Marchena (pueblo sevillano), donde tomó el hábito de beata, que ya conservaría toda su vida.
A los veinte años de edad comenzó a crearse a su alrededor una fama de santidad que fue en aumento, publicando ella misma los especiales favores divinos que había recibido. Llamaba al niño Jesús el Tiñosito, tenía largas conversaciones con su ángel custodio, y acabó por convencer y seducir en Lucena (Córdoba) a otro de sus confesores, que fue encarcelado y recluido en un monasterio lejano de rígida observancia.
Que una mujer en plena juventud seduzca a un hombre es fácil, aunque éste sea fraile; no obstante, es lamentable comprobar la parcialidad de los autores al juzgar el caso de la ciega M.a Dolores López, pues sobre ella cargan toda la responsabilidad de las caídas propias y ajenas. Marcelino Menéndez y Pelayo, resumiendo el sentir de los católicos, escribe:
«Arrojándose algunos viajeros de extrañas tierras a forjar novelescas historias, hasta suponer a M.a Dolores joven y hermosa, caritativa y otras bellas cualidades, accidentes todos ellos calculados para excitar la conmiseración, es preciso aclarar que no poseía belleza física ni moral, siendo lástima que sean falsos cuantos elogios se hicieron de ella; ya que la beata Dolores no era bruja, sino mujer iluminada, secuaz, teórica y práctica del molinismo, bestialmente desordenada en costumbres, so capa de santidad, y eso que por su belleza no podía excitar grandes pasiones, puesto que, además de ciega, era negrísima, repugnante y más horrenda que la vieja Cañizares de "El coloquio de los perros", de Miguel de Cervantes».
Ya sabemos que suceden cosas inexplicables con la razón, pero ¿cómo una ciega tan repulsiva pudo tentar hasta hacer pecar a dos confesores? Algún atractivo tendría aquella joven. Nadie le impedía ser una mujer pública y amancebarse con un ciego. ¿Por qué escogió el camino más peligroso para satisfacer sus apetitos, si el Santo Oficio era en Sevilla donde venía actuando con más rigor? Quizás, por miedo de las gentes a la Inquisición no se han divulgado muchos datos biográficos de esta invidente, quien, sin duda alguna, fue una hereje, pero con portentosas facultades de seducción. Si alguna virtud tenía Dolores, todo el pueblo trató de olvidarla al ser condenada y ajusticiada; rivalizando cada vecino en poner de relieve su inmoralidad, sus vicios, su vida licenciosa y sus ideas nada religiosas; de esta forma, quienes así hablaban contra la mujer ciega, estaban libres de sospecha de ser como ella, herejes, y de recibir el castigo del Santo Oficio.
Se estableció la beata en Sevilla, donde durante doce años perseveróen la misma escandalosa vida, asegurando unos que estaba alojada en un convento de monjas, con plena libertad de acción; y afirmando otros, que tenía su domicilio propio y se ganaba el sustento a fuerza de ingenio y usando de embaucamientos y astucias. Cobraba por decir oraciones, impetrando el favor divino para sus clientes, fabricaba velas para sus adoradores, bendecía el agua y el aceite, visitaba a enfermos, afirmaba que sanaba dolencias con sólo poner la mano en la parte lastimada y realizaba otras muchas supercherías.
Nuevamente pervirtió a otro de sus confesores, quien, agobiado por sus remordimientos, se delató ante sus superiores y acusó a la ciega de estar posesa y ser la condenación de cuantos la trataban. Era el mes de julio de 1779 cuando esto sucedía, siendo iniciado el proceso contra M.a Dolores López, tomando declaración a todos sus vecinos, quienes abundaron en lo dicho por el fraile que la había denunciado.
El proceso duró dos años, durante los cuales la beata se mantuvo firme en no querer reconocerse culpable de las acusaciones que le hacían, sosteniendo por el contrario, que había sido favorecida desde los cuatro años con singularísimos dones espirituales, manteniendo continuo y filial trato con Nuestra Señora, libertando millones de almas del purgatorio y habiéndose desposado en el cielo con Cristo, siendo testigos San José y San Agustín. El Señor le había concedido todo esto en premio a las flagelaciones, ayunos, penitencias y cilicios corporales que ella se imponía voluntariamente. Además, su ceguera no le había impedido aprender a leer y a escribir sin que nadie le enseñase; lo cual probaba que era una elegida para manifestar las obras de Dios y salvar muchas almas pecadoras.
En vano se le sorprendía en las más groseras contradicciones, siendo inútiles los esfuerzos encaminados a obtener su confesión y arrepentimiento. De nada sirvió el emplear todos los medios para convertirla, agotando sus consejos y paciencia los más sabios misioneros de aquellos tiempos, entre ellos el mismo fray Diego de Cádiz, quien le predicó ininterrumpidamente durante dos meses sin conseguir quebrantar su fortaleza de ánimo, y retirándose al cabo convencido de que aquella mujer tenía el demonio molinista en el cuerpo.
Nadie salió en defensa de la beata, bien porque quien lo hubiera hecho corría el riesgo de ser acusado de hereje o cómplice, bien porque, verdaderamente, aquella mujer era el compendio de todos los vicios, sin virtud alguna. Pero ¿quién la adoctrinó en el molinismo? Afirmaba que el mismo Dios, en una misión real, le había comunicado que moriría mártir, pero que a los tres días mostraría su inocencia y la verdad de sus revelaciones, así como la veracidad de cuanto afirmaba. Tan convencida debía estar de ello, que ni el temor a los inminentes castigos y el miedo a la hoguera, ni el desconsuelo ni el abandono de sus muchos devotos, que hasta entonces le habían tenido por beata, bastaron para doblegarla y en ningún momento vaciló en sus convicciones ni mostró debilidad.
Algunos inquisidores manifestaron sus dudas de que la beata estuviera en su sano juicio, inclinándose a considerarla como una demente poseída del diablo; lo cual fue explotado por ella, haciendo actos de frenética locura para intentar salvarse por este medio. Sin embargo, podía librarse de la fatal condena con recursos más sencillos; mas ¿por qué no lo hizo?
Se ultimó el proceso y fue relajada al brazo secular de la Iglesia. Se le leyó en voz alta la sentencia, que la beata escuchó sin inmutarse ni asombrarse, mostrándose impasible sobre el espanto de los concurrentes, que esperaban hubiera dado señales de pesar, temor o arrepentimiento.
Durante los tres días que pasó en capilla continuaron visitándola y exhortándole teólogos y otras personas religiosas, entre ellas el mismo gobernador eclesiástico de la diócesis, intentando que se confesara y arrepintiese de sus pecados para morir en gracia de Dios; mas fracasaron en sus intentos de que se retractase.
Se celebró el auto de fe el día 24 de agosto de 1781 en la plaza de San Francisco, en Sevilla, con todo el ceremonial acostumbrado para tales acontecimientos. Ese día, muy de mañana, salió la beata de la cárcel de la Inquisición, llevando escapulario blanco y corona de llamas con diablos pintados; símbolos que aumentaban el horror de su extraña figura. El padre Mínimo Francisco Javier González iba cerca de ella, exhortando a los circunstantes a que pidiesen a Dios por la conversión de aquella endurecida pecadora. Por todas partes se oían oraciones y lamentos, que no llegaban a conmover a Dolores, quien permanecía impasible, con la peculiar inexpresividad que la ceguera daba a su fisonomía.
Acabada la lectura del proceso, subió al pulpito el padre Teodomiro Díaz de la Vega, perteneciente a la Congregación del Oratorio, famoso en Sevilla por su piedad y persuasión en la dirección de ejercicios espirituales, quien hizo breve plática al pueblo, mostrando la clemencia y paciencia del Santo Oficio e implorando de nuevo las oraciones de los asistentes para que Dios se apiadase de aquella desventurada, moviendo su endurecido corazón a penitencia.
Al oír aquello, se enfureció la beata y comenzó a vociferar, diciendo: «¿Clemente el Santo Oficio, cuando ha quemado a miles de personas y yo seré una más, porque no hemos obedecido a sus inicuos manejos ni hemos pensado como el tirano inquisidor deseaba? ¿Empedernida de corazón yo, que a nadie he matado y sólo he hecho el bien a mi prójimo?».
Hubo que amordazar a la mujer para que no siguiera blasfemando y el padre Díaz de la Vega, en un arrebato de sublime cólera, la amenazó con el crucifijo. Entonces se produjo el esperado milagro: «Esta ciega, que no vio la cruz, palideció, vaciló y súbitamente prorrumpió en un llanto desconsolado, pidiendo a voces confesión de sus pecados y, en lugar de morir quemada, fue condenada a la horca. Subió al cadalso dando muestras de sincero arrepentimiento, pidiendo a todos perdón por los malos ejemplos de su vida. Fue ahorcada y después entregado su cadáver a las llamas, siendo arrojadas sus cenizas al río Guadalquivir para que no quedase rastro de una hereje que tanto daño había hecho a las personas ingenuas a las que había convencido -algunas de las cuales le tuvieron por hechicera y aseguraron en el proceso que la ciega había firmado un pacto de sangre con el diablo y que usaba extraños brebajes en sus conjuros.»
Una relación de este proceso, publicada en el año 1820, y una carta dirigida a Jovellanos, escrita por un fraile de Sevilla al día siguiente al auto de fe que comentamos, proporcionaron a Latour los datos precisos para escribir en forma amena y con muchos detalles el proceso de la beata ciega M.a Dolores López, en su interesante obra: «L'Espagne religieuse et littéraire» (París, Michel Levy, 1861, páginas 271 a 303).
Quedan muchos puntos por esclarecer en la biografía de esta célebre ciega, pero su caso es tan singular, que no hemos resistido la tentación de darla a conocer a nuestros lectores, a los que dejamos en la duda -que a nosotros también nos inquieta- de la sinceridad del arrepentimiento de la hereje ciega M." Dolores López, cuya vida presenta muchos hechos extraños.
III. La beata Dolores: ciega y pecadora
ESPIDO FREIRE
Tomado de Campus, suplemento del diario El Mundo. Miércoles 14 de Junio de 2006
No fue la única, pero posiblemente sí una de las más famosas, una de las que alimentó más la leyenda de las brujas, y de los horrores de la Inquisición.
De la beata Dolores se dijo, incluso en Francia, que era una ciega hermosa y joven, y que de haber nacido en otras tierras su sensualidad hubiera sido más apreciada. Pero nació en España, a mediados del siglo XVIII, entre los estertores de la Inquisición.
Sus padres no presentaban taras sospechosas ante los ojos de la Iglesia: eran cristianos viejos, sevillanos, y, como se esperaba de ellos, daban poco de qué hablar, y aceptaban con resignación la ceguera de la pequeña; no había muchas opciones para ella: o la mendicidad, o algún oficio relacionado con la música, o la costura. Pero a los 12 años decidió su suerte: se fugó para amancebarse con su confesor, con el que vivió hasta que tras su muerte, cuatro años más tarde, se quedó sola de nuevo. Dicen que él murió gritando que se la llevaran de su lado y arrepintiéndose de los pecados a los que la ciega le había instigado. No era una situación aislada, como se puede comprobar, ni tampoco una actitud infrecuente: se castigaba a la víctima de una violación por provocar a su atacante, a la barragana por corromper al sacerdote. En la mujer radicaba el pecado. En el hombre, la inocencia y la impulsividad.
¿Fue entonces, privada de su medio de vida, cuando comenzaron sus visiones, y sus profecías? Quizás un poco más tarde, cuando se la expulsó del convento de Carmelitas de Nuestra Señora de Belén, donde había ingresado como organista. Entonces se hizo con un hábito, que sería su vestimenta de por vida, y buscó como pudo un modo de sobrevivir.
Hizo lo que mejor sabía: buscó a otro cura con el que vivir, en este caso su confesor de Lucena, y se creó su propio universo religioso. A las profecías (se decía de ella que podía ver sin ojos) se unían las extravagancias: hablaba sola o con su invisible ángel de la guarda, y tuteaba a la Virgen y al Niño Jesús, al que llamaba el tiñosito. Si hablaba, lo hacía de muy cerca, de manera que podía oler su aliento, y su propia ropa. Debía de ser una mujer impresionante, con sus ojos fijos, su roce constante con la locura y la religión, y un poder de convicción a toda prueba. Decían que preparaba brebajes milagrosos, y que era capaz de poner huevos. Se la consideraba una santa y una bruja, una mujer excepcionalmente sabia, pero peligrosa.
Sin embargo, no sabía ser discreta. Su segundo amante fue encarcelado, acusado de costumbres escandalosas, y enviado después a un convento fuera de la provincia, casi una prisión, por lo rígido de sus normas. Dentro de lo malo, no salieron mal librados; ella regresó a Sevilla, y no varió demasiado su comportamiento. Durante 12 años más continuó escandalizando al mismo pueblo que luego la mantenía con sus regalos, y condenada como una bestia sensual por los mismos sacerdotes que luego compartían su cama.
En julio de 1779, uno de esos confesores, acosado, la delató a la Inquisición, y de esa manera aligeró un poco su propia confesión. Sus vecinos testimoniaron en masa contra ella. No debía tener más de 30 años, y las descripciones de los Autos insisten en su maldad, y en su fealdad casi repugnante: la describen como morena hasta el exceso, como era entonces costumbre de mostrar al diablo. ¿Por qué entonces el pueblo la recordaba hermosa e irresistible?
La torturaron durante dos años, y no consiguieron que flaqueara. Nunca reconoció la menor traza de culpa, ni de pecado. Su defensa se basaba en el hecho de que, desde los cuatro años, el cielo la había favorecido con poderes especiales, y que eso le había permitido aprender a leer y escribir por sí misma.
Que a cambio de su ceguera, pero también de las flagelaciones, los ayunos, y todas las privaciones a las que se sometía, la Virgen María había accedido a ser su amiga, y la visitaba todos los días. Que entre ambas habían liberado a millones de almas de los sufrimientos del Purgatorio. Y que se había casado en el cielo con el Niño Jesús, con San José y San Agustín como padrinos.
La acusación más grave que pesaba sobre ella era la de seguir la doctrina molinosista: un siglo antes, Miguel de Molinos, un clérigo muy influido por las prácticas orientales, había hablado de la abolición de la voluntad como un modo de llegar a la perfección espiritual. Esa teoría se consideraba una herejía que permitía todo tipo de desenfreno. Con la beata Dolores la Inquisición hizo lo que pudo; alternaron las torturas con las charlas de teólogos. Fray Diego de Cádiz, un capuchino del que se decía que podía competir en elocuencia con San Pablo, se dedicó a ella durante dos meses, sin interrupción. Pero aquel hombre que llevaba al llanto a 40.000 personas en un sermón abierto no pudo con ella, que cuestionaba cada una de sus preguntas y de sus teorías.
La amenazaron con torturas aún peores, y con la deshonra de la familia. Contestó que no tenía miedo y que le importaba poco su familia, cosa que posiblemente era una gran verdad. El día 22 de agosto de 1781 fue condenada. Relajada al brazo seglar, era el término correcto. No pareció afectarle. Los dos días que le quedaron de vida los pasó encerrada en una capilla, indiferente a los consejos y amenazas del gobernador eclesiástico de la diócesis. Se negó a dar su brazo a torcer o a confesarse.
Se la llevaron vestida de blanco. Junto a ella, un fraile rogaba a quienes la miraban que rezaran por su alma y por el perdón. Leyeron el proceso, y otro padre famoso, Teodomiro Díaz de la Vega, del Oratorio de San Felipe Neri, sermoneó al pueblo, para que vieran la piedad de la Inquisición y sus esfuerzos por llevar a mujeres como aquella por el buen camino. En ese momento, ella comenzó a blasfemar. Hasta entonces, había permanecido en silencio. El padre Vega la amenazó con el crucifijo, y gritó más alto que ella.
Entonces, se quebró. Comenzó a llorar, y cuando llegó a la plaza de San Francisco, donde se alzaba la hoguera, pedía a gritos la confesión. Con eso ganó unas pocas horas, y consiguió una rebaja de la tortura: la horca (1) en lugar de la hoguera. Dicen que murió sinceramente arrepentida, pidiendo perdón por su propia vida. Cuando la descolgaron de la horca, entregaron su cadáver a las llamas.
(1) Nota de BMA: No fue ahorcada, sino muerta por Garrote Vil. Vease Alejandre, Juan Antonio Andalucía en la Historia nº 8