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  De la Pólvora al Braille (Antonio Soto Galán)
 

 

 

De la pólvora al braille

Antonio Soto Galán

Mi nombre es Antonio Soto Galán. Nací el 13 de junio de 1925. ¡Buen día, buen año! cumpliré 88 años dentro de muy poco, el 13 del 6 del 2013. Estoy ¡bastante bien! Sé, de buena tinta, que mis hijos, tengo dos, me están preparando una fiesta grande, acorde con mi provecta edad. Y, también sé que me van a regalar ¡una máquina perkins! Es un regalo que ansío con toda el alma. Quiero escribir muchas cosas, de ayer y de hoy. Soy músico, y el leer mis canciones y plasmar todo lo que tengo en mi interior que bulle, me hace sentir algo parecido a la impaciencia. Mi cabeza, todavía, funciona medianamente. Mi cuerpo tiene algún achaque pero ¡todo es normal a esta edad! Muchas cosas he vivido. Muchas historias podría contar, y ¿por dónde empiezo? Pues voy a hacerlo por esta recta final que transito, no menos dura que las anteriores pero que recorro con afán y, por qué no decirlo, sin ambición.

Vivo con mi esposa. Desde hace 15 años, a consecuencia de un ictus, está imposibilitada; no se mueve, no habla. ¿Hasta qué punto es consciente de su situación?

No se sabe; solo espero que no sufra demasiado. Yo me encargo de su cuidado: la limpio, la alimento, la acaricio, le hablo y le canto y le cuento todo. La quiero.

Cuando hace tres años empecé a perder la vista, ¡me angustié muchísimo! Tuve miedo de no poderla atender. Pero cuando llegó ese momento fatal donde ya no veía los nombres de los medicamentos, ¡horror! Se me vino encima toda la impotencia de la humanidad junta. ¿qué hacer? Yo notaba que en las cajas de las medicinas había unos puntitos que a mi entender podría ser lo que los ciegos utilizaban para leer, el braille. ¡pero yo no era ciego! ¡mentira infinita!

Me había quedado ciego y no lo admitía. Pero ella estaba allí, ella si que estaba impotente y desvalida y yo quería seguirla atendiendo. ¿qué hice? Pues aprender braille, en la once. Sí. Fue un milagro el día que mis dedos pudieron leer: "ibuprofeno" "omeprazol" y así no darle una pastilla por otra o colocarlas por orden alfabético y ¡que nadie me las mueva! Lloré. ¡a lágrimam viva! Así, como una criatura lloré emocionado. Entonces emergieron recuerdos de mi nfancia sumergidos por desventurados.

1936. Once años tenía cuando comenzó la guerra civil. Vivía en Madrid, en la calle Serrano 19. Mi padre era el portero de la finca. Una finca elegantísima.

Mi padre vestía de uniforme y a los tres, tenía dos hermanos más pequeños que yo, nos parecía que era capitán general. No carecíamos de casi nada, por lo menos al principio, pero a esa edad se le suele sacar partido a la miseria, así es de inocente la inconsciencia. Digo esto porque los chavales de la zona descubrimos que las balas de los fusiles de asalto, podían ser nuestros juguetes. Las buscábamos y tras golpearlas contra una farola obteníamos el balín del que extraíamos la pólvora que era como un azúcar muy moreno, unos granitos diminutos. Con ella, sobre un banco de madera de los de la calle, comenzaba el juego. Sorteábamos quien comenzaba a digujar algo con los dedos, un paisaje, un animal, letras... que el resto tenía que adivinar con los ojos vendados, una vez hecho el dibujo y prendida la pólvora, que quedaba como en bajorrelieve. El que acertaba pasaba a ser quien dibujaba lo siguiente.

Pero ¡ay! del que no acertaba nunca. A ese se le fusilaba. Le colocábamos junto a la farola y con los trozos de las balas, siempre con los ojos vendados, tirábamos a ver quien acertaba, a darle. Nos divertíamos mucho. Pero un día, un día que no he olvidado, y que ahora viene, viene, con más frecuencia de lo que yo quisiera.

A un chaval pequeño, de unos cinco años, le saltó la pólvora a los ojos y quedó ciego. Ciego de verdad. Él no veía cuando se quitaba la cinta. Pero eso no fue óbice para que siguiéramos jugando. Sí; y además, ahora le enseñábamos, muy ufanos, las letras. Nunca le fusilábamos porque no acertara el dibujo.

¿Qué habrá sido de él? ¿le habrá salvado Luis Braille como a mí? Porque a mí me salvó gracias a su código de lecto-escritura. Yo hoy no solo sigo cuidando a mi esposa, sino que como soy músico, leo mis partituras. Hago mis notas. Apunto mis congelados y me siento agradecido. Mucho. No soy desgraciado. Y a pesar de que sigue habiendo pólvora en mis recuerdos, mis dedos:

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