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  La Cueva, Fragmento, Obra Inédita (José Amando Ruiz "Jose Ruivari")
 

 

 

La Cueva (Fragmento)

(Obra inédita)

José Amando Ruiz ("Jose Ruivari")

Esa noche los compañeros de clase me invitaron a "su nuevo espectáculo". El invento o la diversión había nacido de las mentes de Frank, Andrew, Albert y otros advenedizos (de los que jamás formarían parte de la elite de "la Secreta Sociedad") Al parecer el espectáculo funcionaba desde los días en los que estuve ingresado en la enfermería. Pues bien, Frank y los suyos organizaban "carreras de caballos" en las pistas de atletismo. El requisito primordial para competir era que el "caballo" fuera ciego total. Según "los promotores", encontraron muchos problemas a la hora de reclutar aspirantes a tan singular prueba seudo-deportiva. Los que reunían la condición de ceguera total o pertenecían a la Secreta" "Sociedad o padecían patologías laterales que les impedían participar en las carreras. El "caballo" transportaba en las costillas al jinete vidente, el cual le guiaba pista adelante en competencia con otros jinetes. Aparte de la angostura del trazado, las dificultades aumentaban de grado al regresar a la meta por la pista paralela.

Esa noche participarían en la prueba 6 jinetes y sus respectivas cabalgaduras. El recorrido era de unos 200 metros en total. A falta de aspirantes a "pura sangre", Andrew cargaba con Albert, en tanto que Mark, un nuevo miembro de la cofradía, se inscribió como "mulo" y cargaría con el pequeño Jimmy. Frank que ejercía de director de carrera se negó a admitir que "un pedazo de animal tan grande cabalgase a lomos de una yegua recién preñada, como era el caso de Jimmy". ¡Dónde se había visto que el jinete fuera mucho más grande y fornido que su caballo! La "organización" decidió que Andrew y Mark participasen en igualdad de condiciones, esto es, con los ojos vendados. Lo que si en rigor la apostilla era justa, el handicap en el caso de Mark residía en el escaso resto visual de su jockey.

-Lo que pierdes en vista en el caso de Jimmy, lo ganas en peso. Jimmy es el más bajo y el más flaquito -zanjó Frank.

-Pero no ve ni torta, joder.

-Las normas son las normas. Se admiten apuestas -gritó Frank, voz en cuello.

-Cien por Jimmy.

-Cincuenta en favor de Albert.

-Cinco a que gana Ralf.

El inefable Lizard se sumó al festival (¡Cómo no!), encargándose de arbitrar en la pista de carreras.

-Digo. Está prohibido morder, soltar patadas a destiempo, agarrar a los contrarios, atajar por encima de los setos. Queda prohibido tajantemente, y será descalificado, el competidor que eche pie a tierra, que remolque a su acémila, que pierda la venda, que pazca los setos mientras se compite. Si un caballo es derribado y el animal que lo cabalga cae a tierra, que se fastidie. El menos burro de los dos podrá continuar en liza. Eso, sí, sin recibir ayuda de su dueño. Está permitido orientar a los caballos mediante el uso de palmadas a principio y final de cada tramo de pista. ¿Están todos en sus puestos? ¡Preparados! ¡Listos! Eh, tú, el del caballo con gafas de culo de vaso. Te advierto a tí, grandísimo cochino. Está terminantemente prohibido impulsarse con el tubo de escape, ¿entiendes? Lo advierto por los pedos que acabas de endilgarnos, ¿vale?

-Eso es injusto. Hoy hemos comido judías con chorizo.

-Buen combustible, a fe mía. ¡Vive Dios que sí! -celebró Lizard disparando una tormenta de cuescos con redoble.

-¿Y eso, qué? ¡Pedazo de guarro!

-Alto ahí, que yo no compito, carajo. Si vuelves a increpar al director de escena, te descalifico, por rebuznar a destiempo.

-¡Jimmy, deja de morderme en el pelo o te suelto un guantazo! -gruñó Mark.

-A sus puestos. ¡Hala, a correr se ha dicho! ¡Alehooop!

Los jinetes lanzaron sus cabalgaduras pista adelante a galope tendido. En el intento de ganar la posición, jinetes y caballos comenzaron a repartir guantazos y empujones a diestro y siniestro. El primero en embocar la pista fue Mark, espoleado por Jimy. Pero éste le obligó a cambiar de rumbo y se estamparon contra los setos de boj.

-¡A la derecha!

-¡A la izquierda!

Mark trató de recuperar la posición dirigiéndose a la izquierda, lo que le hizo chocar con otro competidor, el cual a su vez empujó a Andrew desviándole de la trayectoria. Llegando por detrás, el gigantón Ralf embistió a las tres primeras cabalgaduras disparando a Mark y Jimmy de nuevo contra los parapetos de boj.

-¡A la derecha!

-¡Cuidado con el burro carcelario! Está prohibido morder, coño! Esto es una carrera, no una pelea de perros.

El gigantón Ralf perdió el rumbo, trastabilló, se fue de bruces al piso y arrastró en la caída a su ginete y a otro competidor. Sin tiempo para evitar el obstáculo, las dos monturas rezagadas corrieron la misma suerte, produciéndose un tremendo revoltijo de jinetes y caballos. Sólo se libraron de la montonera Albert y Jimmy que cabalgaban a Andrew y a Mark y que corrían en dirección al final de la pista. En el campo de fútbol girarían hacia la derecha para embocar la pista paralela hasta la meta. Los gritos y aplausos de los que estaban en la cancha de fútbol, desconcertaron al pobre Jimmy que daba órdenes contradictorias a su cabalgadura. De repente, tropezaron en el seto de la izquierda, después en el de la derecha, hasta que en uno de los cambios de trayectoria atropellaron a Andrew y a Albert.

-¡Hale, hale! ¡Vamos Jimmy, que tú ganas! -aulló Frank al intrépido jockey, informado de los acontecimientos por Bernard o por mí.

-¡Fuera, capullo, retírate del camino! -vociferó Albert.

-¿Dónde estamos, Jimmy de mierda! -rugió Mark.

-a la izquierda. No, a la derecha, a la derecha. Rápido.

En la montonera, al fin Ralf logró zafarse de los que le habían caído encima, se puso en pie y remprendió la carrera en solitario, jaleado por los de la cancha de fútbol.

-¡Animo, Ralf! ¡Viva el burro más burro! ¡Arriba las acémilas unidas!

Al final de la pista, en la cancha de fútbol, al girar a la derecha a fin de embocar la pista paralela, Albert intentó tomar la delantera a Mark y a Jimmy por el lado izquierdo. A su vez, Jimmy ordenó a Mark que girase en redondo, y las dos cabalgaduras chocaron de nuevo y fueron a estrellarse en el seto del costado derecho. De improviso, sin mediar palabra, Albert le soltó un guantazo a Jimmy.

-¡Joder, que sopapo le ha metido Albert a Jimmy!

-¡Gilipollas!

Nadie lo hubiera imaginado, pero así fue. Jimmy metió un alarido y le reventó a Albert un par de manotazos de ida y vuelta.

-¡Toma y toma, desgraciado!

Los lentes de Albert volaron por el aire, mientras los dos caballos comenzaron a propinarse empujones, codazos y pateaduras, apalancados en el seto.

-¡Hijo de perra!

-¡Te voy a romper la cara, desgraciado!

-Me has tirado las gafas, cabrón.

-¡Cuidado! ¡Ralf, Ralf!

Un terrorífico "cotoclof" resonó en sordas sinuosidades sobre los chillidos, las carcajadas y los improperios. Visto y no visto. El pequeño Jimmy aterrizó de cabeza en los grijos del campo de fútbol. Albert traspasó el seto de parte a parte. Los dos caballos salieron proyectados contra los espectadores.

-¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido ese golpe? -inquirió Frank.

Pendientes de la trifulca que protagonizaban los cuatro perdularios, nos olvidamos del gigantón Ralf que galopaba a todo dar como un torpedo y arremetió contra todo lo que se le puso por delante, provocando el tremendo desastre.

-¿Qué coño pasa? -se desgañitaba Frank, abandonado en su puesto de director de carrera.

Cuando Bernard, Lizard y yo nos acercamos, Jimmy lloriqueaba tirado en un charco delodo, hecho un pingajo y sin los lentes. Albert rastreaba con pies y manos buscando sus antiparras entre los setos de boj. Andrew y Mark intercambiaban insultos y trompadas acusándose mutuamente de haber provocado el desastre. En cuanto al gigantón Ralf, ajeno al bochinche, incrustado en el seto, rastreaba en vano con los zapatos intentando localizar las gafas oscuras que el mismo acababa de triturar.

Alguien gritó:

-¡Cuidado, que viene Beewilder!

El rumor se extendió como un reguero de malos presagios entre los circunstantes. Tal que si obedeciésemos a la misma orden, todos pusimos caras de circunstancias, como si nada hubiese ocurrido.

-¿Qué pasa aquí?

Nos envolvió en una mirada aviesa, henchido de placer por el exquisito guisado de idiotas que pensaba tragarse.

-¿A ti qué te ocurre, eh? Anda, anda, deja de rastrear con los zapatos. Ahí, ahí están las gafas. ¿Quién te las ha roto, eh? -le indicaba a Ralf-. ¡Qué desastre, válgame Dios!

Cuando me localizó entre la concurrencia agrandó los ojos de pulga, me echó una mirada asesina y puso una cara de idiota que daba grima.

-No ha sido nada - le tranquilizó Lizard en tonillo socarrón.

-¿Nada? Donde estéis vosotros dos siempre habrá problemas. ¿De quién son estos trozos de gafas hechas migas? ¿Y estas otras? ¿Qué te ocurre a ti? ¿Por qué estás llorando? -se dirigió a Jimmy-. ¿Qué buscas? ¿Son tuyos estos lentes de culo de vaso? Límpiate la chaqueta y el pantalón, que te los has puesto llenos de mierda. Y deja de llorar, coño. Pareces una nena.

Empezó a pasear entre los estudiantes, envuelto en el aire de chulería que amparaba más en su cargo que en su talla.

-Estábamos organizando carreras; uno de ellos ha tropezado y...

- ¡El que faltaba!

Mi intervención le colmó de avieso contento. Se desentendió de los otros y se encaró conmigo.

-¿Qué pasa? ¿Está prohibido echar carreras?

-¡Carreras! Buena carrera es la que llevas tú.

-¿Tiene algún problema conmigo?

Nos habíamos congregado alrededor de una treintena de alumnos en torno al carnero con almorranas. Los demás pusieron pies en polvorosa, por si las moscas. Cuando Beewilder la emprendió conmigo, todos permanecieron callados, a la expectativa.

-¿Problema contigo, dices? Tú eres un problema para todo el colegio, amigo. Me parece que sigues sin aprender la lección, ¿verdad?

-¿Qué lección?

A mis 17 años, bajo ningún concepto iba a permitir que un tipo con hechuras de payaso me tomase como blanco de su estupidez.

-Yo creo que a ti ¿Te gusta dártelas de majadero. Mira, chico, me caes bastante gordo.

-A mí me pasa otro tanto con usted y no lo voy predicando por ahí.

Los dos estábamos frente a frente. El tipo resopló, esbozó una sonrisita y me echó una mirada despreciativa con sus ojos de gusano de cloaca. Era evidente que le podía su mala baba y que estaba decidido a empapelarme. En cuanto a mí, en lugar de agachar la cabeza y retirar la mirada, acepté el reto y le devolví la sonrisa, lo que le sentó a cuerno quemado.

La tensión se palpaba en el aire. Me dije que si intentaba levantarme la mano le rompería la cara a puñetazos. Sin embargo, Lizard se encargó de descargar la tensión, bien que de forma escatológica.

-¡Prrruuuuuuffffff!

-¿Qué ha sido esa marranada? ¿Quién ha sido el cerdo que se ha tirado semejante cuesco?

-Perdón, perdón. Se me ha escapado. las judías con chorizo son las culpables, señor Beewilder -respondió Lizar con naturalidad.

De improviso, surgió una onda de carcajadas que fue aumentando de intensidad a medida que el señor Beewilder remiraba a unos y otros, azorado.

-¡Eres un cerdo, Lizard! ¿Te crees que has hecho gracia?

Ahí ninguno de los concurrentes estaba para atender los requerimientos del cuidador, pues la marea de hilaridad descontrolada lo invadía todo. En vista de que ni dios le hacía caso y que él mismo estaba a punto de romper en hilaridad, se llevó el silbato a la boca y empezó a soplar, en un intento de recuperar su cuestionada autoridad. Sólo que aquello era un coro de desternillados batiéndose en carcajadas y contorsiones.

-Es hora de recogerse. ¡A los dormitorios!

 

 

 
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