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  Paseando por la Ciudad con Todos Mis Sentidos (Eutiquio Cabrerizo)
 
 
 
 
  Paseando por la Ciudad con Todos Mis Sentidos
 
  Eutiquio Cabrerizo
 
Como si fuese la vara de Moisés, la prolongación de mi mano se mueve formando un abanico inclinado hacia adelante, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, mientras hago el recorrido cotidiano desde el principio de la calle peatonal donde trabajo caminando hacia casa.
Al pasar junto a la librería noto la densidad de la tinta impresa a la que huelen los libros nuevos. Unos metros después me envuelve la nebulosa caliente con olor a chocolate y crema que se propaga desde el escaparate de la pastelería. Poco después empieza a oírse el ruido de cucharillas y tazas según voy acercándome a la cafetería donde desayunamos algunos días. Un músico callejero toca una guitarra a la puerta del bar. Está tratando de interpretar Para Elisa, pero debe ser bastante inexperto y se le escapan algunas notas desafinadas. A mi lado discurre el río de los que van en dirección contraria y me van rozando los retales de sus conversaciones descuidadas: La playa del Sardinero era famosa mucho tiempo antes de que Pereda la hiciera famosa con sus obras. Al marmitaco lo mejor que le va son unas buenas patatas de las de Valderredible y unos pimientos de Isla. Mi amiga Paulina está haciendo un curso de Excel online, y no podemos quedar con ella hasta las siete.
Oigo el nombre de Paulina y me acuerdo de que Ana María Matute publicó un libro titulado así en el que la protagonista es una niña de diez años que pasa unas navidades con sus abuelos en una casa perdida entre las montañas del sur de La Rioja, y conoce a un chico ciego al que trata de educar inventando un método de escribir que se parece al braille. Los flecos sueltos de los comentarios que discurren a mi lado tiran de mi curiosidad queriendo conocer los pormenores, y despiertan brotes de ideas reposadas que se despliegan y luego vuelven a dormirse.
La calle es peatonal y muchos se detienen en medio a hablar sin poner la misma atención que prestarían si hubiese tráfico. Los niños corren confiados de un lado a otro mientras sus padres toman algo en las terrazas que hay en la parte central.
Un pequeño de tres o cuatro años viene hacia mí corriendo llamando a su mamá, que debe ser una de las mujeres jóvenes que están mirando un escaparate a mi derecha. Medio metro antes de que llegue a mi altura recojo hacia atrás el bastón para que no tropiece y se caiga de bruces al suelo sin que nadie se dé por enterado de mi voluntad de evitar el percance.
Alguien me coge con mano insegura y me empuja hacia la izquierda sin decirme ni una palabra, justo en el momento en que el bastón golpea con sonido metálico un obstáculo puesto en medio, que al rozar el borde con el brazo me parece que es el cochecito de un bebé porque escucho la reacción nerviosa de su madre entretenida hablando con otra señora, que se pone muy alterada creyendo que su hijo ha corrido un grave peligro conmigo.
Al llegar al paso de cebra que pone fin a la zona peatonal se acerca a mí un viandante:
-¿Quiere que le ayude a cruzar?
-Sí, muchas gracias.
-Puede tomarme del brazo.
Es un señor de mediana edad. Me quedo extrañado porque lo más frecuente es que los que quieren ayudarnos nos agarren sin dirigirnos la palabra, empujándonos con cuidado un poco por delante para que sigamos moviéndonos. Lo que me sorprende es que sepa que nos sentimos más cómodos si nos cogemos nosotros del suyo. Conocerá a algún ciego o habrá leído folletos sobre técnicas de guía para deficientes visuales.
El cruce tiene dos tramos, con una pequeña plazoleta en medio, y se ofrece a hacer conmigo también la segunda parte. Al hablar me infunde la confianza que inspiran los que trabajan cara al público y saben tratar a los demás con respeto y eficacia.
-Ya hemos pasado la calle. Le dejo a usted en la esquina de la entidad bancaria. Tiene las fachadas de los edificios  a su mano derecha.
-Muchas gracias.
El hombre retira el brazo y continúa su rutina diaria sin percatarse de la agradable sensación que me ha causado la naturalidad de su trato.
Derecha, izquierda. Derecha, izquierda. El bastón se mueve por delante de mí casi con vida propia y sólo de vez en cuando soy consciente de su existencia, sobre todo si golpea en algún obstáculo y tengo que evitarlo.
Es un día de mediados de otoño y hace un sol suave que resulta agradable al darme en la cara. Se oyen gaviotas graznando nerviosas, y me imagino volando con ellas por encima de la ciudad buscando comida. Dicen que cuando se adentran en la tierra es porque hay tormenta en el mar y huyen de las bajas temperaturas y los vientos huracanados. Hoy parecen tranquilas sobrevolando las calles en grandes círculos. Yo nunca he visto una gaviota, y por asociación de ideas pienso que serán parecidas a gallinas voladoras, que es el ave más grande que conozco.
Al acercarme a la esquina de la próxima calle empiezo a abrir un poco el abanico del bastón para detectar el bordillo de la acera, pero alguien me aferra del brazo y me empuja hacia adelante para ayudarme a pasar sin dirigirme la palabra.
Cuando estamos ya en el centro de la calzada escucho su voz un poco envarada diciéndome algo:
-Yo soy amiga de Pau, que salimos juntas a correr por Los Castros para hacer ejercicio.
Se refiere a mi mujer, y tengo la impresión de que lo hace a modo de contraseña para darse a conocer y que me sienta en confianza.
-Ya le diré que la he visto.
-¿Usted ve algo?
-No.
-Es que... Como dice que me ha visto, pensé que a lo mejor.... Pues eso, que usted por dentro...
-Es una manera de hablar. He utilizado el verbo ver de forma figurada. No querrá usted que le diga que la he tocado o que la he olido.
Una ligera tensión de su brazo me hace pensar que no le ha hecho mucha gracia mi comentario.
-Levante el pie, que ya hemos llegado al bordón de la acera. ¿Sabe usted seguir solo?
-Sí. No se preocupe. Muchas gracias.
Y me da un pequeño empujón por la espalda queriendo volver a ponerme en marcha  antes de seguir su camino. ¿Cómo pensará que he venido hasta aquí si no supiera dónde estoy? Seguro que es de los que creen que nos movemos contando los pasos y pensará que con su comentario habré olvidado el número de los que llevaba.
Llego a la salida de un parquin y el bastón golpea en un coche que está saliendo en este momento.
-Espere un poco, señor.
Me lo dice el conductor, que ha bajado rápidamente la ventanilla para avisarme. Me detengo y espero pacientemente que deje libre la acera. Poco después oigo que avanza despacio y entra en el torrente del tráfico rodado. Se le ha olvidado decirme que ya podía seguir caminando. Un autobús municipal baja hacia el Ayuntamiento, destacando el ruido del motor entre el de los automóviles particulares. Desde hace algunos años tienen sistema de megafonía anunciando las paradas y podemos utilizarlos sin la necesidad de preguntar a los demás viajeros el lugar donde nos encontramos.
Me falta poco para llegar. Paso el bar que hace esquina, la tienda de teléfonos móviles y la agencia de viajes. Dejo atrás un portal que tiene el escalón de entrada especialmente alto, y entro en la panadería que está justo al lado. Es uno de los pocos sitios donde se puede comprar el pan pasadas las tres de la tarde, y además tiene la ventaja de que suele estar prácticamente vacío. Cuando está lleno siempre hay alguno que se empeña en que pase el primero saltándome la fila de los que esperan, y otros que intentan adelantarme suponiendo que yo no estoy esperando a que me atiendan lo mismo que ellos. La panadera charla con una mujer del barrio que conozco porque tiene una voz algo chillona, y me da la barra de pan cotidiana saludándome casi sin interrumpir la conversación de ropas de bebé que se traen entre manos. Una de ellas ha sido abuela hace poco, pero salgo de la tienda sin conseguir saber de cuál de las dos es el nieto o la nieta. El siguiente portal es muy ancho y profundo, notándose con el bastón por la resonancia. Unos pasos más adelante escucho el sonido metálico que produce la contera al golpear en una tubería que baja por la fachada justo pegada a mi puerta. Ya he llegado a casa.
 
 
 
 
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