DEMOSTRACIÓN
(De "Los ciegos en la literatura")
Mario René Matute
NECESITABA DEMOSTRÁRSELO con toda la evidencia: arrojarle el hecho mismo a la cara y bailar, riéndome. alrededor de su derrota. -Yo no sé tocar guitarra, pero mi triunfo lo tomaría con todas sus cuerdas y le cantaría mi burla por los cuatro costados. Como cuando decíamos ---Charranga changa, charranga changa" en los años de la infancia.
Se les destilaba como lodo podrido su incisiva mordacidad. -Me medía como víbora para inyectarme esa amargura largamente calentada en su cerebro.
No había una sola razón que me amedrentaran las palabras saliendo por entre sus dientes con sorna. No había nada y sin embargo, a pesar de haber dicho que no más cigarrillos, notaba de pronto que ya había dado algunas pitadas.
Los dos ciegos. El, frente a mí, al otro lado del caminito de cemento que atravesaba todo el campus universitario. Yo veía su cara pálida, burlona y constantemente me lanzaba a retorcerle el pescuezo para que se callara. Sin abrir la boca le grité muchas veces --- ¡Shooo!", pero su discurso seguía filtrándose implacable.
---Nos quedaremos sin comer. -Son muchachas bonitas y no tienen interés en acompañar a ningún inválido como vos y yo.
-Sabés que dijeron ---pobres los cieguitos". -Estoy seguro. -Allá donde se cruza el camino con el que va a la cafetería, acaban de pasar, nos vieron y se rieron.
-Seguramente que van con algunos jóvenes. Me había ido de cabeza en la pila y mi abuela me nalgueaba tratando de disimular la risa. Yo le agradecía las nalgadas.
-Ni porque no ves podés estarte en sosiego patojo sinvergüenza. . .
-No van a venir, hombre convéncete,, son las siete menos veinte, ellas ya están sentadas en la mesa, riéndose de nosotros; tomando cerveza con el peruano o algún par de gringos.
Estar aquí, en esta universidad de los Estados Unidos, sólo con mi convicción de que la vida era hermosa y sentir que paulatinamente iba ganándome esa corrosión intencionada de su señuda incredulidad.
¿Y si de verdad pasaron allá a ochenta metros de nosotros y no quisieron hablarnos?. . . ¿Y si fueron con los gringuitos o el peruano? Qué importa el peruano. ¡Vendrán, vendrán!
Dos pitadas más y lanzaba el cigarrillo. Volvía a tomarlo del cogote, lo sacudía, le gritaba: --- ¡Hijo de tu madre!" La tarde era pesada, espesa como si nada respirara.
-Nos vamos a quedar sin cenar, a las siete cierran la cafetería.
Entonces fue cuando me caí del nisperal y me recogieron mis hermanos. No puedo olvidar la mano dulcemente fría de Azucena mi prima, atajándome el llanto, sólo por eso no lloré, para que después no me diera vergüenza ante ella. Todos me rodeaban y me preguntaban por los golpes; mi respuesta fue volver a subirme al árbol y gritar desde arriba ya contento.
-Vos creés que se van a interesar por un par de chocos. La pantomima te hacen, pero ésa es lástima, lástima y hasta burla.
Las siete menos diez.
Otra vez el hilito de sangre de cuando me caí del velocípedo, mi padre corriendo a recogerme junto a la fuente luminosa. El aire espeso y el silencio.
Mi demostración muriendo segundo a segundo. Yo casi palpando mi derrota...
Cualquiera se pierde en una ciudad ¡diablos! peor en este tremedal y los motores de los carros cada vez más lejos y el miedo latiéndome violentamente.
La mano de¡ albañil ruda, cayosa, pero firme y su carcajada cuando me sacó de aquel fangal en el que iba ahogarme. Hay gente buena, no se burla de nosotros, nos ayudan.
Me decidí y me puse de pie Eran las siete menos cinco. Estaba arrojando la colilla de¡ cigarrillo; le escupí la cara porque estaba convenciéndome de su odio a la gente. Le vi limpiarse y su risa cayó de nuevo seca, llena de caries amarillas. Me di cuenta que seguía con todo el peso de la tarde aplastándome el pecho, tirado allí sobre el césped; que no me había movido y que me reía sin alientos, ya casi sin poder mover ni un brazo, como ahogado en la amargura. No vendrían y quedaría demostrado que la burla era todo lo que nos quedaba por recibir en la vida solitaria que habíamos llevado. El siempre me imponía el aislamiento, me hacía dudar de todos los eslabones que yo estrenaba. Me hizo creer que el ofrecimiento de compañía de una chica para asistir a una feria era puro interés de que yo le pagara las diversiones, pero que ella deseaba desprenderse de mí cuanto antes. Discutí con ella y le hice saltar unas lágrimas; como cuando me ensoberbecí y no quise bailar con Silvia por temor a que fuera solamente un gesto de caridad. Después supe que la quinceañera me quería y me arrepentí.
Solía jugar con las muchachitas vecinas; ellas venían corriendo y de tomaban de la mano, se disputaban mi compañía. Yo sentía ternura en esas manos infantiles. Seguía creyendo en esa ternura...
Corren, corren, se oyen pasos cada vez más veloces hasta llegar a mi lado, su risa suelta, su agitación, el rápido movimiento de su cabeza componiéndose el pelo. Eran las siete menos dos minutos; el restaurante solamente a dos cuadras.
-Corramos, corramos; nos retrasamos porque queríamos estar lindas para ustedes y en los arreglos se nos fue el tiempo.
Mi entusiasmo de chiquillo volvió a saltar. Corrí de la mano. La risa morbosa se transformó en la boca de mi amigo en una mueca de incredulidad. Entramos al restaurante y cuando ya sentados en la mesa, todavía jadeantes oí reírse a las muchachas y sentí su perfume al pasarse los pañuelos por las frentes humedecidas. Una demostración de fe en la amistad me subió por toda la carcajada que le lancé al amargado, con todo vigor de quien ama a la humanidad y odia la desconfianza.