Antes de mí, ser ciego equivalía
a erizarse de espanto cada instante
por no saber de dónde lloverían
los golpes gratuitos y las burlas atroces,
y no poder trazar el mapa exacto
de la ignorancia,
la explotación y el precipicio.
Pero el destino, que nunca es ciego,
quiso que yo lo fuera y, al mismo tiempo,
me hizo vidente, y de esta suerte,
pronto supe que el mismo punzón
que me había quitado la vista
me iba a servir para inventar
el alfabeto de la luz en relieve.
Cuando vencí el dolor de aquella herida,
no noté que la luz ya no estaba conmigo.
Durante un tiempo que no supe medir,
seguí viendo viñedos y caballos,
atardeceres, leznas y martillos
y, por supuesto, a mis hermanos y a mis padres.
Luego, a mis pies o a la altura del pecho
-al nivel del oído era un poco diferente-
se fue vaciando el aire.
Y, pese a todo, fui feliz,
en la medida que podía serlo
un niño de Coupvray de principios del siglo.
Yo no veía ya, es cierto,
pero agucé con invisible lezna
-siempre las leznas en mi vida-
todos mis sentidos.
Y aprendí a distinguir,
además del preciso timbre de las voces,
el rodar de las ruedas de un carro,
que era, precisamente, el carro esperado,
o el relinchar alegre o impaciente
del caballo, que reclamaba o agradecía
su ración suculenta de alfalfa.
El abad Palluy fue quien me enseñó
los nombres y los cantos de las aves:
desde el zureo en celo de la paloma,
al variado repertorio del ruiseñor,
que parece extraer su canto
del fondo más claro de los sueños,
a la música líquida de la alondra
con la que parece que se hace el día.
El tacto me servía para ayudar
en las faenas familiares:
Con alegría minuciosa
clasificaba yo
los huevos, los pimientos y tomates,
de la granja
para que mis hermanas y mi madre
pudieran venderlos en el mercado de los jueves.
También organizaba en el taller de mi padre
los diferentes trozos de cuero
que él debía trabajar.
Con ese cuero, a veces,
troceado y dispuesto
como solo mi padre sabía hacer,
aprendí mis primeras letras.
Y aprendí a congeniar con los olores de la granja:
el puntiagudo de la leña quemada
-que acompañaba tanto-
el acre del estiércol,
el tembloroso de la leche,
el untuoso de grasa y de cuero,
y el olor macerado de bodega,
que me avisaba del riesgo a rodar
por las escaleras.
Y para no rodar por los caminos
sin camino,
tuve que aprender a valerme
con la luz que habitaba mi alma;
pero yo ya sabía entonces
que mi luz, para serlo, tenía
que atravesar mi piel
y tatuar impresiones e ideas
en la piel y en la mente de otros.
Y me apliqué con obsesión paciente
a llenar de pinchazos ilegibles
el basto papel vasto, interminable,
puesto sobre un tablero, cuadriculado en ventanitas,
y apoyado en mis piernas.
Las noches pestilentes e insalubres
del Sena, tan cercano,
se filtraban y fundían al hedor
del caserón ruinoso y laberíntico,
con muros repentinos diseñados por nadie,
y escaleras torcidas de peldaños fallidos
que, a la primera revuelta, se arrepentían
de querer ir a alguna parte.
Este edificio singular
de la calle Saint-Víctor de París,
tuvo el honor de ser
el primer colegio de ciegos del mundo.
Muerto de frío y de cansancio,
y envuelto por un coro de 59 durmientes
que, de pronto, roncaba o gritaba
e incluso se reía,
yo seguía, incansable, violando
la resistencia analfabeta del papel
para alumbrar la libertad global de los ciegos.
Con trece años sólo descubrí
el sistema que luego llevaría mi nombre.
Sobre la base exclusiva de seis puntos,
espacio que abarca y comprende la yema del dedo,
constituí los signos suficientes
para representar las letras y los números,
incluso las complejas notaciones musicales
exentas del corsé del pentagrama.
Mi sistema, como todo sistema,
no nació del vacío;
me inspiré en el método reciente
del capitán Barbier,
que imaginó, no letras, sonidos en relieve,
para que sus soldados pudieran
interpretar y transmitir mensajes secretos
en las tinieblas cómplices de las noches.
Ni el ávido cleptómano, ni el bibliófilo exquisito
pudieron sentir nunca, ni menos expresarlo,
lo que sentí yo aquella mañana
de 1837
al tener en mis manos el volumen primero
de los tres que constaba
la Historia de Francia,
impresa en mi alfabeto.
Pero hubo gentes que no compartían
mi fe en el sistema.
Decían que enseñar a los ciegos
con un abecedario diferente al latino,
era encerrarlos en un gueto
de incomunicación y soledad.
Por eso el director Dufau
(aunque mucho después trataría
de deshacer su error)
mandó quemar los libros de la pequeña biblioteca,
escritos con los dedos, callosos del esfuerzo,
e impresos con las planchas humeantes de la ilusión.
Y fueron años duros
en los que yo sufrí una doble lacra:
la de tener que hacer en el colegio
una secta en la sombra,
para seguir enseñando un idioma maldito,
y la lacra tremenda de la enfermedad.
Muchos días
no podía siquiera abandonar la cama
por el cansancio extremo de los músculos
que me impedía caminar,
y la opresión del pecho que, algunas veces,
traducía la tos a una cacofónica
antífona de sangre.
El doctor Allibert me confirmó
el temido diagnóstico:
En efecto, yo había adquirido
la enfermedad de moda.
La misma que tenía la romántica
Margarita Gautier.
La poca higiene del colegio
y mi trabajo desmedido
fueron las causas de una dolencia
incurable y prestigiosa.
Mi vida dio un viraje
cuando el fino poeta y eminente político
Alphonse de Lamartine,
obtuvo del gobierno el compromiso
de construir en los Inválidos
un colegio aireado y confortable para ciegos.
Y en la inauguración solemne,
ante un auditorio distinguido,
y tras brillantes demostraciones
de lectura y de escritura,
se eligió mi sistema como el mejor de todos,
por ser autosuficiente.
Pero los éxitos duran lo que dura
el relieve del agua que se mueve;
aunque después de todo, el dolor y el fracaso
vienen a ser, también, espuma
del olvido.
De todos modos,
cuando ya siento acercarse a la muerte
(y sé que no me engaña el oído
puesto que tiene la doble agudeza
del ciego y del tísico)
tengo el alma serena
porque todas mis cosas están ya en orden.