Sentirse escritor; mal que me sucede todos los días. Es también sentirse lector. Muchas veces escribo algo que leí, o leo algo que voy a escribir.
No hay una frontera precisa entre leer y escribir. Ambos son hechos igualmente creadores, a través de la palabra. Me ha ocurrido, que una novela me atrapa de tal forma, que sin proponérmelo, pienso hasta en sueños con otros pasajes que derivan, se mezclan, se contradicen; con los realmente leídos. Cierro el libro, pero sigo en el libro; en pensamiento, en sueños; a veces, en escritura.
No hace mucho, me confundí del todo. Estaba leyendo: ¿Qué hubiera pasado si...? Un libro colectivo que ordenó y dirigió Mary Ferguson, y se publicó en Madrid en 1998. El asunto era nada menos, imaginar qué hubiera ocurrido si la historia de ciertos hechos, por ejemplo, Si los Estados Unidos no se hubieran independizado de Inglaterra; o si Perón no hubiera gobernado la Argentina. O si... Etc.
No sé en qué momento dejé de leer, y seguí escribiendo yo. ¿Qué hubiera sucedido si el sistema braille no se hubiera inventado? Escribir con fichas de dominóy que era tan afortunado que siempre, siempre el 6 me tocaba a mí.
En ese sueño, o escritura. Jugaba al dominó con el mismísimo Nostradamus. Quería liquidar la partida antes de su profecía sobre el fin del mundo. ¿Para qué? No lo pude saber. Pero ahí estaba el bueno de Michel, Nostradamus; experimentado jugador de dominó, y pacífico médico y astrólogo que en su famoso almanaque no incluyó profecía alguna, sobre la escritura: ciegos o al fin.
Pero, sin profecías y a veces, con profecías en contra, el braille, igual se metió entre nuestros dedos. Y como ocurre con la tierra que tomamos entre los dedos, la amasamos y la cultivamos hasta modelar al mundo y a los hombres. También, por meterse entre nuestros dedos, y modelarnos, el sistema braille, ¿realmente vino, o ya estaba?, a cambiar al mundo, para que en el mundo, entráramos los que no vemos.
Hubiéramos quedado afuera del mundo, o, al menos, así me sentí, cuando al mismo tiempo, perdí mi visión y tantas otras cosas, entre ellas, la escritura.
Por esas cosas de ir en contra de la historia, o contra uno mismo, desde que fui pequeño, me atrajeron letras e imágenes. Mi galopante miopía y la filosofía oftalmológica entonces dominantes, hicieron, no aconsejable que forzara mi visión. Que leyera lo estrictamente imprescindible para no retrasarme en mis estudios escolares. Pero, ¿qué es lo estrictamente imprescindible? Me escondía por cumplir con lo imprescindible y, sin que mis familiares me descubrieran, leía y leía.
Además de leer, saltaba a la escritura. Copiaba pedacitos que me gustaban y que unía a otros pedacitos en un mosaico propio formado por ajenidades, que enebraba y enebraba. Hasta que ese enebrar se me deshizo cuando la miopía disparó sus misiles y se desprendieron, para siempre, mi único par de retinas.
Familiares que me habían dejado leer, se volvieron mis lectores. Y escuché, escuché y escuché. Pero tenía que quedarme con lo que escribía. No podía darle vuelta pedacito por pedacito para armar mi rompecabezas literario. Entonces me contaba cuentos a mí mismo en voz de alguien, o sin voz alguna.
Pero me hacía dormir. Me faltaba la magia de escribir. Así, hasta que me desperté. Me despertaron.
Supe del braille y no por Nostradamus. Las noticias eran confusas. Imaginé las más extrañas formas de leer. Todas sobre superficies agresivas que lastimaban mis dedos. Grande fue mi sorpresa, cuando me enseñaron que deslizando apenas las yemas de los dedos era posible descubrir puntos suaves, nada agresivos, ligeros.
Si digo que en una semana aprendí el sistema, digo parte de la verdad. Una semana, pero abonada por todo mi pasado de imprescindibles lecturas.
Dejé de contarme cuentos y, en vez de dormirme, quise escribir cuentos. ¡Qué desilusión!, nada. Pero no por culpa del braille que me aseguraba letras, palabras, frases. En cambio, el que no aseguraba ninguna palabra para ningún cuento era yo.
Leía, y en esas noches de invierno, que llegaron a ser tan frías como las que pintaban los escritores rusos. Me sentí cómodo al meter el libro debajo de las frazadas, y leer abrigado. Esa es la ventaja de leer al tacto... Bien abrigado; aún era soltero.
Pero el braille, o mi braille anduvo siempre a la intemperie. En mis tiempos de estudiante de enseñanza secundaria, y luego del Instituto de Profesores, descubrí que estudiar, que vivir es luchar por los demás, y no sólo por uno mismo.
Trepado en una silla me recibí de orador. En más de una esquina estudiantil compartí esperanzas y miedos. Ahí anduvo el braille. En esa intemperie de tomar notas para no olvidar direcciones, nombres, alguna que otra frase. Una pequeña regleta y mi punzón supieron mucho de mí. La rabia porque sancionaron a un ompañero, que en nombre de los pobres: pidió que los ricos fueran menos ricos.
Mi duda cuando se venían las preguntas por el lado de Dios, o de sus espaldas.
Por eso cuando tuve esa extraña alegría de ser Presidente de ULAC, Compruebo que el braille sigue aquí, conmigo; los dos a la intemperie. Los dos por la Justicia, por el Amor.
Mi regleta ya debería estar en un museo, porque no fue capaz de informatizarse. Ahora me doy cuenta de mi falta de gratitud. No hubo réquiem para una regleta olvidada. Hubo en cambio, cierta rabia por las décadas de papel escrito en regleta y punzón en lugar de ese braille informatizado que ya no molesta por su tamaño en mis armarios; ni me llena los dedos de polvo y telarañas. Este braille, siempre, como cuando me trepaba a una silla, fundamental para hablar o preparar oficios, informes y hasta algún poemita, no muy largo, cuando la asamblea se vuelve bostezo.
Puedo imaginarme a mí mismo sin ser Presidente de ULAC, no puedo, en cambio, imaginarme sin el braille. Y el Señor Braille, a ese joven que alguna vez llamé Luis, que pasó, que pasaron 190 años, y según Nostradamus, primero se acabará el mundo, luego tu sistema de seis puntos.