Año 2.000: cierre de la última década de nuestro siglo, último siglo del segundo milenio de nuestra era entre las eras concurrentes.
Suma de ilusiones, de proyectos, de acontecimientos, de valores, de conocimientos y reconocimientos; urdimbre de la historia, de nuestra humana historia. Año 2.000, punto de registro y de síntesis de nuestra pequeña cronología voluntariosa y creativa; instancia propicia para acreditar nuestro celo y nuestra envidia de la naturaleza y nuestra perplejidad ante el gran misterio cósmico. De alguna manera, nuestra verificación de nuestra pertenencia y el milagro de nuestra propia obra al toque de este hito convencional del tiempo y de nuestra participación en el milagro.
¡Qué disquisición tan larga!, se dirá.
Pero el hombre, ¿cómo logró imaginar los medios, los recursos para operar esa participación suya en la consignación y la concertación del edificio histórico; cómo descubrió o inventó las herramientas, los instrumentos y la dinamización orgánica de sus decisiones, de sus programas de largo aliento?...
Todo ello fue factible a través de las herramientas capitales: las herramientas sociales, las instituciones y las leyes.
En ellas se concentraron y armonizaron la determinación y la ejecución de los grupos humanos según sus acuerdos, necesidades y conveniencias. Así, las grandes como las menores colectividades han podido expresarse y autovalerse en concordancia con las adquisiciones del progreso. Las instituciones se convierten en el hogar espiritual e intelectual de las inquietudes y aspiraciones proporcionales de cada sector social, de cada asociación humana caracterizada de algún modo. De allí la significación de su edad relativa, el cumplimiento y celebración condignas de sus aniversarios, de sus efemérides que, sin duda, resumen los cumpleaños de sus individuos como de sus ideales.
Así, también, las instituciones se convierten en el soporte y el vehículo necesarios de la proyección del hombre, de su trascendencia entre los demás elementos y las otras especies. Así también, sus rostros, sus voces, sus gestos, perduran o reviven en la imagen de aquellas, y demandan el marco de nuestra evocación y homenaje.
Y así reaparecen y nos visitan sonrientes y festivos, los líderes visibles y palpables, audibles y polémicos, tanto como los líderes callados y discretos, artesanos y diseñadores, justificando y decidiendo, nutriendo y sustentando la razón y la fe comunitarias, en la creación de sus metas y su conquista y apuntalamiento.
La BAC nació hace setenta y seis años, de la mano y por la mano de Julián Baquero, de Vicenta castro cambón, de María Marchi, de Alberto Larrán de Vere, de Agustín Rebuffo y de un núcleo de ciegos y videntes -todos verdaderos videntes, en rigor- que supieron mirar hacia el futuro; hacia nuestro presente y más allá. Pero uno de ellos, de los más silenciosos y adepto indesmayable del empeño de la nueva empresa, el joven Antonio Pegoraro, iba a constituirse en el socio intelectual y espiritual por excelencia de Julián Baquero, aportando su inusitada y precoz cultura a la labor integradora y enriquecedora de la comunidad de los ciegos argentinos y latinoamericanos.
Visión cultural, asesor exquisito en cuanto a valoración y selección bibliográfica, supo acompañar la intensa labor de Julián Baquero y el éxito desde el lanzamiento de la revista "Hacia la Luz", en octubre de 1927 -primera revista braille de Latinoamérica.
Antonio Pegoraro no tuvo nunca veleidades directrices, pero era un director nato de mentes y espíritus; quizás la personalidad más próxima a la esencia y el objeto de esta Biblioteca Argentina para Ciegos. Y es coherente y oportuno señalarlo en esta instancia, en este año 2.000 en que se cumple precisamente el centenario del nacimiento de Pegoraro, acaecido el 10 de mayo de 1900.
Biblioteca Argentina para Ciegos: que en éste tu día, en la inauguración del cuarto Cuarto de tu propio siglo, sea el recuerdo de Antonio Pegoraro Tu Abanderado; y que, hoy como ayer, como niño, con el manantial de tus queridos copistas voluntarios, con el fervor de tus servidores y colaboradores (convertidos todos juntos en la sangre de tu acción), continuemos evocándote con auténtica nostalgia y ternura:
¡Hogar, dulce Hogar!
P. I. Rosell Vera