Me preguntabas hace una hora cómo aprendí el braille.
¿Me dejas que diga una tontería?...: fue el braille el que me aprendió a mí. Debiera decir "prendió" o "aprehendió", como se hace con los ladrones. Pero fue al revés: el braille me robó los dedos, por no decir -como exagerando- el corazón y hasta la mente.
La historia es un poco larga. Y tiene varios capítulos. Pero no sufras: seré muy breve, aunque de buena gana estaría horas hablando. Contigo, de don Luis Braille; o con don Luis Braille de mí, a propósito... de él y de ti.
¿Qué triángulo tan desigual, verdad? Él arriba, tú y yo aquí abajo. Yo ya llevo subida buena parte de la cuesta. Por eso tengo más cosas que contar y que defender.
Empiezo por recordarte algo de lo que te he dicho antes, cuando por teléfono me contaste que te venía costando cada vez más leer, y que tu profesora te aconsejó esta mañana que aprendieras el braille. Que se te atragantó la comida -en tu caso, ¡mal debían estar las cosas!-. Y, que, por fin, al llegar a casa, te encerraste en tu habitación a... escuchar música, dijiste, pero yo no me lo creo: no eres el primero al que le ocurren cosas parecidas. Que tu madre entró varias veces, preocupada, y que, por fin, tu padre consiguió tirarte de la lengua y te animó a que me llamaras; de sobra sé que te obligó.
Nos reímos un rato -por algo te conozco desde antes de nacer: ¡no te rías ahora!-, y te prometí contarte lo que ha supuesto y está suponiendo el braille en mi vida.
Aunque aún te queden algunos años para afeitarte el bigote -no cometas la estupidez de hacerlo antes de necesitarlo, llevado por las prisas de crecer a la fuerza-, te hablaré con la seriedad que Luis Braille y tú merecéis.
Por eso lo hago por escrito: porque si estuviéramos cara a cara, no harías más que interrumpirme, acabaría por levantarte en vilo por las orejas, contarte un chiste y echarnos a reir. Como siempre. Y prefiero que sonrías. Y que te llenes de proyectos y de ilusión. Y de confianza en esta maravillosa herramienta que es el braille, capaz de abrir tantas cajas fuertes rebosantes de conocimientos y arte. (¿No decía antes que el braille ha sido para mí como un ladrón?)
Toma nota: puedo escribirte ahora, gracias al braille.
No pongas esa cara: te escribo en braille, no con el ordenador, como podías pensar.
¿Por qué? Porque lo hago en la cama. He terminado el día muy cansado, así que, animado por el fresco dominante, nada más cenar -si es que puede llamarse cenar- me fui al sobre.
Y aquí me dienes: en la horizontal, bajo el nórdico, con el braille hablado sobre una carpeta a guisa de atril pélvico-crural (como tendrás dudas, busca en el diccionario). Ese cacharrito que te he enseñado más de una vez y con el que te divertías cuando eras más bajito, pulsando teclas a tu placer, diciéndote él letras o signos.
Ahora que lo pienso: tú ya casi debes saber braille. Por lo menos, el abecedario. ¿Sabías que gracias a este cacharrito-anotador se puede aprender a escribir antes que a leer? Es una forma de hablar. Pero que no nos oigan los teóricos, que se escandalizarían.
Primera ventaja: en la cama y calentito. Lo que no podría hacer con un ordenador. Y sin necesidad de luz. Esto vale para escribir braille y para leerlo: ¡si te contara la de novelas que me he leído así, al amor de las mantas!...
Adelantos de la técnica: mañana mismo tendrás estas páginas en tu correo. Si tuvieras una impresora braille y supieras ya leerlo, podrías hacer la inversa. ¡Ah!: y sin que nos escuchara nadie más que tú, su inventor y yo. Aunque mucho me temo que te durmieras, arrullado por estos recuerdos.
Semanas atrás leía redacciones de adolescentes discapacitados visuales de todo el mundo, no mucho mayores que tú. Contaban sus vivencias, dificultades y logros. No todos lo necesitaban gracias al resto visual que aún tenían, pero coincidían en lo decisivo que fue para ellos aprender el braille: les regaló la tranquilidad de confiar en que podrían estudiar y tener un futuro profesional sin que la pérdida de visión supusiera una barrera insalvable. Lo más emocionante eran los testimonios de quienes, por encontrarse en un medio rural de un país en vías de desarrollo o por falta de formación de padres y profesores, no pudieron aprenderlo hasta edad tardía, perdiendo un tiempo precioso.
Mi historia empezó de modo distinto.
Yo también tenía vista bastante para leer, precisamente casi a tu edad. Pero la iba perdiendo insensiblemente. Las operaciones quirúrgicas y las gotas servían de muy poco. Claro que, como tenía buena memoria, me bastaba con las explicaciones de los profes, lo que me leían en casa y en clase Ernesto, el compa de pupitre. (Entre tú y yo: a veces nos servía de excusa para jugar a la taba. ¿Que qué es eso de "la taba"?...: pregúntale a tu padre. O, mejor, a tu abuelo.)
El médico que me trataba informó a mis padres desde el primer momento y con muchísima delicadeza (los invitó a su casa a tomar café) de lo negro que pintaba el diagnóstico. O sea: que, aunque se iban a poner todos los medios y precisamente él era una eminencia reconocida en esa enfermedad, en cuestión de dos o tres años... ¡Bueno, pues eso!
Para ellos era una tragedia. No me dijeron nada, confiaron en la Oftalmología y la Providencia, y me rodearon de cuidados y caprichos. Cuando salía el tema por cualquier motivo, cambiaban rápidamente de asunto. Y se tragaron las lágrimas.
Yo me olía la tostada, pero no quería aceptarlo. ¡Ciego! ¿Cómo iba yo a quedarme ciego?... No podría estudiar, ni salir con los amigos, ni jugar a lo que me gustaba... ¿Qué sería de mí en el futuro?...
No era especialmente llorón, pero pronto me dí cuenta que las lágrimas me perjudicaban: aumentaba la tensión en mis ojos y veía peor. Así que, a aguantarse, como un hombre.
¿Una tragedia? Entonces se lo parecía a ellos y me lo parecía amí. Hoy... diría que la oportunidad de superar desafíos. Empezaba una apasionante carrera de obstáculos. Una novela de aventuras como es toda vida humana, pero en un país exótico: el de la discapacidad visual.
No es que sea una suerte ver menos que la mayoría de la gente de tu edad. Pero -no lo tomes como un consuelo fácil-, yo estoy seguro de haberme librado de muchas tonterías. Por ejemplo, de estampanarme con una moto, que me encantaban, aunque era patoso como para no haber aprendido aún a montar en bici.
También tengo motivos para asegurar que, en mi caso, fue una bendición. Pero esto te lo contaré al oído cuando entiendas bien aquello de que "si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas".
Te estoy hablando como a un hombre. Estás pasando de la infancia a esa enfermedad que llaman adolescencia, pero antes de que Júpiter dé un par de revoluciones alrededor del sol, tendrás que decidirlo todo por ti solo, sin mamá que te arrope por la noche. Aunque siempre tendrás el apoyo y el consejo de tus padres, de tus hermanas y de tus amigos, mientras ellos y tú viváis; y aún después. Además, tienes vista para rato, aunque no creo que llegue a cien años.
Era yo algo más joven que tú ahora, pero muy poco, cuando tuve mi primer contacto con la obra de Luis Braille.
El oftalmólogo les habló a mis padres de la conveniencia de aprender el braille cuanto antes (como tu profe esta mañana a ti). Les mencionó que en Alemania empleaban libros en letras grandes y de colores; pero que, aparte que aquí no había todavía esos lujos, apenas si sería solución transitoria y por breve plazo.
Así que, un buen día, al volver mi padre de clase -era maestro-, apareció con un abecedario en papel. Llegaba el primer desafío.
--¿Serías capaz de aprenderte este abecedario? Se llama "braille", lo inventó un francés, y lo emplean los que no pueden leer libros normales.
--¿Que si soy capaz?...
Con mi poca vista, claro, me duró quince minutos. ¡Era tan lógico!: una línea con las diez primeras letras; luego, otras diez que se veía a la legua eran los mismos puntos con otro más abajo, a la izquierda; y, finalmente, otra línea incompleta. ¡Facilísimo!
Segundo paso: "¿Seré capaz de aprenderlas sólo tocando, sin mirar?..."
Hecho.
El tercero, también por mi cuenta: "¿Y si fuera capaz de escribir con este código?... ¡Podría escribir mensajes en clave!"
No tenía con qué. Pero la gente joven tenemos lo que hace falta: imaginación y afán. Si no punzón y regleta o pauta -los artilugios que entonces se usaban para escribir braille-, me agencié una aguja de hacer punto mi madre, la alfombra como base y un papel doblado -para que fuera tan grueso como el del abecedario-.
¡Y salió!: "lobo". La "l" y la "b" estaban chupadas, y la "o" tenía una preciosa forma de flecha.. o de airoso ángulo girado.
--Mira, papá: a ver qué te parece.
Creo que se emocionó: había aceptado el braille sin aspavientos..
Tú no tendrás que pasar por esta fase. Es muy posible -pienso- que tus experimentos con mi Braille Hablado te hayan regalado la forma de las letras, aunque no seas consciente. Además, ahora ya no se aprende por este camino de empezar por memorizar las letras sueltas.
Te ahorrarás también aquellos "mi mama me ama" y "ese oso usa su seso" de la cartilla inicial que tanto me torraban. Estuvieron a punto de enemistarme con Luis Braille cuando apenas nos habían presentado. Los métodos y cartillas de hoy son mucho más adecuados y divertidos. Puede que te parezcan infantiles -están pensados para críos de cinco años-, pero esa píldora pasa pronto cuando ya se sabe leer en tinta, con la vista. Con un poco de suerte, incluso puede que ya haya cartillas para gente de tu edad.
Soporta con paciencia mi sermón. Cuatro consejos te doy. En cuanto puedas, en cuanto tengas en tu cabeza la forma de un signo o palabra, intenta servirte sólo del tacto. Segundo: desde el primer momento, ensaya a leer, a explorar las palabras con por lo menos los tres dedos centrales. Tercero: fíjate en el tamaño y la forma de las palabras completas: ¡huye de intentar reconocer letra a letra y, sobre todo, de leer por sílabas! Y, finalmente: ¡no vuelvas nunca atrás!; si no entiendes algo, sigue, que lo deducirás.
También te diría que leas con las dos manos y, a ser posible, a la vez; pero eso vendrá después. Y tenacidad: todos los días una hoja, por lo menos.
No sé qué pensará de esto Luis Braille. Que yo sepa, ni él tuvo oportunidad de dejarlo escrito, ni se le ocurrió a nadie recogerlo porque lo hubiera dicho. Tampoco dispuso de textos suficientes para poder ejercitar técnicas de lectura.
Su sistema es como un árbol. Puede decirse que él encontró la semilla y la plantó; la regó con ilusión, esfuerzo y contrariedades; apenas si contempló una hierbecita. Se han necesitado años -ahora hace dos siglos- para saborear sus frutos más sabrosos.
Hazte amigo de Luis Braille; ¡bueno!: de su sistema. De su mano, confiándole las tuyas-, podrás leer y estudiar lo que no puede hacerse de viva voz: Mates, inglés y Música; todas las asignaturas y sin depender de nadie. Podrás deleitarte con novelas, historias y cuentos; a tu aire, poniendo tú o imaginando las voces de los personajes. Y abrir las puertas de tu mente y de tu corazón a la Belleza y al Bien, con la Poesía y los libros de espiritualidad, deteniéndote donde te sientas impresionado y llorando a veces de dolor o de alegría sin testigos oculares.
Terminada aquella odiosa cartilla para meones, en cuanto fui capaz de leer líneas juntas me lanzó mi padre nada menos que a "La isla misteriosa"; una novela de Julio Verne. Recuerdo que para animarme también mi padre aprendió braille y la leíamos mano a mano, todos los días un rato al mediodía y por la noche. En mi crueldad, llegué a obligarle a leer a oscuras. Te lo prohibo, para ahorrarte tizonazos como los que a mí me esperan. Aunque no hace falta que te lo diga: tú eres más maduro que yo a tu edad.
Aquel verano Luis Braille y yo nos tragamos no sé cuántas novelas de aventuras de Emilio Salgari. Los volúmenes me llegaban por correo desde madrid al puebro de mis abuelos donde pasaba las vacaciones, en la más dura estepa castellana. Desde aquel rincón, nos sentíamos transportados al antiguo Egipto, a los mares del Caribe, a las junglas de las islas malayas. Nos los habían recomendado el señor Escalante y Manolo Armesto, dos ciegos que trabajaban en la Biblioteca Circulante y que eran leones de primera y, gracias a ello, muy cultos.
En aquella época sólo sabíamos de la existencia del sistema braille los ciegos -y no todos- y algunos profesores. Hoy te lo puedes encontrar en los envases de los medicamentos, en los ascensores, el metro, carteles, algunas cartas de bares, restaurantes y camisetas... Y, muy pronto, en las bolsas de chuches, las latas de refresco, los CD's y hasta en la ropa interior (con cuidado de que los puntos no raspen, claro). Imagino la emoción de Luis Braille contemplándolo desde el Cielo.
Yo era un lector mediocre, casi malo. Nadie me había enseñado técnicas especiales ni se hablaba de que existieran. Tú tendrás más suerte, con instructor de braille y todo eso.
El salto lo pegué casi por casualidad, cuando ya era profe de Mates y me dedicaba a escribir ponencias para congresos. Pero esta historia te aburriría. Lo que importa es que se puede llegar a leer a todo trapo, mejor incluso que la mayoría de tus compañeros en tinta. Cuando quieras te hago una demostración.
Después, vinieron mis estudios de Matemáticas.
Te contaría docenas de anécdotas. Desde el mote de "el pollo" que me pusieron por el ruido que hacía en clase y los exámenes al escribir con mi pauta y mi punzón, hasta el escándalo de mi primer examen con máquina Perkins sobre una mesa coja, el último curso de carrera. Lo que más incordiaba resultó ser el timbre; pero al siguiente examen le puse algodón y la gente lo agradeció.
Te hablaría de mi papel como inventor de signos en primer curso de Facultad para que pudieran transcribirme los libros, pues eran los primeros de ese tipo en España. Salieron verdaderos churros que ahora me sonrojan. Debieron ser tan horribles y disparatados, que un especialista de la imprenta, Paco Rodrigo, se ocupó de recoger los signos matemáticos en braille de todo el mundo y preparar una notación nueva. Le salió un verdadero monumento. Hasta me permitió colaborar con él en remediar mis desaguisados.
Lo que son las cosas. Al cabo del tiempo, aquí me tienes ahora, trabajando con otros profesionales de las Ciencias y el braille para confeccionar notaciones en Electrónica y Química, y revisando y ampliando el código para Matemáticas. La cosa va más allá de los puntos: cómo emplearlos en ordenadores, cómo deben leerse y con qué entonación, qué estructura deben respetar... Algunos de estos aspectos ni siquiera se los han planteado los científicos videntes.
Dentro de un par de años, cuando llegues a la tribu de los polinomios, te enseñaré cómo multiplicarlos y dividirlos sin sudar tinta china. En braille era una pesadilla, así que con ayuda de mis alumnos del colegio de ciegos encontré procedimientos muy cómodos y rápidos. Ya lo verás. Recuérdamelo. Pero no te saldrá gratis: tendrás que rascarte el bolsillo invitándome a media docena de helados. No temas, será una inversión: podrás recuperarlos enseñando a los colegas, pues los métodos también pueden aplicarse en tinta.
Todo hubiera sido imposible sin la obra de aquel soñador ciego que a sus quince o dieciséis años se metió a inventor. También a él le gustaban las Matemáticas y se le daban bien. Aunque no pudo hacer estudios, ni medios ni universitarios, impensable entonces. Pero por él y con él, hemos sido miles los ciegos del mundo que nos hemos licenciado, doctorado, ejercido profesiones intelectuales, escrito libros y ocupado lugares eminentes en la sociedad. Y los que vendrán,, cada vez más y mejores, estoy seguro.
Eso, por no hablar de las manos amigas estrechadas a través de las cartas. O los corazones que se desahogaron en puntos, haciendo latir el papel. O vidas entregadas, como esculpidas en un compromiso firmado.
¡A ver qué haces!
A mí, todo esto, me parece hoy un sueño. Ni en mis mayores arrebatos quinceañeros los pude imaginar.
Despidámonos de don Luis.
Buenas noches. Feliz Braille.
A ti, te deseo dulces sueños.