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  Lo Que No Hay de Buena Voz Se Suple con Buenas Voces (Fermín Tamayo)
 

 

 

LO Que No Hay de Buena Voz Se Suple con Buenas Voces

Fermín Tamayo

Me he hecho amigo de un ciego y de su perro a través de mi can, que es muy sociable, un pastor alemán bien educado. Lo típico, un buen día caluroso, a eso de la caída de la tarde, cuando sacas al perro a pasear y a hacer aguas menores (o mayores) en un alcorque, al pie de su árbol favorito. Al perro lazarillo, un labrador, cara de buena gente y concienciado de vivir al servicio de su dueño, lo castraron al poco de nacer. Dicen que así es mejor para su oficio. Ellos sabrán por qué, pero con todo me parece algo horrible; sin embargo, es un punto en que yo ni entro ni salgo; me limito a dejar entero al mío, que se lo pasa bomba cuando acude a consolar a una colega en celo, de cuya gesta vuelve hecho más perro; es decir, más humanamente perro, o más caninamente humanizado.

Aunque el labrador del ciego es casi del tamaño de mi pastor alemán, éste adopta ante aquél una actitud protectora, tal vez porque le huela lo castrado. Mi entrada en contacto con el ciego se debió a que me viera en situación de explicarle la identidad del perro (y consiguientemente la de su amo) que había ido a saludar al suyo. Él paseaba a su chucho, o con su chucho, como una actividad recreativa, saludable en sí misma. Igual que yo. Es decir, que ninguno de los dos lo hacía por reclamo para el ligue (como suele ocurrir en esos casos). Él es un solterón impenitente, y yo un señor casado, con hijos ya crecidos y situados, y con una mujer a la que quiero pese a los treinta y cinco tacos juntos, más cinco de noviazgo ilusionado. ¡Qué vergüenza!, ¿verdad?; ¡qué aburrimiento!, según las estadísticas vigentes. Pero a pesar de todo, lo confieso con todo desparpajo, ¡qué carajo! Porque yo, sin perdón, me defeco en la pública opinión. Mas no era de eso de lo que yo venía a hablarles.

Mi amigo el ciego -no sé si lo he dicho- es un matemático profesional y a la vez, fenómmeno infrecuente en tales casos, de una excelente formación humanística. ¡Hay que joderse lo que ha leído el ciego! Él, como justificándose, aduce que muchas de sus lecturas son oídas. Yo de mí sé decir que sería incapaz de retener apenas nada si tuviese que ceñirme a escuchar lo que otro lee. Pero mi amigo el ciego parece que tiene oídos con antenas; cuando presta atención a cualquier cosa, da la impresión de clavar su mirada con la oreja enfilada hacia el estímulo. En cierta ocasión, le dijo una señora nada lerda, tal vez impresionada por alguna agudeza sensorial: Desde luego, ¡hay que ver!: ustedes los invidentes tienen un sexto sentido, ¿no es así? A lo que respondió el interpelado, con la seriedad que le caracteriza en sus destellos humorísticos: Querrá decir un quinto, ¿no, señora?... Pero no es de eso de lo que yo quería hablarles.

Mi amigo el ciego y yo nos tratamos de "usted" y de "don" por un juego afectivo establecido por un tácito acuerdo. Me da la sensación de que el usteo moldea el palenque de nuestra amistad en una tesitura de confianza, como si así él y yo estuviéramos ciertos de que ninguno habrá de hollar la intimidad del otro. Alguna vez, cuando nos saludamos, le llamo ilustre Homero, o sabio Saunderson, o bravo Belisario, o vate Milton, y el me llama Pidal, entre otras cosas. Pero lo más frecuente es que yo le llame don Arrigo. ¿Por qué? Averígüelo el lector, que ya es mayorcito. Lo de Pidal se debe a que mi oficio es la investigación en el C.S.I.C.; no es que me paguen mucho, pero es cómodo, y trabajo en aquello que me gusta. Puro lujo, ¿a que sí? Pues nada, viva el lujo y quien lo trujo. Pero tampoco es de eso de lo que yo quería hablarles.

Con todo, la idea de leer escuchando me intriga cada vez más. ¿Será que a mis sesenta calendarios mi vista va menguando "a ojos vistas", y nunca mejor dicho? Espero que mi temor -y toquemos madera- no se vuelva un fatídico presagio, como en el caso del ilustre Sábato. Alguna vez se lo he comentado a don Arrigo, a lo que él ha dado la callada por respuesta, quitando a la cuestión, de esa manera, todo su dramatismo potencial. ¿Qué le voy a contar? -de su actitud pudiera colegirse-. ¿Cómo va a consolar a un arruinado alguien que no ha tenido nunca un duro? Sé que me apoyaría don Arrigo en el supuesto caso de que Santa Lucía siracusana no me impidiese ingresar en la cofradía tiflocrática. Yo, lejos de rehuir tal futurible, prefiero no eludirlo, como si de ese modo exorcizara el fantasma que tanto me hormiguea; y así me intereso por cómo continuar mi formación a través de lecturas auditivas. Y cuando cierta vez trataba yo de explicar mi interés sobre el asunto aduciendo aquello de que cuando las barbas del vecino veas pelar..., mi amigo don Arrigo respondió con su característica sonrisa de expresión impasible: "Yo las tengo peladas de nacencia". Pero tampoco es de eso de lo que...

Una vez me encontré con mi Homero en el metro de Avenida de América. Me sorprendió no verlo con su perro, sino con su bastón, barriendo el aire al ras del duro suelo, a derecha e izquierda y a una velocidad que resultaba ser un peligro público tratándose de una multilineal y concurrida estación como aquélla; menos mal que su masa corpórea, con ser aventajada su estatura, es bastante liviana, ya que mi amigo el ciego pertenece al tipo kretschmeriano de los leptosomáticos. Como mi complexión es más fornida, me coloqué a pie firme de tal modo que chocara conmigo. Dio un respingo, paró en seco y "¡Ay, perdón!" Yo le di unas palmadas en la espalda y le increpé: "¡Pero, hombre, don Arrigo, cómo va usted por ahí dando palos de ciego!" El hombre se alegró de tal manera que casi me abrazó. Plegó el bastón en rápido klis-klás y se agarró a mi brazo de inmediato. Me extrañó semejante decisión sin antes preguntarme adónde iba. Se lo pregunté yo, y me respondió: "Para casa, lo mismo que usted, ¿no?" ¿Por qué iba yo a mi casa, según él? ¡Toma!, porque era la hora de comer, y porque si yo fuese a otro sitio, iría con el tiempo calculado, y entonces no me habría detenido a saludarle... ¡Cómo podía pensar de mí tal cosa! "Nada, tranquilo; ¡si eso lo hacen todos!", me respondió jovial mi amigo el ciego, y añadió que lo veía muy normal, y que tampoco había que pensar que él, en nuestro lugar, fuese a hacer otra cosa. ¿Y cómo es que iba solo, sin el perro? Porque Berganza aborrecía el metro y era mecanoclimacófobo. ¡Sí, sí, como lo oía; es decir, que odiaba la escalera mecánica; y claro, siempre había que tener cierta consideración con la servidumbre si queríamos que nos fuese propicia. Además, él debía conservar su autonomía motriz. Pues bien -le pregunté-: si tan bien se arreglaba andando solo, ¿por qué iba casi siempre con el perro, como no fuese en plan de compañía? El perro suponía para él un arnés, una brida con la que moderaba su andar precipitado e impulsivo, ya que se había dado cada golpe que lo dejaba medio descornado; tan rápido y tan suelto caminaba que daba la impresión de ir arrasando, según le comentaba un compañero, quien por esa razón le llamaba en broma el señor Arrasate. Él era como un potro sin domar para el que el can cumplía la función de auriga. Así me respondió mi amigo el ciego, y juntos nos tomamos unas cañas en uno de esos baretos con olor a fritanga trasnochada con que uno topa en medio de los inmensos tránsitos que pueblan la estación de Avenida de América... Pero tampoco es de eso de lo que...

Berganza, ¡qué curioso! Un nombre cervantino, ¿no era así? Ése era, en efecto, su nombre oficial, el que pudiera figurar en su fe de bautismo o en el registro perruno-civil. Pero en la práctica lo llamaba Berga, porque el nombre de un can no ha de sobrepasar el par de sílabas, y si es bisílabo será palabra llana, como Ríver, Sito, Chami, Goldey, Kasey, Zádok, y un etcétera más largo que su cola; si se llama Corín, como la perra de una colega suya, la pringamos.

Mi amigo don Arrigo es candidato a concejal del consistorio madrileño en los próximos comicios municipales, por el Pepe. Yo me ahorro el comentario que me inspira el aspirante a alcalde de Madrid por su partido, Abundio Gómez del Ciruelo, con su sonrisa estúpida de roedor erguido, rebozada en harina de buenos propósitos; reprimo mi opinión en alta voz porque no me gusta herir sensibilidades, ni menos poner nuestra amistad en peligro a cambio de no arreglar con ello cosa alguna. Pero tampoco es de eso de lo que yo quería hablarles.

El caso es que mi amigo don Arrigo, pese a sus amplias y variadas lecturas, tiene la idea de que es incapaz de escribir siquiera un simple cuento con la gracia que a él le gustaría. Por eso, pues, me dice últimamente: "Usted que sabe escribir". No sé de dónde se ha sacado el hombre esta mi pretendida habilidad, cuando yo, pobre de mí, si bien tengo escritos varios libros y diversos artículos sobre crítica e investigación literarias, maldito si he sentido hasta la fecha la veleidad de dar a la estampa lo que se llama un texto creativo. Pero basta que mi amigo don Arrigo me haya dicho "usted que sabe escribir", para que me haya entrado el hormiguillo de intentar tal cosa. ¿Y si fuera verdad que sé escribir y yo sin enterarme?, oigo una voz interna que me dice, tal vez la voz del diablillo de la vanidad. Mataiotes mataioteton, kai panta mataiotes. Y me viene a la mente a este propósito (sin que la asociación tenga su lógica) la doncella inocente y desvalida del poemilla aquel de Campoamor -escribidme una carta, señor cura-, que a pluma clerical se encomendaba para comunicarse con su novio, arrostrando rubores y sonrojos, para al final concluir, doliente el tono: ¡quién supiera escribir!... Pues bien, precisamente de eso mismo era de lo que yo quería hablarles. En cierta ocasión, a mí, que he estudiado la carrera de piano y que puedo ejecutar a Chopin (en el sentido noble del vocablo) con bastante decoro, unos sobrinos míos, en medio de una fiesta familiar, me pusieron encima un acordeón diciéndome: "Anda, tío, a ver, tócanos algo". Como yo protestase, y con razón, pues en mi vida había yo tañido ese instrumento, me replicaron todo convencidos: "¡Hombre, no digas que no sabes tocar el acordeón, cuando tocas el piano!" Yo quise disuadirles de su parecer, pero antes de proferir el argumento idóneo, comencé a darle al fuelle-que-te-fuelle y a pasar la mano diestra por el teclado, al par que con la izquierda iba apretando a compás los botones para sincronizar los acordes; de suerte que, como el que se arroja por vez primera al agua y descubre que puede nadar, comprobé, para sorpresa mía y no tanta sorpresa de los circunstantes -que motejaban mi reticencia de falsa modestia- que podía tocar el acordeón, no como un experto, por supuesto, pero sí para salir del paso y amenizar una velada. Así que me estoy animando a escribir un cuentecillo a gusto de mi amigo don Arrigo.

Aunque no soy psicólogo ni intento parecerlo con análisis de osado diletante, me da a mí que mi amigo don Arrigo inspira más afecto que el que él siente o aparenta sentir por los demás; acuñado en su término pedante, parece, en general, un alexitímico, es decir, que carece de emociones. Pero uno se sorprende cuando el hombre se entusiasma ante un asunto en principio baladí pero que para él encierra una carga emotiva. Eso ocurre cuando hablamos de semiótica, de esa disciplina que últimamente, víctima del manoseo filisteo, se ha convertido en un cajón de sastre para desastre suyo. Pues resulta que mi amigo el ciego, junto conmigo, es uno de los pocos que hoy defienden la dignidad de dicha disciplina. ¡Pero, caramba, otra vez me estoy desviando de mi asunto!... Bueno, pues a lo que iba: don Arrigo se entusiasma también cuando revive escenas de su infancia y juventud, como si en su proceso evolutivo hubiera sido sólo su cerebro lo que creciese al paso de los años (tal vez incluso hasta la hipertrofia), en tanto que el sistema emocional habríase estancado en una etapa bastante anterior. En resumidas cuentas -y ahora sí que me estoy aproximando a aquello que venía yo a contarles-, a mi amigo don Arrigo le encanta rememorar episodios de su vida colegial.

Parte de su formación él la obtuvo en el colegio de ciegos que la Organización correspondiente tenía a la sazón en el confín madrileño de Chamartín de la Rosa. Muy buen colegio sería -le comentaba yo- cuando él salió del mismo con tan sólida formación. Sí, claro, por supuesto -me respondía él con el humor que le caracteriza-; era un centro modélico porque aplicaba la metodología autodidacta. De allí salieron ciegos eminentes gracias a que el profesorado fomentaba la libertad del autodidactismo. ¡Qué diferencia con los nuevos tiempos -seguía comentando don Arrigo-, cuando el profesorado es excelente -en cuyo elenco, modestia aparte, se incluía él mismo-, y sin embargo el alumnado sale sin aprender apenas nada, porque el profesorado se empecina, en virtud de su preparación, en dárselo todito bien mascado.

El caso es que a mi amigo don Arrigo le ha entrado la excitante comezón de buscar el tiempo perdido, pero principalmente de esa etapa en que permaneció en el centro mencionado por espacio de cuatro o cinco cursos. Y pretende que yo haga de escribano, escribiente, o escribidor, a modo de -salvando las distancias- un Rustichello que dé forma textual a los recuerdos de un Marco Polo interno en un colegio. Dice que la Organización en la que él está afiliado ha convocado un concurso paraliterario titulado HUMOR A CIEGAS, al que habrán de concurrir breves trabajos en los que se relate alguna anécdota o alguna escena chusca propia del mundo de la cegarrumbre. A mí el asunto me parece de dudoso gusto, pero mi amigo el ciego se muestra ilusionado con la idea, por lo que me ha comunicado su intención de participar. Al no considerarse, sin embargo, con gracia suficiente para el caso, insiste en -"usted que sabe escribir"- que yo le eche un capote. ¡El muy cipote!

Durante nuestros últimos encuentros en el parque, los perros de por medio, el tema monográfico es la remembranza de su vida colegial. Dice que el mundo de la cegarrumbre (conste que la expresión es de mi amigo, autoironizador de su carencia) es difícil de entender para los "videntes" (nunca pensara yo que soy vidente si no llega a advertírmelo algún ciego), y mucho más difícil todavía de poderlo plasmar, para lo que es del todo necesario acomodar los moldes expresivos normales a un anómalo diseño. ¿He leído a Ceram, el que escribió Dioses, tumbas y sabios? -me apabulla una vez más mi amigo el ciego con su bagaje múltiple en lecturas-; bien, pues allí se habla, entre otras cosas, de cierto dibujante Catherwood, ayudante de Stephens en las excavaciones de Copán, la antigua ciudad maya, a quien su lápiz no le obedecía porque las proporciones del modelo real que él intentaba dibujar le eran desconocidas hasta entonces, y su mano no estaba acostumbrada a moldes semejantes.

La participación en el concurso está recompensada con un pápiro de cinco mil calandrias; eso no es más, supongo, que un modesto estipendio de colaboración mediante el que se abona la coautoría del libro que habrá de aparecer, según se indica en la convocatoria. Pero aparte de esto, se establecen dos premios y un accésit. Creo recordar que la cuantía del primer premio es de cien mil beatas -¡cien talegos!, que dicen los chavales-. Me da que don Arrigo, llevado de infantiles entusiasmos, cuenta con que ganemos ese premio; creo que le daría un alegrón, mucho mayor incluso que a mì mismo, mayor en todo caso que obteniendo un galardón científico.

Yo le dejo que sueñe, cómo no, esperando, no obstante, no se lleve una amarga decepción caso de no alcanzar el éxito anhelado. Al modo de un Barón de Coubertin, me anima con la vieja cantinela de que lo importante no es ganar sino participar (slogan este que más estimula a los organizadores que consolar a los participantes); pero seguro estoy de que, en el fondo, él está más ganoso de ganar que lo pueda estar yo (que en verdad no lo estoy en absoluto, no porque menosprecie el montante del premio -¿a qué laminero le amarga un dulce?-, sino porque lo veo muy remoto), ya que si accedo a ejercitar la pluma en ocasión tan frívola e inocua, es por darle ese gusto a don Arrigo y en plan de para-ti-la-perra-gorda. Aunque él me ha dicho que lo que saquemos será exclusivamente para mí (y que aun así estaría mal pagado), le he dicho que ni hablar del peluquín, que u semos u no semos, Carloslemos; y como arrieros semos, aun cuando nuestra recua se reduzca a un solo can por barba, nos repartiremos el botín por exiguo que sea, puesto que mi fatiga será escasa si la extensión del texto se limita, como indica la base, a un par de folios.

En fin, me he puesto manos a la obra y el resultado de ello ha sido el texto que a seguido va escrito en bastardilla.

El pequeño Artiguillas y otras hierbas -gafitas con montura de metal sobre carita de guapín lampiño, pantaloncín ceñido por detrás, suéter arremangado hasta los codos cantándole la fina sobaquina- era un inolvidable cuidador, por los heroicos años quincuagésimos, de un colegio de rancia cegarrumbre, sito en lo que formaba a la sazón un rústico confín chamarti-nesco (Chamartín de la Rosa, el municipio hogaño anexionado a los Madriles).

Condenado a mirar siempre hacia arriba desde su irremediable bajitud tasable en cinco pies y poco pico, iba sacando pecho a troche y moche, blasonando de macho el buen muchacho (aunque él, en su lugar, pronunciaría "mayo", "muyayo", "cayo", o "mamarrayo", cual si fuese de estirpe canariota, cuando era de "Aragón-la-más-famosa"). El Artiguillas no era mal "muyayo", con todo y sus frecuentes berrinchinas, que no eran sino fuego de virutas que al pronto se extinguía sin secuelas. (Leyendo yo el Don Juan de Marañón unos años después, comprendería el perfil psicológico del "mayo" por su similitud y paralelo con el del Conde de Villamediana, señor que funcionaba a pluma y pelo. Espero en Dios y en mi ánima, no obstante, no tenga el Artiguillas, por su mal, el trágico final de Juan de Tassis.)

En el colegio aquel, Andrés Tesoro era un pintoresquísimo "anormal" (como se los llamaba por entonces a los que hoy, con hipócrita eufemismo, los denominarían "especiales" los expertos taxónomos del ramo), pupilo del paciente don Facundo (déle Dios galardón, ¡santo varón!, por su labor de maestro paternal). Eran tiempos cuando los "anormales" tenían su color y su carácter, y formaban un clan en toda regla, con su líder y su lugarteniente, con sus rancias costumbres y su código. Era Tesoro el capo de su clan y aventajaba a todos por sus dotes: imitaba a Juanito Valderrama con alarde de quiebros y matices; armonizaba a tres y a cuatro voces las canciones de moda armonizables para entonarlas él y sus colegas; leía en Braille a ritmo respetable, tenía una memoria sorprendente y sabía de historia y religión cosas que no cualquiera conocía. Acostumbraba obrar por la capilla cuando tan sólo Dios podía oírle, llevándose consigo a sus congéneres, y allí rezaban todos de consuno por las causas más chuscas y chocantes: porque no falte el pan en Chafarinas, por los infieles de África y América, porque tenga salud el Santo Padre, porque den chocolate los domingos, porque gane el Atlétic de Bilbao, porque en Santa Lucía haya bebidas, porque tal o cual madre no blasfeme... El muchacho oscilaba en sus pasiones, con un ritmo binario y pendular, entre la compulsión masturbatoria y el "perdóname-padre" más patético, de hinojos sobre el duro embaldosado y con golpes de pecho articulantes del contrito decir de su plegaria. La Pasión del Señor de aquellos años dejaba a la cieguidia colegial franca de obligaciones escolares, moviéndose a sus anchas y avalanchas por las vastas calígines del ocio, quitando los oficios de capilla -largos, pesados, lánguidos, mortíferos...- con que el cura Batuel -¡que Dios confunda!- flagelaba a su grey martirizada.

Fruto de sus lecturas perniciosas, Tesoro dio en el naipe de investirse de la fiera figura del caudillo más aguerrido que parió Cartago para castigo de la altiva Roma.

--Soy Aníbal -clamaba Andrés Tesoro henchido de arrogante convicción-, y si hay un vil romano que se atreva a ser conmigo en singular batalla, sepa que acá le aguardo y desafío.

Enfrascado en tan terne soliloquio, no le pasó por alto, sin embargo, que andaba por su vera el Artiguillas:

--¡Hombre, señor Artigas -increpóle-; usted tampoco es más que un vil romano!

--¡Anda, bobo, ¿qué dices de romano?

--¡Toma, pues lo que digo, la verdad!: que usted no es más que un mísero romano, y que conmigo se ande con cuidado, porque yo soy Aníbal, que se entere.

--¡Pero, muyayo, mira que eres tonto!

--¿Tonto? ¡Ya! Lo que pasa es que se pica porque yo soy Aníbal nada menos, mientras que usted no es más que un vil romano. Recuerde las palizas que les dimos: Trebia, Tesino...

--Mira, Tesoro, mayo; no te doy un sopapo, que te conste, porque me inspiras lástima, ¿te enteras? ¡Pero, ojo, no me tientes, no me tientes!

--Pues mire, en cambio a mi me dan más lástima los míseros romanos como usted. Trebia, Tesino...

--¡Pero quieres callarte, so anormal, y dejar de soltar esas bobadas!

--¡Cómo puede llamar usted bobadas a tantas zurras como les metimos! Pues recuérdelo bien, señor Artigas: Trebia, Tesino, Trasimeno y Cannas

--Sí, pero ¿tú no sabes, so ignorante, que luego Roma derrotó a Cartago y la dejó destruida para siempre? Delenda est Carthago, no lo olvides.

--Pues yo le digo a usted que soy Aníbal, y a mí no me venció ningún romano. Si no, dígame, a ver quién fue ese guapo?

Con el juicio incompleto, y el cabreo macabeo pegado a los talones, se fue el pequeño Artigas en un vuelo a la clase de cuarto con reválida del plan-rapataplán-cincuenta-y-tres (plan concebido en plena dictadura del bárbaro franquismo con el fin de que sólo unos pocos estudiaran aquel cuchillerato elemental que confería el título de Don, a diferencia de estos nuevos planes que han democratizado la ignorancia en pro del bienestar social y tal).

--Santos -dícele el "mayo" al archivero-; anda, ¿quieres dejarme el libro en tinta de Historia un momentico, por favor?

Con nervioso y crispado movimiento, el pequeño Artiguillas pasa páginas, hojea, ojea, lee, balbucea, escudriña, ¡ya está!, ¡por fin!, ¡eureka!, y vuelve in continenti en pos de Aníbal.

--¿Qué pasa, Tesorico, qué me dices? Seguirás siendo Aníbal, ¿no es así?

--¡Hombre, cómo lo sabe el vil romano! Trebia..., Tesino..., Trasimeno y Cannas...

El pequeño Artiguillas "hinya el peyo" y, la mano en el hombro del rival, dice en tono triunfal y sonrisueño con aire de quien canta las diez últimas:

--Oye, cartaginés, pero al final, ¿quién venció en la batalla de Zama, eh?

Quedóse desalado el pobre Aníbal; y como un viejo Bilbo que perdiera el codiciado anillo de los hobbits, exclamó desolado: "¡Maldición!" Y el pequeño Artiguillas remataba con sonrisa de púgil vencedor:

--¿Sabes lo que te digo, Tesorico? Que si tú eres Aníbal, fíjate, yo soy Publio Escipión el Africano. ¡Toma!, ¿qué te parece?

--¡Maldición!

Llegado el nuevo día, hacia las nueve, día de Viernes Santo, y encontrándose reunida la cieguidia colegial de pie en el comedor (o refectorio), próxima a manducar con avidez la frugal colación del desayuno, no sin antes soltar la bendición a cargo de un alumno que al efecto designaba un cuidador en cada caso, el pequeño Artiguillas sacó "peyo" y al cabo se arrancó con vozarrín de sargento en octava sobreaguda (puesto que lo que no hay de buena voz se suple a poder ser con buenas voces):

--¡Aníbal, anda, reza!

Ya me lo olía yo: nada de nada; las cinco mil del ala y va que chuta. Mi amigo don Arrigo está que trina en contra del jurado que ha juzgado los textos del concurso HUMOR A CIEGAS. Hasta dice que va a enviar una carta de protesta a la sección de "Incultura" (como él la llama) de su Organización, puesto que, según él, los trabajos premiados no le llegan al mío..., etc., etc. Lo que más me maravilla es cómo don Arrigo, con todo su cacumen, su caletre y su capacidad causticocrítica, sea tan inmaduro, tan pueril en casos como éste. Por más que yo le diga que tranquilo, que no se ponga así, ya que a mí mismo, caso de formar parte del jurado, me sería punto menos que imposible poder juzgar con objetividad, máxime en un asunto así de frívolo, en que lo literario apenas cuenta cuando es lo principal la hilaridad que deba provocarse en los lectores, aspecto este en extremo subjetivo, sigue el hombre en sus trece, erre que erre.

Cualquiera pensaría, al escucharle, que habían atentado contra su honra. Hasta el perro, tal vez por mimetismo con el amo, parece compungido. Cierto que el can, cuando habla don Arrigo -y más cuando diserta de seguido-, le escucha atentamente, sin moverse, meneando el rabo a ritmo remansado; produce la impresión de que se olvida hasta de respirar. Alguna vez le he dicho a don Arrigo que acaso en el cerebro de su perro se asiente registrado cuanto él dice, con la fiabilidad de un magnetófono. Y entonces recordábamos los dos -el puñetero de él también la ha leído!- la lúdica novela del prolífico don Sargento Retreta Llobenzol, en la que don Jacinto Barallobre (una de las innúmeras figuras de ese polivalente J-B) depositaba todo su saber, para evitar controles ominosos, en el inagotable disco duro de su loro psitacoprodigioso. Mi perro, en cambio, es más viva-la-virgen, menos intelectual, y cuando habla su dueño, le importa tres cominos cuanto diga; él sigue expansionándose a su modo.

No es que las cinco mil melopeas den para muchos trotes; mas con lo que pongamos de nuestro pecunio podemos dar un refrigerio al cuerpo, un gusto gastronómico, que a nuestra edad alcanza el rango de placer espiritual. ¿Vamos a la Cazorla? Pistonudo. Allí nos tomaremos unas gambas, un pescadito frito y a vivir, con una manzanilla de Sanlúcar, que está de ole con ole a palo seco, contri más remojando el buen condumio. Lo malo es que a los perros no los podemos llevar con nosotros para participar en el festín; además, al labrador de don Arrigo lo somete su amo a una severa disciplina dietética. Pero algo pensaremos para ellos, que disfruten también los animales.

Llegamos a la taberna de marras, sita en el barrio de don José de Salamanca, un jueves a eso del anochecer. Aunque el establecimiento está animado, no hay tanta concurrencia como un fin de semana fatigoso, por lo que nos sentimos bien a gusto, con la impresión de que, de añadidura, está el pescado más fresco si cabe.

Nos instalamos cabe el mostrador, de pie, siguiendo la costumbre hispánica. "El premio nos lo habrán escamoteado -declara don Arrigo entusiasmado mientras monda una gamba suculenta-; pero el sumo placer del paladar no nos lo quita nadie, pero nadie". Si la frase es trivial, él la profiere con tamaño cortejo de matices que produce el efecto de un Te Deum. Si estuviesen presentes nuestros canes -le pregunto por morbo a don Arrigo-, ¿disfrutarían viéndonos jalar, aunque ellos, pobrecillos, se tuvieran que arreglar con bolitas de las suyas, que aunque alimentan no les hacen gracia? "¡Calla, no seas sádico!" -responde tratándome de "tú" por vez primera.

Terminadas las gambas a la plancha, manjar del que nos hemos despachado a docena por barba más o menos (no así las libaciones sanluqueñas, de las que ya llevamos tres copitas con trazas de embaularnos otras cuantas), pedimos una fritura especial de la casa, que a juzgar por los platos que circulan con destino a los clientes precedentes, promete no dejarnos a dos velas. Como no hay mucha gente -ya lo he dicho-, nos llega la fritura con premura (apenas media copa manzaníllea ha supuesto el consumo de la espera). Por la gran variedad de pescaditos que conviven (conmueren, mejor dicho) en el plato de loza, da aquello la impresión de un cosmopolitismo gastronómico apiñado en un ruedo satinado. ¿O se podría hablar en este caso de un ictiopolitismo, o de un cosmofisismo, o si se quiere de un fisopolitismo, o de la madre que nos ha parido?

Pero llámeselo como se quiera, lo cierto es que eso está de puta madre. Siguen las libaciones sanluqueñas, pues el pescado pide, como es lógico, su líquido, si no de agua salada, sí al menos de la linfa de la cepa. Y como es natural, a cierto tiempo sentimos la presión vesicular que nos mueve a cambiar el agua al pájaro. Me conozco el camino del servicio; así que no es preciso que me indiquen si está al fondo a la izquierda, o bien según se baja a la derecha. Dejamos nuestras viandas medio enteras, o a medio consumir, como se quiera. En el ínterin se ha casi llenado el establecimiento, por lo que nuestro espacio disponible a lo ancho del cumplido mostrador queda notablemente reducido por la presión de los recién llegados. Ya lo dice el refrán (que acaso Sancho, con ser tan paremiósofo, ignorase): El que fue al retrete, perdió su taburete.

En el urgente acceso al escusado, cedo la delantera a don Arrigo; dado las reducidas dimensiones del despacho privado, aguardo fuera. Oigo unas carcajadas de mi amigo que brotan a mandíbula batiente. Temo si no será el efecto etílico lo que le haya movido a tal reacción. Pero sale y se aclara la cuestión: es que, al desabrocharse la bragueta, descubre la presencia de una gamba que en posición trepante de alpinista parece resistirse a ser destruida. Sin demasiado escrúpulo, la monda, se la engulle y arroja el envoltorio por el propio conducto mingitorio.

Seguimos manducando, piano, piano, puesto que la emergencia de la andorga ha sido satisfecha y, por lo tanto, ahora es el paladar el que gobierna. "El premio nos lo habrán escamoteado; pero el pescado está de rechupete", vuelve a su cantinela don Arrigo, como si de ese modo el paladar llegara a convencerse de su goce... De repente, se quqda caviloso, como mirando al techo, y al final me pregunta con aire sigiloso: "Oye, ¿en esta fritura están incluidos higadillos o cosa parecida?" Por supuesto que no; ¿por qué lo dice? Acaba de comerse dos trocitos con su rico aderezo encebollado, contesta desconfiando de sí mismo, aunque él su paladar lo tiene bien, y sus papilas ven como pupilas... Me fijo un poco y, ¡zás!, caigo en la cuenta de que mi buen amigo don Arrigo acaba de invadir terreno ajeno. Un matrimonio (más que una pareja por tratarse de gente entrada en años), discreto y educado como él solo, estaba compartiendo su ración de "higadillos o cosa parecida" (obviamos la importuna aclaración); pero al ver que el tercero a compartirla, no por su vecindad menos intruso, era "un señor privado de la vista" (como poco después comentarían), no se atrevían a decirle nada.

Huelga añadir aquí las mil disculpas en las que se deshizo don Arrigo ante el civilizado matrimonio al que había mermado la pitanza. Ellos, que no hay de qué, faltaba más; que a cualquiera podía sucederle con el estrecho espacio que teníamos; que nosotros, con ver perfectamente, como no nos fijásemos muy bien, a saber dónde hincábamos el pincho... Viendo yo que el furtivo comensal mostrábase harto pródigo en disculpas dejando en cambio incólume el bolsillo, propúsele al discreto matrimonio que, si es que no tenía inconveniente, fuera nuestro invitado en esa ronda, no por el incidente, que en el fondo resultaba donoso y anecdótico; era porque, como mi amigo y yo celebrábamos un premio literario que había yo ganado aquellos días, me gustaría que ellos compartieran nuestra celebración, ¿se daban cuenta?

¡Ah, bueno; siendo así, con mucho gusto!, respondieron a dúo los dos cónyuges. Pero como era el caso que ellos dos habían ido allí a precelebrar las bodas de oro de su casamiento -que aunque el aniversario era mañana, cuando se reuniría la familia y se iban a juntar ciento y la madre, querían hoy estar los dos solitos-, también les gustaría, si aceptábamos, invitarnos después a otra rondalla y compartir con ellos la alegría de poder celebrar tal efemérides al cabo de cincuenta calendarios, ¡quién lo dijera cuando se enlazaron, caramba, parecía que fue ayer! Y entonces, al amor del báquico ágape compartido en fraterna comunión, remembraron su historia compartida, como una confesión en alta voz. Y cual si las palabras remozaran (igual que en la recherche du temps perdú) los ya marchitos brotes de la planta, parecían reandar con nuevos bríos los jalones del tiempo que se fue. Se había ella casado a los veinte años, después de terminar el magisterio, en los primeros años de posguerra en Madrid unos tiempos muy difíciles- con un buen mozo cinco años mayor. El ejercicio de su profesión no le había impedido traer al mundo cinco retoños como cinco soles, hoy todos bien situados a Dios gracias. ¿Podían pedir más en esta vida? Claro -pensaba yo-; por eso mismo ella podía celebrar sus bodas de oro con ese aspecto saludable, puesto que conservaba una tersura de piel moldeando un rostro rellenito bajo un mirar afable y bondadoso.

Antes de despedirnos cordialmente, brindamos porque fuesen muy felices durante muchos años; y ellos correspondieron en el brindis porque siguiera yo obteniendo premios, y porque a ver si un día no lejano la suerte nos reunía nuevamente con cualquier ocasión celebratoria.

(El fortuito incidente se me antoja signo de buen agüero; por lo cual me ha entrado el gusanillo de seguir escribiendo, y a ver lo que resulta. Mi narcisismo abriga la esperanza de que me ocurra cosa semejante a lo del acordeón de aquella fiesta en la que mis sobrinos me forzaban a tañerlo, y entonces descubrí que sí, que en realidad podía hacerlo, si no como un experto consumado, al menos para propia distracción.)

Al poco de salir de la taberna, mi amigo don Arrigo frena el paso, y de repente, ¡plás!, sin más ni más, se atiza una palmada en la metopa (frente para los no heleno-conspicuos) y suelta una sonora carcajada. ¡Qué le pasa al gachó!, y esta vez más apunta mi sospecha hacia el etílico. ¡Nada, tranquilo!: acaba de acordarse de que uno de los textos que alcanzó un premio en el concurso HUMOR A CIEGAS -da igual si fue el primero o el segundo- cuenta el jocoso caso, más o menos, que acaba de ocurrirle en la taberna con lo de ir a picar en plato ajeno. Como la realidad imita al arte -ya mucho antes que Wilde lo dice Ovidio-, al fin nos erigimos en jurado del dichoso concurso, a posteriori, y sin deliberar nos otorgamos, por unanimidad, el primer premio.

 

 

 

 
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